“No hay mayor agonía que llevar una historia no contada dentro de ti.”
–Maya Angelou–

La conciencia, decían los antiguos,
es la maldición del ser.
Y yo he sido demasiado consciente desde el principio.
Consciente de las miradas que pesan,
de los gestos no dichos,
de las conversaciones que se detienen cuando llego
como si mi presencia fuera una anomalía,
como si mis pasos interrumpieran un guion que no me pertenece.
Nací sabiendo que algo no encajaba.
No en el mundo —el mundo nunca ha encajado—
sino en mí.
Fui silenciada antes de comprender el valor de una palabra.
Fui invisibilizada con sonrisas que cortaban,
con abrazos que escondían desprecio,
con una normalidad forzada
que me gritaba en silencio: “no eres de aquí”.
Y lo peor es que lo creí.
Me construí sobre escombros:
de amistades rotas,
de apodos convertidos en identidades,
de traiciones que se disfrazaban de juegos inocentes.
Tuve que convertirme en sombra
para no ser blanco.
Y en esa sombra, aprendí a habitar.
Pero la sombra también piensa.
La sombra también siente.
Y cuando uno piensa demasiado en la oscuridad,
la filosofía se vuelve instinto.
Un arma.
Una voz en la cabeza que no calla
y que pregunta todo lo que nadie quiere oír.
¿Por qué tengo que ser fuerte?
¿Por qué debo justificar cada herida como aprendizaje?
¿Por qué la vida de algunos vale celebración
y la mía necesita explicaciones?
Soy una paradoja viviente:
invisible, pero presente.
Silenciosa, pero gritando por dentro.
Y a veces me pregunto si pertenecer
es sólo un mito que nos contaron de niños,
una promesa vacía para mantenernos buscando,
esperando,
deseando encajar en un puzle que ya viene completo
sin el hueco que necesitamos.
Me duele la forma en que me esfuerzo.
En cómo intento que no se note
que no sé socializar como se espera,
que mis respuestas están ensayadas,
que mis sonrisas están medidas,
que si hablo, siento que estoy ocupando un espacio
que alguien más merece más que yo.
Y sin embargo aquí estoy.
Desgastada por existir.
Cansada de fingir que ser la mejor me llena,
cuando en realidad es mi forma desesperada
de no ser descartada.
Me siento como una silla vacía en una fiesta.
Todos ríen, tropiezan, cantan,
y yo estoy ahí, quieta, observando
como una presencia fuera del tiempo,
como un testigo que no fue invitado
pero tampoco puede irse.
No me enseñaron a ser libre.
Me enseñaron a no molestar.
Me enseñaron a no ocupar lugar.
Me enseñaron que existir era un privilegio que se ganaba.
Y aún no sé si lo he conseguido.
Quizás eso sea lo más cruel:
vivir convencida de que tienes que justificar cada respiración.
Como si fueras un error de programación
que no sabe si sigue en línea o ya fue desconectado.
Y sí, me siento mal cuando me molesto,
cuando me retiro,
cuando me encierro.
Pero no es porque desprecie a los demás.
Es porque el mundo duele.
La luz quema.
Y yo llevo tantas capas de sombra encima
que cualquier intento de brillar me parece una traición.
Quizás no soy invisible.
Quizás soy incómoda.
Un espejo torcido donde los demás ven lo que no quieren enfrentar:
el dolor no resuelto,
las palabras que callaron,
las veces que miraron hacia otro lado
mientras alguien como yo se rompía en mil.
Soy el resultado de la acumulación de omisiones.
La suma de todas las veces que no preguntaron:
“¿Estás bien de verdad?”
Quizás no soy invisible.
Quizás soy demasiado real para sus ojos cómodos.
Demasiado consciente, demasiado rota en un mundo que me prefiere intacta.
No soy el susurro que se desvanece,
soy la pregunta que incomoda.
La prueba de que no todos logramos salir ilesos del laberinto de ser.
Y aunque esté ausente en medio de la multitud,
aunque mi voz tiemble al pronunciarse,
sigo aquí, latiendo como un secreto enterrado que aún no ha sido vencido.
No necesito que me salven,
pero tampoco acepto que me ignoren.
Porque incluso las sombras tienen historia.
No me olvides como una historia triste.
Recuérdame como prueba viva
de que incluso las piezas no deseadas
pueden romper el tablero entero.
Ese fue el precio de existir sin permiso.
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