En los confines vaporosos del reino de la Revelación, donde las ideas no nacen del pensamiento sino de antiguos temblores del alma, un ser —de nombre extraviado en los registros celestiales— despertó un día con una revelación tan brutal como intransferible: su voz provocaba espanto.

No era metálica ni estridente, tampoco tenía el silbido de los condenados ni la ternura de los iluminados. Era simplemente temida, como si cada sílaba que brotara de su garganta llevara en sí el eco de una verdad insoportable. Comprendiendo, con la resignación de los sabios antiguos, que su verbo era un relámpago en cielos sensibles, optó por el silencio. Un silencio denso, vegetal, que crecía y trepaba por sus costillas como una enredadera sagrada.

Desterró las palabras con la misma ceremonia con la que otros destierran demonios, y abrazó el lenguaje de los mudos: ese mundo de manos danzantes, cejas elocuentes y gestos que valen más que todas las bibliotecas quemadas del mundo. Sin embargo, el ser pronto entendió que hasta el movimiento podía delatar su pensamiento. Y como si se despojara de un traje invisible, comenzó a vivir con la prudencia de quien camina entre cristales de percepción.

Vagó entonces por otros márgenes del alma humana. Aprendió a sonreír con la comisura de los ojos, a fingir júbilo con risas que no nacían de adentro, a amar con la mirada clavada en los espejos y no en los cuerpos. Se convirtió en un virtuoso del simulacro, un artista de la contención, un equilibrista del silencio.

Y como toda alma en exilio encuentra su tribu, poco a poco se le fueron sumando otros silenciosos. Eran hombres y mujeres que habían dejado de hablar por elección, por miedo o por poesía. Algunos reían como si las carcajadas les brotaran del diafragma de los sueños; otros danzaban con sus gestos como si contaran cuentos olvidados en lenguas muertas. Así nació Mudolandia.

Mudolandia no era un lugar en los mapas, sino un rincón fuera del tiempo, donde el aire no cargaba con órdenes ni las paredes con oídos. Allí los saludos eran olas invisibles, los adioses no dolían y las conversaciones eran melodías que solo se entendían con los ojos cerrados.

Sin embargo, la Historia —ese dios burlón que se aburre del silencio prolongado— intervino con uno de sus caprichos. En una madrugada donde las estrellas se movieron de sus órbitas con un temblor de cometa herido, ocurrió una explosión. No fue un estruendo físico, sino un estallido del alma colectiva. Como si el universo, harto de guardar secretos, hubiera susurrado al oído del tiempo un secreto tan poderoso que ni los mudos pudieron ignorar.

Fue entonces que el ser los vio: sus amigos, sus hermanos del silencio, hablaban.

Y no hablaban con temor, ni con la torpeza de quien rompe un voto sagrado, sino con la naturalidad de quien encuentra por fin una lengua que no lastima. Los antiguos parlantes —los que antes temían, los que antes huían— escuchaban ahora sin asombro, como si hubieran estado toda la vida esperando aquellas voces ahogadas.

El rumor corrió más rápido que las ondas de la explosión: “Ha sido el Big Bang”, decían. Pero los antiguos habitantes de Mudolandia, con sus pupilas empapadas de quietud, sabían otra cosa. Sabían que no fue una explosión estelar ni una casualidad cósmica.

Fue el silencio, ese dios sin templo, que finalmente había muerto.

Y en su muerte, todos aprendieron a hablar sin herir, a escuchar sin miedo, y a recordar que las palabras, cuando nacen del respeto y no del ego, no son ruido, sino música antigua.

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