Escritor maldito 2,0 ahora con menos lactosa y 50% Menos gluten
El regreso del escritor maldito 2.0
Últimamente tengo la sospecha de que estoy regresando a una especie de segunda adolescencia. Como si el tiempo, en vez de avanzar, se doblara hacia atrás y me empujara otra vez al mismo cuarto con pósters en las paredes, las mismas canciones tristes en loop, y el mismo berrinche existencial, solo que ahora con dolor de rodilla y gastritis.
Podría ser el regreso del escritor maldito 2.0, con la diferencia de que esta versión trae panza, insomnio y la necesidad de buscar terapia por internet. Todo estaría bien si no fueran los mismos problemas reciclados, empaquetados en un cuerpo más cansado y con un poquito más de cinismo. El clásico «¡Tú no me entiendes, madre!» suena ahora más a sketch de comedia que a grito de guerra, y me da tanta vergüenza como ternura. La crisis no ha cambiado, pero yo sí. O eso quiero pensar.
Tal vez sea solo eso: una crisis de los cuarenta a destiempo, con efectos secundarios que se sienten más como síntomas de abstinencia. Porque claro, olvidé tomar la medicación, otra vez. Y cuando no la tomo, aparece Blinky. Siempre aparece Blinky.
Blinky es esa criatura que me visita en los rincones de la mente, la que me observa desde el rincón de los pensamientos no resueltos. Llega puntual cuando empiezo a desvariar, cuando me convierto en un ser gris, de esos que caminan sin hacer ruido pero con el pecho lleno de gritos. Blinky no habla, pero yo entiendo. Me dice que quizá la genialidad sí viene con un poco de locura, y que la locura alimenta al adolescente perpetuo que llevo dentro. Ese mismo que escribe, que llora sin avisar, que quiere gritar que el mundo no lo comprende… y que se burla de sí mismo mientras lo hace.
Escena cortada de perros de reserva
—A veces pienso que si Nietzsche hubiera tenido perro, en lugar de acabar loco, habría escrito fábulas.
—¿Y quién te dice que no lo hizo? El Zaratustra ese está lleno de animales que hablan.
—Pero no ladran. Eso es distinto.
—Como los políticos.
(Silencio. Suena un vaso al posarse sobre la mesa. Una mosca pasa. O tal vez es solo la imaginación.)
—¿Te acuerdas de Kierkegaard?
—¿El danés triste o el filósofo?
—El mismo. Ese tipo sabía que la desesperación era el pan del desayuno.
—Pan con melancolía. Untado con la mantequilla del absurdo.
—Exacto. Sartre se lo hubiera comido en la cafetería existencialista de París, entre dos cigarrillos y un bostezo.
(Se ríen. No de verdad. Se ríen como quien parpadea sin querer.)
—A mí me gusta más Bukowski. Menos pretencioso. Más honesto.
—¿Honesto? Ese viejo era un cerdo genial. Escribía con las tripas.
—Sí, pero también tenía poesía.
—Todos los cerdos tienen poesía si se les ve con ternura.
—Tenía un poema sobre un pájaro azul.
—¡Oh! Ya vas a empezar…
—Lo tenía en el pecho, decía. Un pájaro azul que no dejaba salir porque el mundo no lo entendería.
—Mejor dicho, tenía los huevos azules, amigo mío.
—¿Qué?
—Te me vas calmando. Me sé esa historia. No te hagas el intelectual conmigo.
(Pausa. Uno sonríe. El otro finge indignación, pero se le escapa un suspiro.)
—¿Y si en vez de un pájaro era un murciélago?
—Entonces era Batman con resaca.
—Y si era un loro, probablemente repetía todo lo que leía.
—Como los tuiteros.
(Brindan. No se sabe por qué. Quizá por nada. O por todo.)
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