Federico López iba concentrado mirando el paisaje. La vegetación era pobre, pues no había nada más que enormes saguaros, gran cantidad de creosotes, algunos palos de fierro, amapolas ya secas y flores silvestres, la clásica vegetación del desierto de Sonora. Notó la disminución en la velocidad del convoy hasta que se detuvo. Escuchó algunos gritos del maquinista y el auxiliar de cabina.

—Pero ¿qué has hecho, Mariano?

—Nada, señor. Son las órdenes que me han dado…Mire, mire aquí.

Federico supo después que por indicaciones del administrador de infraestructuras ferroviarias tenían que permanecer allí unas horas hasta que se reparara un tramo de vías a un kilómetro de allí. El personal del restaurante les repartió bebidas frías a los pasajeros de primera clase. De los otros coches la gente comenzó a bajar para estirar las piernas. Los acompañantes de Federico no eran muchos y permanecían en silencio mirándose con indiferencia. Había un hombre mayor de pelo abundante y canoso que leía sin parar documentos que serían muy importantes para él. Hacía anotaciones y de vez en cuando balbuceaba como si estuviera memorizando algo, en otras ocasiones parecía mantener diálogos en voz baja. Iba también una pareja. El hombre era atractivo, llevaba ropa de marca y su cuidado era excelente. Solo era necesario verle las uñas para saber que dedicaba una buena suma de dinero a su cuidado personal. La acompañante era una mujer de unos cincuenta años que tenía buen aspecto, un rostro aristocrático y un gesto torcido provocado por los constantes caprichos, pues le molestaban muchas cosas, sin embargo, solo manifestaba su irritación con la mirada o con un silencio culpabilizador que obligaba al hombre a pedir disculpas por todo.

—Ya te he dicho que eso no me gusta—decía la mujer cada vez que Daniel, un aprovechado mujeriego a todas luces, le ofrecía alguna cosa o un tema de conversación. Entonces Dany ponía cara de niño regañado y esperaba a que a la mujer se le pasara el enfado.

Federico decidió salir a caminar un poco. Hacía bastante calor, pero por fortuna ya empezaba a oscurecer. A las ocho de la tarde el tren seguía parado y no había noticias que le dieran alguna esperanza a los pasajeros. Federico cenó y pensó que el tren haría el trayecto en la noche. Llegaría en unas cinco horas y podría alojarse en cualquier hotel y descansar para cerrar su negocio con sus socios en Puerto Peñasco como lo habían acordado. Recordó que tenía una invitación a Sandy Beach y sonrió imaginando mujeres en bikini ofreciéndole compañía.

Cerca de las dos de la mañana un fuerte tirón hizo rechinar las ruedas metálicas y poco a poco se fue sintiendo el traqueteo de las vías. Federico se despertó, miró el cielo por la ventana y se dispuso a dormir, pero una respiración y, luego, un perfume de flores le impidieron hacerlo. Volteó y su mirada se encontró con los verdes y enormes ojos de una mujer que le hizo una señal para que no hablara.

—¡Tienes que ayudarme, cabrón! — le dijo ella con voz muy baja y nerviosa.

—Pero ¿quién es usted? ¿qué hace aquí?

—¡Prométeme que me vas a ayudar, prométemelo, güey!

—No puedo, no le conozco y no me interesa lo que necesite—Federico intentó incorporarse, pero ella lo contuvo con una mano ensangrentada y un cuchillo. Por su mente le pasaron muchas ideas, pero estaba claro que algo malo había ocurrido.

—Lo he matado, lo he matado…— dijo ella compungida tratando de contener su llanto.

Federico trató de ordenar sus ideas y, de pronto, recordó que entre los pasajeros que había visto cuando bajó a caminar un poco, había visto a esa mujer con su vestido de color rosa acompañada de un hombre con aspecto amenazante y violento. Era de esos tipos que sometía por la fuerza a las personas, amenazándolas con golpearlas o castigarlas. Entonces habló.

—Primero tienes que explicarme lo que ha pasado.

—Ya no podía ¿entiendes, güey? —dijo con voz sollozante—, ya no podía seguir soportando su crueldad…

—Bueno, me imagino que fue por un momento de furia, pero se descubrirá todo…Sospecharán de ti, mírate— exclamó señalando las manchas de sangre que ella tenía.

—Sospecharán solo si encuentran su cuerpo, tienes que ayudarme a tirarlo.

Federico se incorporó y fue hasta el sitio que Rosa le indicó. Un hombre estaba recostado en un asiento cubierto con una manta, parecía dormir tranquilamente a pesar de que le habían rebanado el cuello. Los pasajeros, sumidos en un profundo sueño o ensimismados algunos, luchando con su insomnio, no sospechaban nada. Federico cogió al hombre y lo levantó con gran esfuerzo. El tipo era corpulento y era difícil llevarlo a cuestas. Rosa ayudó todo lo posible y cuando llegaron al final del vagón, iban ya empapados de sudor. Rosa accionó el freno y el tren se detuvo en seco, Federico abrió la puerta y dejó caer el cuerpo que rodó hasta una zanja. Se hizo un alboroto enorme, la gente comenzó a quejarse y gritar. Un encargado del tren pedía disculpas mientras revisaba las puertas. Al no encontrar ninguna abierta, le avisó al motorista que podían continuar la marcha.

La noche fue muy intranquila, Federico no pudo dormir y Rosa se cambió de ropa, se lavó y cuando llegaron a Puerto Peñasco le dio un beso en la mejilla a su cómplice y desapareció.

Los socios de Federico llegaron puntuales.

—¿Cómo está don Fede? —le preguntó un hombre castaño, bajo y muy fornido. Era Carlos el distribuidor de equipo pesado, maquinaria y mercancías ilegales de la frontera.

—Bien, así como me ves, mi cuate.

Se subieron a una camioneta y se fueron a la casa de Rafael quien los esperaba para cerrar el trató. Desayunaron y se fueron a sentar a un lado de la piscina. Conversaron mediando las palabras, buscando el momento adecuado para ir al grano. Cuando Federico iba a lanzar su propuesta, una sirvienta se acercó con una nota en la mano.

—Señor Carlos, esto es para usted.

A Carlos se le nubló la vista y comenzó a vociferar, maldijo hasta que se cansó y luego se tiró al suelo.

“!Han degollado a Pedrito!!Malditos cabrones!!Malditos, hijos de pu…”.

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