El hombre maduro no grita,
corrige en calma,
porque aprendió que el amor
no se impone… se guía.
No castiga con el silencio,
perdona con presencia,
porque supo caer mil veces
y levantarse con conciencia.
Fallar no le asusta,
porque sabe que errar es humano.
Pero también sabe que juzgar sin mirar adentro
es cosa de quien aún no ha sanado.
Él no busca venganza,
ni convierte su dolor en espada.
Elige la compasión como escudo
y el perdón como salida.
No por débil,
sino por sabio.
Porque solo quien domina su tempestad
puede avanzar hacia la paz.
Quien aún no ha crecido,
critica, señala, huye.
Se ahoga en su propio ego
y culpa al otro de su ruido.
No acepta sus caídas,
pero exige que le levanten.
No construye,
solo reclama amor perfecto
desde su imperfección constante.
Y así, el inmaduro ama a medias,
porque no se ama entero.
Rompe lo que no entiende
y se va de lo que no controla.
Mientras el hombre que ha vivido,
abraza incluso el error ajeno,
porque sabe que amar de verdad
es acompañar también al proceso.
No hay amor sin perdón,
ni avance sin humildad.
El que elige amar desde el alma,
suelta el juicio,
sana el pasado
y sigue adelante con dignidad.
Porque la abundancia no se halla en lo que se exige,
sino en lo que se ofrece sin esperar.
Y el verdadero amor,
lo entrega quien ya se encontró.
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