El sol se deshacía en tonos anaranjados y púrpura sobre el horizonte, tiñendo el cielo de un fuego suave que parecía arder solo para ellas. El parking del Observatorio de Los Santos estaba casi vacío, solo el eco distante de la ciudad murmuraba abajo, como si el mundo entero se hubiera puesto en pausa.
Nancy se apoyó contra el capó del coche, con una sonrisa ladeada y el cabello agitado por la brisa. Vestía unos shorts ajustados y una camiseta sin mangas que dejaba entrever la curva de su cintura. Dixie se acercó con calma felina, el brillo en sus ojos oscilando entre la ternura y el deseo.
—¿Sabes cuánto tiempo llevo queriendo esto? —susurró Dixie, colocándose entre sus piernas abiertas con una confianza que hizo a Nancy jadear apenas audible.
—Hazlo —fue todo lo que dijo Nancy, tirando suavemente de la cinturilla del pantalón de Dixie para acercarla más.
Los labios de Dixie bajaron por el cuello de Nancy, besándola con hambre contenida, mientras sus manos recorrían su torso con una lentitud que contrastaba con la urgencia de sus cuerpos. La camiseta acabó hecha un nudo en el parabrisas, dejando a Nancy en sujetador, que no duró mucho más. Sus pezones se endurecieron bajo la caricia de la brisa y las caricias más cálidas de Dixie.
Dixie se arrodilló frente a ella, sus manos subiendo por el interior de sus muslos, dejando un rastro de fuego en la piel expuesta. Nancy gimió, inclinando la cabeza hacia atrás mientras el cielo parecía volverse más profundo, más íntimo.
Los dedos de Dixie la encontraron húmeda, lista, y comenzaron a explorarla con una ternura que se volvió rítmica, firme. Nancy se arqueó contra el capó, sus caderas buscando más, exigiendo más.
—Mírame —dijo Dixie, y cuando Nancy la miró, con los ojos cargados de deseo, de entrega, la lengua de Dixie reemplazó sus dedos.
El atardecer siguió tiñendo de rojo el mundo mientras Nancy se deshacía en sus manos y su boca, su cuerpo vibrando contra el metal caliente del coche. Dixie no se detuvo hasta que escuchó su nombre gemido en la cima del clímax, como una promesa entrecortada.
Después, se incorporó, besó sus labios con la humedad compartida y se quedó allí, abrazándola mientras la ciudad encendía sus luces abajo, ajena al incendio que ellas habían dejado en el aire.
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