Donde descubro los mil significados que tiene esta palabra.

Touluse Lautrec: In bed
Un verbo tiene el poder de hilvanar todos los corazones del mundo: la grafía amar —infinitivo primera conjugación— encierra una cascada de mariposas violáceas que revolotean por el vientre, una blanda rosaleda sin espinas, un espectáculo de fuegos fatuos que nacen en boca de otro y florecen en nuestro pecho. El verbo amar comporta un vértigo primitivo; es la más pura expresión del alma. Y, sin embargo, a veces tengo la sensación de que el signo se me escurre entre mis dedos, incapaz de definir con precisión qué significa eso de querer, qué implica, en su totalidad, el ritual ancestral al que llamamos amar:
Si el amor fuera un ala, escribe Cernuda. Lo es, y es esquiva, anómala, radiante; incapaz de cazar con mi red de tinta y grafito. ¿O sí?
El amor no es el estallido, aunque también exactamente lo sea.
Es como una explosión que durase toda la vida.
Que arranca en el rompimiento que es conocerse y que se abre, se abre,
se colorea como una ráfaga repentina que, trasladada en el tiempo,
se alza, se alza y se corona en el transcurrir de la vida,
haciendo que una tarde sea la existencia toda, mejor dicho, que toda la existencia sea como una gran tarde,
como una gran tarde toda del amor, donde toda
la luz se diría repentina, repentina en la vida entera,
hasta colmarse en el fin, hasta cumplirse y coronarse en la altura
y allí dar la luz completa, la que se despliega y traslada
como una gran onda, como una gran luz en que los dos nos reconociéramos.
Desde el día que leí De qué hablamos cuando hablamos de amor, el debate entre aquellos cuatro amigos y su botella de ginebra no abandona mi cabeza: ¿Qué es el amor? ¿Existe una definición admisible en todo contexto, que abarque cada realidad individual, que comporte un consenso universal? ¿O es inútil la ambición de acuñarle definición más allá del sentimiento?
Busco el significado de este amor en cursiva cual peregrino de hálito débil y manos trémulas; en mi alforja, para mi partida, sólo guardo besos y despedidas. Puerta a puerta, recorro un vecindario de almas sensibles mientras mendigo las palabras que a mi llamada socorren: me abre mi amiga Ángela (cantante a tiempo parcial, corazón blandito a tiempo completo), quien dice que el verdadero amor es quien baila contigo aunque no le guste bailar. Que eso es admiración, humildad, escucha, … generosidad y altruismo. Yo pienso en lo afortunada que será la persona que acompañe sus pasos en el gran salón, y recuerdo el pequeño vals vienés de mi Federico: Toma este vals que se muere en mis brazos (…) Toma este vals del te quiero siempre.
Mi madre es la siguiente a quien acudo, con las manos en copa y destellos en las pupilas. Ella me describe este fenómeno como una fantasmagoría inmortal, una fuerza invencible que trasciende el acre tiempo y la cruel distancia. No, la muerte tampoco es antagonista del amor: lo congela, lo arrulla… le concede eternidad. Eaea mi niño, eaea, canta Francisco Umbral a un niño mortal y rosa: su biblioteca afina de acuerdo con ella. Entre nanas de amor y luto, mi madre siente una especial predilección por el poema de W. H. Auden, conocido como aquel que recitan en Cuatro bodas y un funeral. La vemos juntas. Yo no aguanto las lágrimas:
Él era mi norte, mi sur, mi este, y oeste,
mi semana de trabajo y mi descanso dominical,
mi mediodía, mi medianoche, mi habla, mi canto.
Pensé que el amor duraría para siempre. Estaba equivocado.
Las estrellas no son deseadas ahora, apaga todas y cada una.
Recoge la luna y desmantela el sol.
Vuelca el océano y barre los bosques.
Porque ahora nada podría hacer ningún bien
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