A Luis —que bien pudiera llamarse así, o de cualquier otro modo, sin alterar su sino— la vida le mostró su rostro desde temprano, y no fue un rostro amable. Era, como él mismo decía en susurros, un “rostro mal dibujado por Dios un día de distracción”. Su madre, mujer de manteles bordados y palabras dulces, jamás le dijo que era lindo. Lo amó con la devoción de quien cuida un pequeño milagro torcido, pero ni una vez osó mentirle con halagos inútiles. Le enseñó a abotonarse la camisa, a lavar sus propios pañuelos, y a mirar con la frente en alto, aunque él prefiriera no mirar en absoluto.

En su casa de hombre soltero —una casita al fondo de un callejón sin nombre— había un único espejo, ovalado y triste, colgado junto a la pila de agua. Lo usaba apenas para peinarse y cerciorarse de que no tuviera dientes sucios o cabellos en rebelión. Repudiaba los espejos con una mezcla de miedo y superstición: temía que se rompieran al reflejarlo, como si su fealdad fuera no solo visible, sino punzante, como una piedra arrojada al vidrio. Se sabía feo, sí, pero también sabía algo que pocos sospechaban: que hay belleza en la sombra si uno aprende a mirarla desde adentro.

Trabajaba de noche en el viejo Cine Paraíso, como acomodador, proyeccionista y hasta cartelista. Las sombras eran su elemento, su abrigo. Se autodenominaba con ironía «hijo de las sombras», y aunque los vecinos lo decían con sorna, él lo aceptaba con la dignidad de quien tiene pocas palabras, pero mucha noche por dentro. Silencioso, eficaz, ahorrador como un monje, Luis remendaba las butacas del cine, reparaba los proyectores, escribía con tiza los nombres de películas que nunca veía. Y así, poco a poco, peso a peso, acabó comprando el cine. No era rico, pero había trepado desde la intemperie hasta una especie de techo modesto, bajo el cual no llovía.

La historia pudo terminar ahí, pero las sombras, que son sabias y caprichosas, tenían más que decir.

Una noche de tormenta —de esas en que hasta los santos se arropan con miedo— llegó Mariana. Nadie supo de dónde venía. Algunos decían que era nieta de una bruja que había embrujado a un obispo; otros, que venía del norte, de una aldea enterrada bajo las cenizas de un volcán. Mariana era tan fea como Luis, pero en ella la fealdad tenía otra textura: una fealdad sabia, de raíces hondas, de alquimista vieja. Su nariz era una zanahoria torcida, y sus hombros caídos parecían esconder secretos milenarios. Hablaba con los gatos, secaba y cocinaba sopas que curaban penas.

Se enamoraron sin decirlo. Como todo en ellos, fue un amor pudoroso, tímido y lleno de pausas. Se casaron en la iglesia del pueblo bajo el diluvio, en una ceremonia que el padre Anselmo aceptó solo después de recibir una canasta generosa de licor, nueces, y un libro antiguo que hablaba del perdón en lenguas muertas. “Una hechicera en la casa de Dios”, protestó el cura al principio. Pero Dios, al parecer, recibió bien los regalos.

Diecisiete años después, el pueblo entero hablaba de Josefa, la hija de aquella unión impensada. Josefa era un milagro que caminaba. De piel clara como leche bajo el sol, ojos de un verde que dolía mirar, y una voz que hacía sonreír a los viejos del vecindario. Tenía modales de reina antigua y una bondad tan serena que convertía a los chismosos en poetas. Nadie entendía cómo aquellos dos padres, él con su ceño torcido y ella con su andar encorvado, habían parido tal criatura. Algunos decían que había sido el pago de Dios por aceptar el matrimonio; otros, que Mariana le había robado la belleza a una estrella fugaz.

Luis y Mariana, ya no se ocultaban. Paseaban tomados del brazo por las calles, flanqueados por su hija, y entonces nadie recordaba sus rostros. Las miradas se quedaban en Josefa, pero el respeto nacía en los corazones, porque con el tiempo, el pueblo comprendió algo que solo las sombras saben: hay rostros que no necesitan belleza, porque tienen luz adentro.

Y en el viejo Cine Paraíso, donde las películas seguían proyectándose con olor a palomitas y sillas que crujían, Luis seguía trabajando. No por necesidad, sino por amor. Porque en la sala oscura, mientras todos miraban la pantalla, él miraba las sombras. Y allí, en ese reino de penumbra y murmullos, seguía siendo lo que siempre fue: un hombre que había aprendido a amar sin la necesidad de una belleza externa.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS