Caril trepó hasta la rama más alta del árbol. Su mano ensangrentada se aferró a la madera astillada, sintiendo la energía crepitar en su interior. Abajo, en el patio de la Ciudadela, las personas lo observaban en silencio, expectantes. Sabían lo que significaba. El titán Uron ardía en los cielos; su fuego devora mundos. La guerra entre la Luz y la Oscuridad había colapsado en un solo punto: ese árbol sagrado, donde la primera chispa de la creación había nacido. Solo Caril, último heredero de los antiguos dioses, podía tomar el fragmento roto y convertirlo en un arma.
Un crujido. La rama se quebró por completo cuando la arrancó. La madera brilló con un fulgor dorado, resistiéndose a su destino. Abajo, Astria y Azael—enemigos por milenios—no dijeron nada. Solo vieron a Caril erguirse con el arma improvisada. No era una espada. No era un cetro. Era la última voluntad de un cosmos agonizante.
OPINIONES Y COMENTARIOS