Los gobernantes inventaron una fecha. La cincelaron con escoplo de decretos y la barnizaron con tinta solemne, como si el mármol pudiera contener la verdad. La blindaron con cárceles húmedas y bayonetas que no pensaban. Aseguraron que antes de aquel número, la nación era un bostezo del tiempo, una página en blanco.

Pero un día cruzó el cielo un águila por el mar. Su sombra cayó sobre los tejados y las conciencias, y los hombres, como saliendo de un sueño administrado, comprendieron que no eran hijos de esa fecha, sino de una historia más antigua que el miedo.

Entonces, con manos desnudas y memoria encendida, rompieron la estatua. De sus grietas brotó un hedor inconfundible: el de las ficciones impuestas. Y la fecha, ya cadáver, descendió lentamente al sótano del infierno, donde van a pudrirse los mitos de los tiranos.

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