El abrazo del alma

El abrazo del alma

Ojo de Gato

29/05/2025

25 de junio de 1978, Estadio Monumental de Buenos Aires. Se jugaba la final
de la Copa del Mundo entre Argentina y Holanda. El campo lucía invadido de
cintas y papel picado blanco. Kempes había adelantado el marcador para los
argentinos, y Nanninga había igualado el score para dejarlo 1 a 1. Ya se habían
completado los 45 minutos del segundo tiempo y se jugaban los descuentos.

Los holandeses tomaron el balón casi en el
mediocampo y lanzaron un pase largo hacia Rensenbrink. El delantero recibió la
pelota en el área argentina, la dominó, disparó al gol… y su remate terminó
estrellándose contra el palo del arco que defendía Fillol. Argentina se había
salvado de perder el título mundial en su casa en el último minuto del partido.
Sonó el pitazo final, y se vino el alargue.

Cuando ya se jugaba el minuto 14 del primer
tiempo suplementario, Mario Alberto Kempes anotó su segundo gol para poner
adelante a los gauchos, provocando que el estadio explotara de alegría. El
título estaba más cerca que nunca. Ya en la etapa final, Daniel Bertoni selló
el triunfo para Argentina y la encaminó hacia su primera corona.

Luego de haberse jugado 120 minutos —entre el tiempo reglamentario y los dos
tiempos suplementarios— las piernas de los protagonistas comenzaban a
abandonarlos por el desgaste. La selección argentina sacaba fuerzas de flaqueza
y se defendía con uñas y dientes. Los europeos se habían lanzado al ataque,
jugándose el todo por el todo. Aún luchaban por dar vuelta al marcador, que
estaba a favor de los locales por 3 a 1.

Las 70,000 almas que colmaban las tribunas del
Monumental saltaban y cantaban, haciendo retumbar el estadio. Solo esperaban
que terminara el partido para celebrar la hazaña. El “Flaco” Menotti caminaba
de un lado a otro en la banca, mientras los suplentes —de pie, casi al borde
del campo— le reclamaban la hora al juez principal. Entonces, el árbitro
italiano Sergio Gonella, que dirigía su primera final de Copa del Mundo, elevó
su brazo derecho al cielo y se llevó el silbato a la boca para decretar el final
del partido. Argentina alcanzaba la gloria: era campeón del mundo por primera
vez en su historia.

foto: Osvaldo Alfieri

Los jugadores argentinos corrían a abrazarse
entre ellos, eufóricos por el título. Los que estaban en la banca de suplentes
invadieron el campo corriendo con los brazos abiertos para alcanzar a sus
compañeros. Mientras tanto, al borde del área argentina, Ubaldo “el Pato”
Fillol se arrodilló, y cuando elevaba una plegaria de agradecimiento a Dios,
apareció en escena Víctor Dell’Aquila, un hincha argentino que logró burlar la
seguridad del estadio.

Acostumbrado a superar las barreras que la
vida le impuso, Víctor saltó al gramado de juego. Se acercó hasta donde estaba
Fillol, y cuando se disponía a alcanzar a uno de sus héroes, apareció de pronto
el “Conejo” Tarantini, quien se arrodilló frente a Fillol para fundirse en un
abrazo interminable. Este hecho hizo que Víctor frenara en seco, y al quedar a
un paso de Fillol y Tarantini, sucedió un milagro.

Víctor no tenía brazos. Las mangas de su
chompa verde fueron impulsadas hacia adelante, como envolviendo a los jugadores
argentinos arrodillados en el campo. Así se produjo “El abrazo del alma”, inmortalizado por el fotógrafo
Ricardo Osvaldo Alfieri.

Diez años antes, Víctor Dell’Aquila había sufrido un accidente. Trepó a un
árbol para ver su barrio desde lo alto y perdió el equilibrio. Por evitar la
caída, se aferró con los brazos a un poste de alta tensión que había junto al
árbol. Se electrocutó y terminó cayendo al suelo desde una altura de 15 metros.

Fue llevado de inmediato a un hospital
cercano, pero sus brazos habían sufrido un daño irreparable. El médico decidió
amputarle ambos miembros. Víctor, que entonces tenía 12 años, al enterarse de
la noticia, le preguntó al doctor:

—¿Para qué me dejás vivir?

El médico acercó sus manos al mentón de
Víctor, levantando su carita, y le respondió:

—Nene, le tenés que devolver la vida a tu
madre.

Esa frase fue la mejor terapia psicológica para Víctor, quien supo
sobreponerse desde niño a la pérdida de sus brazos. Aprendió en ese momento que
no hay obstáculo que no se pueda sortear, que siempre hay forma de salir
adelante, y que hay que tomar la vida con determinación y coraje.

Diez años después de su accidente, Víctor nos
tenía preparada otra lección, tan grande e importante como la anterior. Nos
enseñaría que para abrazar de verdad no
se necesitan los brazos: se necesita el alma.

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