Caldo de Carvalho

                                     

 En memoria de Manuel Vázquez Montalbán.      

(Nada quedó de abril)                     

   En la playa del Albir junto al mar, con la brisa y el olor a tostadas, lo tiene todo hecho. Mató gente en momentos de barro. Ha vivido con miedo a una vejez sórdida, a la muerte no. Quiso jubilarse con dinero suficiente en la caja de ahorros como para que, llegado el caso, le limpiaran el culo con una sonrisa. Cumplidos muchos más años de los que esperaba, no quiere morir rodeado de comisionistas. Le quedan algunas personas, pocas, y un deseo, no perder la memoria; “La memoria y el deseo, alcahuetas de la ocultación del rostro verdadero de la muerte”. Volver, reordenar el pasado, es su última ocupación. Busca cuentas sin cuadrar antes de pagar la factura de los muertos y apagar la luz. El primer recuerdo de su infancia, en el distrito V de Barcelona, el barrio Chino, es un bulto en el suelo entre la calle Botella y la calle de la Cera:

“—¿Borracho?

—No, muerto.

El cadáver del hijo de los verduleros, a los que a veces apaleaban por vender sin permiso. Se cagaba en Franco a gritos. Había vuelto al Chino al salir del campo de concentración.

—Con cien años no pagarán el mal que han hecho.

—¿Quién?

—Los fachas.”

No olvidará el cuerpo en la calle, ni a los vecinos del barrio asediado. Escuchó al Musclaire cantar por las monedas que tiraban desde los balcones. Vio en los terrados entrenar a Young Serra, el peso mosca que no consiguió comprarle un abrigo de visón a su madre. Conoció a Manolo, Manuel Vázquez Montalbán, el escritor que no llegó a ser primera bailarina del Bolshoi, ni delantero centro del Barça, ni Papa, ni secretario general del partido comunista de la URSS.

El señor Carvalho ha terminado su medio vermú. Le sirven merluza a la plancha con limón. Más tarde, cuando lleguen las señoras y Biscuter, tomarán café juntos y hablarán un buen rato.

 
I

    En un rincón de la galaxia muy, muy cercano, entre el Tibidabo, el mar, el Besós y el Llobregat, raspaba el güiro un profeta muerto y vivo, el rumbero Gato Pérez: “A las tres de la mañana nadie cree ni una palabra”. En el más allá, a las cinco y sin verbena, ni media. Tonia se estira y bosteza con los ojos irritados mientras el Bambi, secretario general del sindicato, aburre a un comité de delegados regionales y a unos pocos militantes. Tonia no presta atención. El Bambi es un millonario disfrazado de anarquista. Eso es todavía un secreto, de momento figura como ferroviario. Llegará el futuro, su muerte con menos de cincuenta años, y todo se sabrá. Tonia deja pasar las últimas cajas de pizzas frías esperando la ocasión más discreta para salir del local lleno de humo y sospechas sin concretar. Su trabajo ha terminado. Sin despedirse gana la calle, el frío, el aire del parque Nelson Mandela. Arranca, sumándose a medio gas al tráfico escaso y atraviesa hacia el sur, en paralelo a la playa, una madrugada con olor a mar, anís y petróleo.

La helada afecta más a quienes no tienen techo. Hay personas durmiendo debajo del puente de la autovía, entre cartones y carritos de mano. Tonia pasa zumbando con el ciclomotor prestado de Malik. Va a la Barceloneta a cuatro grados bajo cero, un martes de abril. Un abril distinto a “cuando había alegría y rastro de mejillones en la escollera” en los poemas de Manuel Vázquez Montalbán. Tonia quiere estar en casa antes de que llegue su madre, Nana, después de cocinar toda la noche para la subcontrata del hospital. Irán juntas al aeropuerto, llegan de Grecia los abuelos. Ahora la familia se puede permitir, de vez en cuando, unos billetes de avión.

La noche salió desagradable. Los del sindicato la liaron para traducir al francés y al inglés, como si alguien fuera a leerlo, un comunicado lleno de nada y urgencia. No pudo negarse. Se lo había pedido Malik y le debía muchos favores, la mayoría confesables. A Malik le cuesta admitir que el Bambi sea un impostor, no le cabe en la cabeza. Tonia no insiste en convencerlo, no tiene pruebas. Que la mujer del Bambi sea directora ejecutiva de una multinacional le parece un indicio. Para los informados del sindicato es normal. Malik se afilió al firmar su primer contrato en un bar de San Roque, dos años después de llegar desde Marruecos. Escuchó, lo que mejor sabe hacer, historias y leyendas, a los Chunguitos y al Camarón. Leyó pintadas en los bloques de cemento aluminoso construidos en el siglo pasado, la mayoría ya derribados, para alojar a gitanos y emigrantes.

Si en vez de hacer caso a Malik hubiera cogido un taxi para volver a casa, no estaría congelada con los labios morados bajo el burlón mirar de las estrellas. Tiene frío hasta en el cerebro y un enfado importante. Trabajar gratis además de cansar, cría mala hostia. Cambia de humor al doblar la esquina de su calle, en unas horas verá a los abuelos. Traerán besos, achuchones y bolsas con regalos; libros, blusas cortadas y cosidas por la tía Eleni, alguna botellita de ouzo.

El suelo húmedo refleja la luz de las farolas fijadas en las viejas fachadas de la calle de la Sal. Tonia oye el eco de sus pasos, reconoce el aroma de la basura recién recogida. No ha empezado a clarear. Cincuenta metros más allá, justo delante de su portal, hay algo, un bulto. Tarda unos segundos en reaccionar, acelera. Unos gemidos roncos la alarman, corre. En el suelo convulsiona una mujer mayor. Con los nervios disparatados se agacha a su lado. Horror. No hay sangre. No sabe qué hacer. Recuerda los temblores de una compañera epiléptica en el patio de la escuela con espuma en la boca y los ojos en blanco. Un sonido gutural y los espasmos le provocan escalofríos, no se atreve a tocarla. Al incorporarse para sacar el teléfono y llamar a alguien, sin saber a quién, ¿qué número es el de emergencias?, ve un chico pegado a la pared de enfrente. No puede moverse, ni pensar, ni gritar. El chaval se dirige a ella con voz calmada.

—He llamado a la policía. La vi poco antes de que llegaras tú.

No tiene ninguna razón para creer nada. Piensa en una ambulancia como algo más útil. Sostienen las miradas separados por unos pocos metros. A sus pies la mujer tiembla a medio vestir. Rota, no parece ser consciente. Al fondo de la calle asoma un coche patrulla y el desconocido levanta la mano. Tonia entra en el portal, espera a que llegue la policía. El chico da explicaciones. Sube al piso. Su madre está a punto de llegar. Prepara el desayuno. Zumo, galletas, café. Se le cae un vaso, explota contra el suelo. Su padre, Aldo, duerme. Entra a trabajar a las ocho. No piensa despertarlo si no lo ha hecho el estallido del cristal en la cocina. De la calle llega el rumor del puerto, el tráfico, los primeros camiones de reparto, alguna persiana. Recoge el estropicio, se sienta frente a la tele apagada. Suena la cerradura de la puerta. Nana aparece pálida y cansada, abrazada a sí misma, sacudiéndose el relente. Se quita el plumas y se derrumba en el sofá, a su lado. Tardaron en hablar. La mujer murió antes de que llegara la ambulancia. Había caído desde el cuarto.

Tonia Calógero Makris nació en el barrio turco del sector estadounidense de Berlín occidental, a tiro de piedra del check point Charlie, en 1984, año de rumores esparcidos por la policía federal sobre la construcción de un nuevo tramo del muro, frente a la puerta de Brandemburgo. Hija de emigrantes a la búsqueda de alquileres asequibles, se crió en patios interiores rodeados de edificios con mujeres de cabeza cubierta, buscavidas, okupas y fugitivos. Su recuerdo más lejano es el bloqueo total del barrio por la visita a la ciudad de Ronald Reagan. Terminó la secundaria al sur de Aviñón, Francia, en un instituto público de horizonte mediterráneo y atardeceres rojos. Guarda en lo más azul de su memoria esos años de la Camarga, las vacaciones chapoteando, rodeada de flamencos y somormujos, en los humedales del Ródano. Allí, en La Provenza, instalaron sus padres un negocio para invertir lo ahorrado en las fábricas alemanas, un bistró a la orilla de una carretera en desuso: Le Passage. La familia aguantó cuatro cortos veranos antes de otra huida hacia el sur. En la Universidad de Barcelona estudió filología inglesa.

Tonia cocina poco. Con una profesional de los menús y un hijo de charcutero en casa, sus preocupaciones no son gastronómicas. Prepara la merienda a los abuelos, sentados en la camilla junto al ventanal. Corta cebolla, chile verde y tomate, en trocitos. Muele en el mortero un aguacate maduro, añade limón, cilantro, sal y la picada. Sirve tostadas con guacamole, huevos fritos con pimentón y café de puchero.

Camarón: “De los buenos manantiales se forman los buenos ríos, abuelos, padres y tíos”. La abuela Penélope pasó mucha hambre y le tocó comer de todo. Alaba lo que hace su nieta con la desmesura habitual de las mujeres mediterráneas. No la hay como su Tonia.

Penélope nació en los años treinta después del “Gran Desastre”. Las refugiadas que vivieron en los suburbios de las ciudades griegas conocieron cárceles, persecuciones, adicciones, delincuencia, prostitución y miseria. Su música se llamó rebétiko y dolía. La cantaban a coro con buzukis, violines, acordeones o guitarras, cachimbas de hachís, opio y vino barato, en las tabernas y los cafés de peor condición. Antes de que la dictadura militar instaurara la censura, contaba la crónica sentimental de dos millones de personas expulsadas de Turquía.

La abuela nunca fue lectora, ni teórica. La acción es su fuerte. Condenada a trabajos forzados desde que tiene memoria, su tiempo pasó en el trajín de lavar, fregar, planchar, cuidar parientes, criar hijas, cocinar, acarrear, hacer cuentas con límites y derivadas, calcular probabilidades, ahorrar, detectar enfermedades, coser y hacer camas, matar liendres, enjaretar parches, desplumar pollos, desnucar conejos, pedir favores. Encontró tiempo para tararear las canciones de su juventud, mimar flores y nietas, participar en encuentros vecinales a gritos desde la ventana, preparar fiestas familiares o del barrio, mantener conversaciones teológicas con amigas, discusiones sobre cine y televisión en los puestos del mercado. Intuye la importancia de la oralidad en la transmisión de historias y saberes perseguidos. Rondan a su alrededor demonios familiares, odios, heridas abiertas, supersticiones y defectos ambientales contagiosos.

El abuelo Aris no soporta a los militares en concreto, ni a los mandones en general. En su mundo no hay gritos, su vida es en voz baja. Ya soportó bastantes broncas y conflictos profesionales con los amigos de la mano dura. Maestro, hijo de campesinos analfabetos, insistió siempre desde que Tonia era una niña, en llevarla a bibliotecas, cines, librerías y otros lugares silenciosos. Insistía en que los libros son mágicos, las películas milagros y las bibliotecas la memoria de la humanidad. Desde que se jubiló madruga, pasea, busca el sol, lee el periódico y se toma un café siempre en el mismo sitio. Sabe de pájaros, de setas y de autores clásicos. En las noches de verano iba con Tonia al cine al aire libre. Sus películas favoritas eran musicales y comedias. Daba una cabezada, abría un ojo, reía un gag o aprobaba una coreografía y volvía a roncar. Al abuelo le asombran su nieta y su merienda. Por Tonia iría en chanclas a la guerra de Troya.

La mujer muerta acababa de llegar a Barcelona. Vivía en el cuarto piso, ningún vecino la conocía. Tonia supo su nombre mirando el buzón, Mari Luz. Nadie preguntó por ella, nadie se ocupó de la parte burocrática de la muerte. Una empresa especializada en alojamientos turísticos compró el piso a la semana siguiente.

  Manuel Vázquez Montalbán murió en 2003 en el aeropuerto de Bangkok. Tenía sesenta y cuatro años. Era Octubre. Miente la historia, miente la vida. 

                        
“EL CARTERO HA TRAÍDO EL BANGKOK POST…

                                                     aunque he pedido mi carta

                                              no estaba

                             o no me la han dado los compasivos

                         con el extranjero que espera vida o muerte

                                                     ignorado en un rincón de Asia”

Carmen Balcells, una de las más importantes agentes literarias del mundo, no hizo a Tonia fija en su empresa por ser la joven extravagante que provocó su irritación cuando llegó tarde al Hotel Casa Fuster, despistada y en bicicleta, para tocar el violín en la presentación de un libro sobre la Bohemia de Kafka. La contrató después por razones más prácticas; habla idiomas. El texto que las unió, escrito por una autora desconocida y citado de refilón por un crítico de la revista Deskontrakultur, llamó la atención a los lectores de la agencia.

Junto a la escritora acudieron al acto promocional su desdeñoso padre, del que no logró separarse ni un momento, el cónsul honorario checo, y el alcalde liberal de Praga, estafado en su ciudad por tres taxistas cuando intentaba demostrar disfrazado de turista, que las denuncias de malas prácticas en el sector eran falsas. No faltaron los habituales de la industria cultural.

Un antiguo profesor de Tonia del que tenía derecho al olvido, el cura Don Epifanio, sentado al piano de cola como si le repugnara pensar en alguien que hubiera puesto antes sus manos sobre las teclas, había escogido para el evento algunos fragmentos de Dvorak. El compositor nació en un pueblo de Bohemia en tiempos de Metternich, el canciller del imperio austríaco atropellado por la revolución de 1848, la primavera de los pueblos, con su abril correspondiente. Dimitió veinte días después de la publicación en Londres del manifiesto del partido comunista firmado por Karl Marx y Friedrich Engels. En el número once de la calle Botella de Barcelona construyeron ese mismo año la casa en la que nacería, casi un siglo después, Manuel Vázquez Montalbán.

Dvorak murió en Praga en 1904. El músico había sido pues, bohemio y contemporáneo de Kafka. Eso le pareció al cura motivo suficiente para su elección. Mozart, más de su gusto, había escrito una sinfonía en Praga. La desechó al mirarse en el espejo, engominarse el pelo y colocarse el alzacuello, era una obra más adecuada para ilustrar el sacro imperio romano germánico.

Como solista había elegido a una criatura de trece años, sobresaliente en virtuosismo, tumbado a última hora por un catarro. Tonia, avisada de mala gana, necesitaba el dinero. Pasó un mal rato con el profesor clavando en ella una mirada lateral.

Ajena a las primaveras de la memoria, de los pueblos y de Praga, intentó convocar al espectro de Kafka con el arco a punto de frotar las cuerdas. Al segundo compás recordó que para tocar cualquier pieza es conveniente satisfacer primero las necesidades fisiológicas más elementales.

La ejecución salió atropellada. Tuvo varias pifias, los dedos tensos parecían de otra. Tocó con los labios apretados y las rodillas juntas, presionando obstinadamente los muslos mientras sentía presión en el suelo pélvico. Con las primeras semicorcheas pensó que iba a estallar. Al llegar a las fusas levitó. No aterrizó hasta pasados quince minutos luz, relativamente eternos. Al terminar salió disparada entre aplausos indulgentes.

Don Epifanio relacionó las contorsiones con drogas o posesiones diabólicas. Al recoger la partitura se vio reflejado en la madera blanca del piano. Unas gotas de sudor habían dejado un rastro de tinte oscuro desde las sienes hasta el mentón. Tenía canas. Al cura le sacan de quicio las verdades objetivas. Huyó sin hablar con nadie, maldiciendo entre bufidos a Tonia, a Kafka, a Dvorak, a Praga y a Bohemia.

Relajada después de ir al servicio, Tonia volvió al escenario. Mientras guardaba el instrumento con parsimonia escrutó a la concurrencia. Quería cobrar lo prometido y desaparecer. Supuso que la robusta mujer de pelo blanco, gafas con cordones sobre la frente y un largo vestido amarillo pálido, a la que había visto antes pendiente del reloj supervisando los preparativos, era la autoridad competente. Buscó un hueco entre los invitados y se dirigió a ella tratándola con lo que a Carmen Balcells le pareció indiferencia, algo a lo que no estaba acostumbrada. La anfitriona se escabulló aliviada del cónsul y del alcalde con una frase de cortesía y la acercó al bufet. Al segundo vaso de sidra en copa de cristal soplado, la violinista dejó los monosílabos y las frases escuetas para contestar, sin entrar en detalles, a un interrogatorio guiado por el olfato empresarial. Cobró.

La agente literaria más defendida por casi todos sus autores, a los que hizo ganar mucho más dinero del que conseguían bajo el “régimen de producción esclavista de las editoriales”, la más importante de la lengua castellana, ascendida por Manuel Vázquez Montalbán a “009 superagente con licencia para matar”, estaba interesada en el útil resultado de su corta biografía, deducida del cuestionario con el que la evaluó. Antes de contratarla encargó a su vidente italiana una carta astral para conocer el grado de compatibilidad.

Tonia Calógero es ideal para el trabajo de traductora en reuniones con editores, agentes literarios, piratas del copyright o cualquier empresario dispuesto a invertir en el negocio editorial. No parece impresionable y tiene la sangre joven que Balcells busca incorporar a la agencia antes de su retirada, anunciada a la prensa al recibir la medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes.

Dos años después de aquel primer encuentro, recién cumplidos los veintidós, Tonia ganaba en la agencia más que sus padres. Su atención se centró en la existencia festiva, el valor del tiempo, las tardes con la Nuri, las ocasionales salidas nocturnas con Malik y sus amigos, las musarañas y los poetas, malditos o benditos.

Tonia toca el violín después de días cumpliendo luto por Mari Luz. Es un viejo instrumento regalo de la abuela, que sonó en las tabernas del exilio, pasó por manos de amargura y acompañó penas en casas sin luz ni agua. El primer baile de Tonia, antes de saber hablar, fue en una fiesta con gente desplazada, sin calle ni barrio. Un hombre borracho que escupía al suelo tocaba el mismo violín, la abuela cantaba, sonaban panderetas. Su madre, Nana, también se crió con esa música que se le mete en el alma. Ahora rezonga al fondo del pasillo por el calor de un verano desatado. Limpia las estanterías con un plumero empapada en sudor. Se extraña por el corte en un pasaje fácil. Ha parado Tonia al sentir la vibración del móvil justo en el estudio que mejor le suena. Tira el teléfono por la ventana del patio, es el segundo en menos de un año. Sabe quién llama y qué quiere. Siempre hace lo mismo el plasta de Moré, asegurarse de que no ha olvidado una reunión importante. Tiene tiempo de ducharse con Rubén Blades, elegir ropa y maquillarse bailando. Compra en la esquina el móvil más barato del mercado augurándole una corta esperanza de vida. Una hora después espera a los famosos escritores Andrea Camilleri y Petros Márkaris, a los que no ha leído todavía, sentada en una mesa con vistas al mar. Malik trabaja allí. Después de algunas chuflas, le pide un batido y unos pistachos.

Mari Luz llegó huyendo a Saipán, la capital de las islas Marianas. La persecución empezó pronto, veinte años antes, cuando era un enlace para facilitar el cruce de la muga a los clandestinos. No sabe quién la delató. Una noche tuvo que salir por la ventana de su casa en Zugarramurdi con pasaporte falso y la pistola cargada. Cruzó a Francia por Dancharinea y se perdió. No se volvió a encontrar. Meses después Marieta la reclutó en Tolouse para matar a Franco. No salió bien, una constante. Los atracos salieron peor.

II 

El octavo día de la semana
     
                        
    El comisario Kostas Jaritos suda intentando arrancar el supermirafiori semi-nuevo que debería llevarlo al aeropuerto. Petros Márkaris, el escritor que inventó su nombre, apellido y circunstancia, observa su agobio desde un café. Calcula la ruta más práctica sin perder de vista la coyuntura; Julio, viernes, hora punta, Atenas. Márkaris decide que Jaritos, su personaje más célebre, coja un taxi, la única posibilidad de llegar a tiempo para coger el vuelo a Barcelona. El escritor, sin perder el distanciamiento, viajará algunos asientos más atrás en el mismo avión.

El comisario Jaritos estuvo a punto de llegar a la lucha grecorromana con Adrianí, su mujer, empeñada en acompañarlo al viaje oficial que retrasaba las vacaciones. La promesa de ir a Patmos se desvanecía. Patmos, la isla donde empieza el apocalipsis en el nuevo testamento y donde San Juan Evangelista se la meneaba en una gruta, en un verso del Montalbán más culterano, “El viajero que huye”, es la misma a la que Pepe Carvalho “no debería haber vuelto” después de la luna de miel con Muriel, su exmujer.

Barcelona atraía a Adrianí. Viajar, escapar de Atenas en verano. Las inopinadas llamadas de un ministro al que conocía por los informativos y de Salvo Montalbano, el comisario siciliano protagonista de una serie que no se perdía, habían cambiado algunos hábitos de Kostas. Consultaba menos los diccionarios, pasaba las tardes pensativo y comía distraído por mucho que ella se esmerara en la cocina.

La despedida no fue agria. Petros Márkaris prefirió no hurgar en la herida de sus personajes, acostumbrados a discutir, y tras vestir al comisario imaginario con el traje de su padre real, inventó para la ocasión un cruce de miradas equivalente a un alto el fuego. La última frase que escribió para Jaritos dejaba abierta la comunicación.

—El apocalipsis puede esperar. Patmos seguirá ahí la semana que viene.

Salvo Montalbano llegó a Barcelona procedente de Palermo con una novela en el bolsillo y una dirección en un papel. Tiene tiempo libre hasta la cita en la Barceloneta y Andrea Camilleri, el novelista que le dio alma, corazón y vida, deja pasar las horas a su comisario callejeando por los rescoldos del barrio chino, reconvertido desde los noventa en un Raval olímpico, más rápido, más alto y más fuerte. Montalbano recorre el carrer d’en Botella despacio, como un turista jubilado sin billete de vuelta. Manuel Vázquez Montalbán nació en 1939. El comisario busca los fogonazos de la historia, el posdespués. Muy cerca se crió una nena testigo de las hostias de su padre a su madre. Ha recibido la medalla de oro a las bellas artes y se autodiagnostica misantropía aguda intermitente. María Dolores Torres Manzanera, Maruja Torres.

Las carcajadas de Maruja, el martini seco y el sol pacífico, alegraron la madrugada a Mariluz y sacaron a Marieta del sopor. El mundo intentaba amanecer en Saipán. La camarera mezclaba el inglés con el chamorro y el vermú con la ginebra. Llevaban años sin verse y la convocatoria, por las formas y el misterio, solo podía venir del único hilo que las unía, Carvalho el cínico, Carvalho el egoista, el cabrón de Carvalho. Se equivocaron. El empresario que había organizado el encuentro, corría con los gastos y se acercaba a ellas en bañador con una toalla en la mano, dijo llamarse Josep Plegamans Betriu. Las tres lo reconocieron, no había cambiado mucho. Biscuter. La oferta era irrechazable.

Kostas Jaritos cogió el vuelo de milagro sintiéndose imbécil por haber confiado en el supermirafiori y desconfiado del taxista, un pontio que le contó los sucesos macabros de la semana. Condujo bien, llegó antes del tiempo previsto y eligió las mejores alternativas. El comisario dejó propina. El presupuesto incluía billete de avión, dos noches en el hotel Sallés y un coche de alquiler que podía recoger en el aeropuerto. Intentó interpretar el alfabeto latino y seguir las señales. Acabó perdido en medio de un polígono alrededor de un almacén abandonado. La cuarta vez que vio la misma fachada aparcó enfurruñado junto a una destartalada parada de autobús y esperó anotando referencias para recuperar el coche.

Salvo Montalbano hojea la novela de Maruja sentado en un banco de las calles que la vieron crecer. Al huir de lo que otros querían que fuera se convirtió en una mujer en guerra. Una devoradora de libros mientras caminaba hacia el trabajo regateando peatones. Una reportera interesada en hacer comprensible al público la tramoya de conflictos, golpes de estado, asesinatos, destrucciones, traiciones, invasiones, élites; eso que pasa mientras vivimos. Una valiosa brújula en el barrio que pisa el comisario de Vigata.

El calor pegajoso había perseguido desde Atenas a Kostas Jaritos. Por la cartelería y los gráficos de los vehículos, supuso que estaba en un lugar llamado Cornellá. Después de cuarenta minutos de espera entre contenedores, gatos peleones y furgonetas, subió al autobús con la maleta en la mano. Señaló hacía donde calculaba que debería estar la ciudad de los prodigios. Probó una palabra recordada del precario latín del instituto:

—Centrum… ¿Centrum?

El conductor puso su mejor voluntad para ayudar al único usuario que subía en aquella parada inhóspita y contestó con otra pregunta.

—¿Centrum?..Ah, rumano ¿Centrum comercial? ¿Caprabo? ¿Eroski? ¿Carrefour?

—Barcelona, centrum Barcelona, Barceloneta.

—Barcelona… Hombre, centrum, centrum, no, pero más cerca sí le llevo.

Un exjoven rizoso en chándal, cargado de cadenas doradas y con auriculares, era el único pasajero. Jaritos lo había visto pasar por delante en un coche destartalado, diez minutos antes. Observó cómo el autobús recuperaba la autovía que él había abandonado y seguía una corriente de coches fluida. Al avanzar empezó a intuir, detrás del reguero de edificios, la silueta de una ciudad. El conductor se dirigió a él en una parada señalando una hilera de taxis.

—Míster, aquí Hospitalet, taxi, centrum, Barcelona, Barceloneta. Metro, a la vuelta, derecha, right. Autobús, veinte minutos, esperar, Bus.

Jaritos captó el mensaje, o una parte al menos, gruñó aliviado y se bajó junto al deportista. El olímpico se acercó moviendo las manos como si tradujeran sus palabras. Intentaba comunicarse.

—Jefe, taxi a medias, yo también voy al centro.

El comisario entendió, o eso creía, la idea. Negó con la cabeza y le pasó al taxista la dirección del hotel. Podría ponerse bajo un chorro de agua fría antes de acudir a la comida con los de la agencia y conocer en persona al comisario Montalbano. Recordó a Adrianí distante e indiferente, recogiendo las tazas del desayuno mientras amanecía y la ciudad volvía a atascarse. Si le hubiera acompañado ya estarían en el hotel. Detrás dejó al rizos parado en la acera. Hablaba por el móvil.

—El poli griego acaba de coger un taxi en Hospitalet, comisario. Va a la Barceloneta. ¿Le sigo?

El taxi enfiló la misma autovía que había recorrido con el autobús. En dirección contraria. El sudor de Jaritos se congeló. Cuando paró estaba en la puerta de su hotel, al lado del aeropuerto. No se lo contará a Adrianí. Márkaris lo vio llegar.

Tonia cierra el periódico cuando llega Moré, abogado de la agencia, con su habitual complacencia sonriente, bigotón antifranquista de los setenta, zapatos casi italianos, casi limpios, camisa abierta de colores chillones, gafas de sol y una chaqueta blanca arrugada. Saluda efusivamente con una broma recurrente y el gracejo de un entierro invernal.

Malik se acerca a la mesa y guiña a Tonia. Sabe que el señor, como acostumbra, pedirá coñac. Moré hace como si pensara y pide lo de siempre.

—Tonita, qué bien vives. Te he llamado tres veces. Podrías contestar.

—Perdona. Mis padres acaban de morir en la estación de esquí de Saint Moritz. Estaba haciendo los papeles para repatriar los cadáveres.

El restaurante decorado con motivos marineros huele a desinfectante de limón. Un chiringo caro, sin llegar al dolor, con fama de no estropear el pescado. Malik vuelve a la mesa después de una señal de Moré para que rellene la copa.

Petros Márkaris y Andrea Camilleri llegan por separado, se saludan con alegría, piden vino. Comprueba la interprete que se apañan en inglés. Llama a sus padres para preguntarles por la traducción de rodaballo, cabracho y espardeñas, las recomendaciones de Malik. No tienen ni idea. Moré se pone serio para dar explicaciones:

—La agencia ha decidido buscar a Pepe Carvalho. La señora Balcells quería a Montalbán más allá de lo profesional, cuando murió la vi llorar. Compartían recuerdos, recetas y versos de poetas desconocidos, por lo menos para mí. Montalbán le contó a Carmen que Carvalho era vecino suyo en Vallvidrera, le contaba historias. Ella lo creyó. Ahora quiere encontrarlo a toda costa. Ustedes son escritores, conocen las aventuras de Carvalho, los trucos del oficio. Puede que también tengan modelos reales.

Camilleri interrumpe la disertación para alabar las espardeñas y añadir un comentario.

—Suena a broma de Manolo. Nunca me habló de nada parecido. Es poco probable. Los personajes pueden estar inspirados en personas reales pero lo normal es que sean instrumentos del escritor para decir lo que quiere. Salvo Montalbano no es mi vecino, es una invención, y dudo que Kostas Jaritos lo sea de Petros.

Márkaris niega dubitativo, ha utilizado detalles de su padre para atribuírselos a Kostas Jaritos. Camilleri continúa:

—Los personajes parecen reales, es lógico, la verosimilitud es importante en la novela. Si están bien construidos parece que vuelan solos y tienen su propio criterio. Algunos hasta buscan autor.

Márkaris sonríe con los ojos entreabiertos. Moré bizquea.

—Lo que sé de literatura es por la prensa deportiva, no soy escritor, ni lector. Mi tarea es rogarles que contacten con sus colegas, los que conocieron a Montalbán. Si le contó a Carmen Balcells esa historia alguien más de la profesión debería saber algo. Queremos que sus comisarios investiguen o como lo quieran llamar, el rastro que dejó Carvalho al pasar por sus países en el año 2003.

Camilleri sonríe sorprendido, se atraganta. Márkaris no conoció a Montalbán ni cree que el abogado esté hablando en serio. Cuando el siciliano recupera el aliento da una palmadita en el hombro al abogado.

—Lo que usted diga, no se preocupe. Llamaremos a Lecarré para que pregunte a sus personajes. Si Smiley del MI6 o Karla del KGB no saben donde está Carvalho, no hay nada que hacer.

—No se tome la molestia, el señor Lecarré no quiere hablar con nadie. En el MI6 no cogen el teléfono y el KGB desapareció en 1991.

Tonia intuye que el observador transforma lo observado. Los tres hombres mayores con los que comparte mesa actúan en parte para ella haciendo como que no está. Aunque el inglés de Moré es bastante apache su intervención como interprete no es necesaria. Tiene la mente en los barcos del horizonte, en los fresones para llevar a la Nuri, en las fiestas de Gracia. Tonia cree que Moré no es malo del todo. Por su constancia con el coñac y el color grisáceo de la piel, le adjudica un hígado problemático. Moré insiste en la propuesta.

—Ustedes eran amigos de Montalbán y Carvalho anda por ahí. Carmen Balcells quiere un libro del detective. Sospecha que tiene información confidencial sobre personas y familias muy importantes, entre otras la de Pujol.

Márkaris se queda en blanco. Camilleri se encoge de hombros.

—¿Quién es Pujol?

Montalbano se cruza en el Raval global con peatones de todas las procedencias. El barrio chino de Maruja y Montalbán había sido la reserva del subproletariado inmigrante y catalán. Ahora habla mil lenguas. En la plaza Terenci Moix el comisario detecta cemento crudo, menudeo y algún descuidero. Identifica a varios policías de paisano que no se deciden a pedirle la documentación. Uno de ellos, el más pícnico, tropieza con un vendedor al girarse bruscamente y vuelve a tropezar al corregir el rumbo, con una niña que iba en bicicleta. Un Catarella ibérico.

El comisario deambula distraído de plaza en plaza. Llega a la Salvador Seguí. Paseantes, críos, ancianos, mujeres, hombres, todo lo contrario, árboles, terrazas. Montalbano no sabe quien fue el Noi del Sucre, Salvador Seguí, secretario general de la CNT, “memorizado y memorizable”, asesinado en 1923. A quien sí conoce, y también tendrá plaza cuando terminen las obras, saliendo ya a la rambla, es a Manuel Vázquez Montalbán, el narrador de las andanzas del improbable detective Pepe Carvalho, motivo de su extraño viaje. Salvo Montalbano siguió el paseo con lógica siciliana: El Raval es el mundo, el mundo es el Raval.

Carvalho creció en el Raval. La clandestinidad en el partido comunista y en la CIA borró su pasado. Pujol adornó el suyo. Pasaron por la cárcel y se graduaron en antifranquismo, punto de cruce entre el nacionalismo periférico y la militancia comunista. Los comisarios tuvieron sus fichas.

  
 III

 Movimientos sin éxito     

 

   Estaba escrito que Andrea Camilleri y Petros Márkaris no se cruzarían con sus comisarios al salir del restaurante. Se sentaron en una terraza frente al mar para comentar la propuesta de la agencia debajo de una sombrilla. Café y licor, la pipa del griego, los cigarrillos del italiano, risas. Recuerdos de Manolo. Sus poetas favoritos. Márkaris le achaca debilidad por Pavese, Camilleri por Kavafis. Machado, Cernuda, Gil de Biedma, Eliot. Brindaron y miraron pasar las garotas de la Barceloneta caminho do mar.

Sus personajes, Jaritos y Montalbano, acababan de conocerse en el restaurante. Tonia y Moré, ya con hambre, asistieron a la repetición de la ceremonia. Presentación, carta, elección de platos. Los comisarios no encontraron un idioma común y la traductora tuvo que esforzarse. Jaritos pidió arroz con calamares y sobrasada. Montalbano dudó. Hizo a Malik preguntas de tercer grado y se decidió por un suquet de rape y gambas. Moré eligió el plato más caro y blanco del Penedés. Pagaba la agencia, le podía costar una bronca. No parecía intimidado. Tonia se apuntó a unas berenjenas con miel.

—¿Quién es Pujol?

A petición de Moré, ocupado con el besugo y las angulas, contestó la traductora. Datos básicos: Barcelonés, hijo de banquero. Estudios de medicina. Cumplió dos años y medio de cárcel durante el franquismo por escribir panfletos. Fundador de Convergencia Democrática de Catalunya. President de la Generalitat de Catalunya entre 1980 y 2003. Tonia añadió algo de su cosecha. Recién contratada por la agencia había asistido a un acto de Maruja Torres. Presentaba una novela “sobre la búsqueda de la madurez y contra el olvido”. Hablaron, se entendieron, compartieron una copa. Citó de memoria una de sus respuestas, en griego y en italiano.

—»Viví Barcelona los años en que existía una cosa que estaba muy bien: éramos catalanistas, de izquierdas, anticensura, libertarios y todo lo cosmopolitas que podíamos. Cuando ganó Pujol eso se fue al carajo».

Salvo Montalbano prefiere comer solo para no distraerse de lo importante, los sabores. Sabor y saber, la misma etimología. Eso no le impidió dirigirse a Tonia. Para empezar a hablar se interesó por el tatuaje que asomaba bajo la manga de la traductora en la parte interior del brazo.

—Si vas a cometer un crimen tapa eso, podríamos identificarte fácilmente.

—Es de cuando estuve presa en Sing-Sing. Para matar me pongo el chándal.

Kostas Jaritos, más circunspecto, enternecido, también estudiaba a Tonia. Encontró cierto parecido con su hija Katerina. Calculó que era algo más joven, menos idealista y con una actitud muy parecida ante las berenjenas.

Un hombre grueso de andares torpones, pasados los sesenta, con gafas ahumadas y visera, se acercó a la mesa. Llevaba un whisky en la mano y una carpeta en el sobaco, palabra que los censores encontraron inapropiada en un poema de Montalbán y recomendaron sustituir por axila.

—Que aproveche, señores. Encantado de conocerles.

Tonia no devolvió el saludo, no es un señor. Jaritos y Montalbano miraron al caballero y le hicieron una ficha rápida para sus archivos mentales. Moré con la boca llena, tragó el bocado y se limpió el bigote antes de hablar.

—Joder, tres comisarios. ¿Qué haces aquí, Salmorejo?

—Una casualidad abogado. Pero continúa, no te cortes, no quiero molestar. Puedo ayudaros. He oído que buscas a Carvalho, nosotros también. Queremos darle una medalla, agradecerle los servicios prestados y tal.

—¿Quienes sois vosotros? ¿Los visigodos? ¿El comando alioli? ¿La sexta flota?

Tonia tradujo hasta llegar al alioli y se enredó con la explicación. Aunque es ajo y aceite, hay quien pone huevo. Montalbano se mostró interesado. Jaritos interpretó que hablaban de mayonesa. Salmorejo se sentó sin que nadie se lo pidiera.

Moré carraspeó, pegó un trago, miró cruzado a Salmorejo y retomó el discurso, no iba a desvelar ningún secreto. La agencia había conseguido incluir a Carvalho en la lista de desaparecidos buscados por la Interpol. Tardaron meses en localizar a su hija en Los Ángeles. Convencerla de que activara la denuncia fue trabajoso, no quería saber nada. Para ella su padre siempre había sido un desaparecido, una ausencia. Tenía tres años la última vez que lo vio. Ni recuerdos, ni fotografías, ni odio. Indiferencia, desinterés. Accedió a colaborar porque todo el papeleo estaba hecho y no lo buscaban por ningún delito. Solo tenía que firmar.

Carvalho recorrió el mundo para inaugurar el milenio, despedirse de los grandes viajes y gastarse los escasos ahorros que no iban a mejorar su vejez. Huyó hacia el este con Josep Plegamans Betriu, Biscuter. Hizo escalas en Italia, Grecia, Egipto, Turquía, Afganistán y muchos países más, antes de volver a Barcelona y acabar en la cárcel por el asesinato de un viejo cliente, el sociólogo sexual Jordi Anfruns. Luego se evaporó.

—Ustedes podrían ayudar con la búsqueda de información en sus países. El ministro de exteriores ha hecho gestiones, Carvalho es ciudadano español y su desaparición podría no ser voluntaria. Los escritores Petros Márkaris y Andrea Camilleri se han comprometido a colaborar. Para el gobierno de la Generalitat también es asunto de estado.

Interviene Salmorejo. Tonia no traduce.

—Bueno, estado, estado…Eso es un decir, un purparlé. Estado solo hay uno y está interesado en encontrar a Carvalho porque puede que tenga material valioso para el centro nacional de inteligencia y tal. No creo, Carvalho no es nadie. Yo soy un subordinado, Moré, si me piden un servicio cumplo. Asuntos de estado, ya sabes, con la madre y la patria con razón o sin ella.

—Los dos gobiernos son estado. No me interrumpas, estamos en una reunión privada y nadie te ha invitado. ¿Dónde estaba?… Ah sí, La administración tiene unos cauces, la literatura otros…

Salmorejo soltó una risa.

—No jodas Moré, ahora sabes de literatura y tal y cual. Pide otra copa y nos das una conferencia. ¿Cuantas llevas?

—No has pedido permiso para grabar. ¿Quieres dedicar alguna canción a nuestros oyentes? Un, dos, tres, probando. En el número uno de nuestra lista “Mi jaca”.

Moré rompió a cantar afinando sorprendentemente bien, a un volumen molesto incluso para los clientes del piso superior. Tonia dudó entre hacer un coro o pedir excusas. Se abstuvo, ni se sabía la letra de aquella canción de sentimentalidad agraria ni tenía por qué hacerse responsable de los disparates de Moré. Los comisarios extranjeros sonreían sorprendidos. El autóctono se levantó, dirigió a Moré un gesto ofensivo con el dedo y se marchó limpiándose el sudor con un pañuelo.

En la transcripción de la conversación grabada a los cuatro días de que el gobierno publicara la reforma del estatuto de Cataluña, Salmorejo parece más interesado en Pujol que en Carvalho. Una semana más tarde la oposición recurrió al tribunal constitucional el estatuto aprobado por las urnas en Cataluña y por las cortes en Madrid. Empezó un proceso kafkiano.

Jaritos y Montalbano indulgentes con Moré, molestos por la irrupción inesperada y las formas de Salmorejo, decidieron dar por terminada la reunión. El abogado balbuceó con voz pastosa proponiendo un nuevo encuentro. Tonia se despidió de Moré con un cabeceo y de los comisarios con dos besos. Antes de irse pasó por la barra.

—¿A qué hora sales, Malik?

El camarero se giró al escuchar la voz.

—A la una. He quedado en San Roque. ¿Vienes?

—Sí, pero no me quedo hasta tarde, mañana madrugo.

—¿Y eso?

—Cosas mías, ya te contaré. Ciao.

Según el informe entregado a Carmen Balcells por un periodista que confirmó el olor a perfume japonés de la agente 009, una firma de abogados suiza sacó de la cárcel a Carvalho. Enterraron al juez en demandas y alegaciones, el sumario desapareció. En el otoño de 2004 un coche blanco con matrícula de Andorra, recogió a Carvalho en la puerta de la cárcel. Nadie, que se sepa, ha vuelto a saber de él, ni el recién nombrado ministro del interior, Rubalcaba, adicto a las novelas policíacas, ni los copríncipes andorranos, el obispo de Urgel y el president de la republique, Monsieur Chirac.

Para empezar a buscar Moré pensó, como habían indicado los montalbanólogos y carvalhófilos consultados, en Charo, la mujer con la que compartió los momentos más creíbles de su vida. Cansada de esperar que su Pepiño dejara de compadecerla, cogió la maleta y se marchó a Andorra. Dejó atrás el mar, puteros que en otro tiempo habría llamado clientes, Barcelona y al detective. Siete años después volvió. Era improbable que su trabajo en un hotel de Andorra o la boutique de dietética y cosmética abierta en el Port Nou, financiada por Rigalt i Mataplana, dieran para pagar abogados suizos. Mezclar Suiza, Andorra y bufetes caros en la misma frase despierta sospechas en ministerios de medio mundo, en algunas consejerías autonómicas y en todo tipo de servicios de información. Moré hace girar el vaso sobre la barra del bar. ¿Cuándo se había vuelto tan importante Carvalho? ¿El Centro Nacional de Inteligencia estaba interesado en alguien tan insignificante como él? ¿Era el detective, como había insinuado Montalbán, el barcelonés más popular desde la muerte de Copito de Nieve?

Con la mirada perdida y la mente sepia, a las cuatro de la mañana, hora inusual para Moré un día de diario, en un bar cerca de la estación de Sans, cometió un error garrafal. Dejó el coñac y se pasó al whisky. Vomitó el coñac en Sarriá y el whisky en Sant Gervasi. A eso de las seis, sentado en un bordillo a la puerta de una cafetería cerrada en la Avenida de la República Argentina, tardó diez minutos en sacar de la americana el paquete de tabaco, otros diez en encontrar el mechero y cuarto de hora en conseguir que coincidieran lumbre y cigarrillo. Lo encendió al revés. A punto de cumplir los cincuenta era una hazaña repetir la operación, conseguir introducir el humo en los pulmones sin un ataque de esa jodida tos que revolvia bilis, flemas, lágrimas y mocos. Por eso se divorció Norma, su mujer, no soportaba estas escenas. Diez años después sigue siendo un abogado ajeno a ese gran mundo con más dimensiones de las que tiene interés en percibir. Su única ambición es la tranquilidad.

Necesita encontrar a alguno de los “familiares” de Carvalho, darle algo a la jefa. Seguir pasando facturas sin avanzar no tiene futuro. Charo, Biscuter, Fuster, o Carvalho no existen. Daniel Vázquez Sallés, escritor aburrido de los aduladores de su padre y de la agencia Balcells, se lo deja claro después de rogarle que no llamara más: “Carvalho no era más que un alter ego imprescindible para no tener que pedir perdón constantemente”. La jefa insiste en lo contrario. Si ella lo dice, no hay nada que discutir.

Moré suele retirarse a una hora prudente y mantiene el alcoholismo dentro de un orden funcional. Cumple en el trabajo sin entusiasmo. No empieza a beber antes de las dos, al salir del despacho. A las once de la noche llega a casa y calienta algo precocinado o abre una lata para cenar con un vaso de leche. Se derrumba en la cama con el programa futbolero en la radio. Nunca mencionan a su equipo. Se despierta con anuncios.

Desde niño quiso ser un pirata malo, de adolescente aspiró a deportista. Corría los cuatrocientos metros en una marca prometedora. El atletismo resultó incompatible con la panda, el parque, el tabaco y los litros de cerveza. Ya entonces tenía problemas reales y filosóficos con el futuro, sobre todo con el no futuro. Estudió derecho sin querer, para que lo dejaran en paz. Toda la parentela insistía, podrás salir del barrio Vicent, tendrás un mañana Vicent, el bar ya no renta Vicent. Aprovecha, Vicent, puedes ir a la universidad. Le volvió, entre sollozos, el lamento habitual por la muerte de su tío, veinte años atrás. Lo había llevado de niño al campo del Español. De golpe abrieron la persiana metálica de la cafetería. El ruido le voló la cabeza como si se la pisara a la salida de un corner en el último minuto, el central más veterano de la Ponferradina.

—¿Otra vez Moré?

—Oh la lá, mesié Vanplís. Penalti y expulsión.

—Anda, siéntate ahí en lo que se calienta la cafetera.

Dos cafés solos, un botellín de agua y tres cuartos de hora después, el local está concurrido. Los cerebros empiezan a espabilar, de la cocina salen olores, ha ganado el Barça. Moré pide un carajillo. Le sirven un pincho, zumo de naranja y gelocatil. La tortilla está en su punto de sal, de temperatura, de consistencia, el pan cruje, el zumo es natural. Juan, camarero desde los quince, vecino de su hermana, fresco, con la camisa blanca reluciente, recoge tazas y limpia la barra.

—Aunque me alegro de verte, malo, a estas horas sólo vienes cuando estás jodido. ¿Qué pasa?

Tarda en contestar. Tose, se acomoda para respirar. Se rasca la cabeza. Bebe agua. Resopla.

—Nada. Anoche quería subir a Vallvidrera y me lie antes de llegar.

—¿Qué se te ha perdido en Vallvidrera?

—Un escritor y un detective. Vivían allí. Uno ha muerto y el otro no aparece. De nota la tortilla, Juanito. ¿Has visto a Dolors?

—Sí. Va mejor, ya se incorpora. Si vas a ir hoy compra El Jueves, ayer se me olvidó.

—Pasaré esta tarde, me voy a dormir.

Deja un billete de veinte encima de la barra sin esperar la vuelta. De espaldas levanta una mano a modo de despedida. Camina hasta la salida andando como si se acabara de bajar de un caballo. Puede que Moré interprete una de vaqueros pero Juan, al verlo alejarse, escucha la banda sonora de “Cazafantasmas”. En la calle hace un día soleado, la resaca está en retirada, su hermana se recupera bien, los árboles de la calle están exuberantes y no hay sioux en las ventanas.

Tonia había escuchado a Carmen Balcells y a Maruja hablar de Montalbán. Ella no llegó a conocerlo. Está leyendo sus poemas, memoria y deseo. Al servicio de Moré por orden de la jefa, se dedica en exclusiva a Pepe Carvalho. ¿Quien es Carvalho? Lo dice él: “Soy un personaje literario. Mejor dicho, subliterario, porque protagonizo novelas más o menos policíacas. Digo más o menos policíacas porque así las califica el autor, al que en el fondo no le gusta que le consideren un novelista policíaco. Más… o menos policíaco”. Carvalho rellena de madrugada patitos de toda confianza para compartirlos con Fuster, su gestor, y quemar un libro. “Bebe para recordar y come para olvidar”.

Dolors, la hermana convaleciente de Moré, está feliz, fuera de peligro. Ya se levanta sola de la cama con paciencia, esfuerzo y muletas. Lleva ocho meses de congoja, quimioterapia, radioterapia, operaciones, pastillas, fisioterapia, manchas en el techo, codeína, noches en blanco, pérdida del pelo y dieta blanda. Moré para ella es Vicent. Viene de visita todas las semanas. Hoy trae horchata de Figueres, “El Jueves” y la paga de Vania, la cuidadora guatemalteca.

Dolors lidió con niños en los barrios más exclusivos del Londres tatcheriano y atendió ancianos en Pedralbes cuando el pujolismo aspiraba a ser eterno. Conoce bien la vida diaria de emigrantes y mestizajes. En los países de las mujeres cuidadoras un candidato a presidente repite en campaña electoral una frase que explica la emigración. En su boca es una amenaza: “La peor comida es la poquita”.

Vicent Moré conoce las debilidades de su melliza. Le trae un secreto que está deseando contar. Trabajar para la agencia Balcells, aunque sus responsabilidades sean menores, le supuso mil puntos de interés ante su hermana. Desde su niñez de lectora encamada por enfermedades ficticias, admira a las autoras y autores de los libros que han acompañado su vida. Cuando Vicent tuvo la oportunidad de conocer a algunas de esas figuras se emocionó.

Moré inventa encuentros con escritores famosos a los que rara vez ve. Una cena con García Márquez, un paseo por el Gòtic con Carmen Laforet, una anécdota graciosísima con Ana María Matute. Su despacho ni siquiera está en el mismo edificio y a él solo lo llaman cuando los principales administradores de derechos de autor están ocupados. Su hermana sabe que miente, él sabe que su hermana sabe que miente. Es un juego. No entiende por qué lo han elegido para buscar a Carvalho. Conoce a Salmorejo, puede que sea por eso. En los años noventa el comisario, retirado del servicio, montó una pequeña editorial con sede en Uruguay y le ofreció ser abogado de la marca. Le hablaron de una operación policial encubierta en la que todo era legal y acabó firmando contratos. Testaferro. Iban a pagarle cincuenta mil euros de fondos reservados sin moverse de Barcelona. No vio un euro, ni había vuelto a ver al comisario desde que en una cena le agradecieron los servicios prestados y se lamentaron por la falta de liquidez. El dinero acababa en una cuenta en Panamá.

Su hermana conoce hasta el más pequeño detalle de las vidas publicadas de Salvo Montalbano y Kostas Jaritos. Quiere saber los detalles del encuentro con los escritores Camilleri y Márkaris.

Moré se explaya al contar a Dolors los encuentros en el restaurante de la Barceloneta, hace pausas dramáticas, estira el suspense. Diserta dándose importancia, sobre los entresijos del asunto Carvalho. Se le salió la horchata por la nariz cuando Dolors dijo:

—Verás cuando le cuente a Doña Rosario que estás buscando a su Pepiño.

  En una etapa hasta hoy desconocida por Moré, Dolors cuidó al ancianísimo padre de Joaquim Rigalt i Mataplana, un notario tan cercano a Pujol como para susurrarle estrategias al oído. Joaquim Rigalt i Mataplana, Quimet, fue cliente habitual de Charo desde sus tiempos de puta telefónica hasta que la hizo socia del hotelito en Andorra (te conviene, dijo Carvalho) y pudo dejar el oficio. Se convirtió en Doña Rosario al jubilarse, cerrar la boutique del puerto e instalarse en el Eixample. Fue la única persona que se dirigió a Dolors en el entierro del patriarca. Se preocupó por su situación al perder el trabajo.

—¿Qué vas a hacer ahora hija? ¿Cómo te quedas?

—Bien, no se preocupe, gracias. Me han ofrecido vender libros por las casas, ser comercial del Círculo de lectores.

—Ven a verme. Tengo una librería con chinerías y escayolas que podemos rellenar con novelas.

—¿Es lectora?

—No, es venganza.

Muchos meses repasaron juntas la revista para elegir los títulos. Dolors hacía al principio recomendaciones de amor. Doña Rosario se reía. Me cago en el amor, Dolors. Otras veces lloraba. Acabó hablando de Pepiño y de su manía de quemar libros. Era el hombre de su vida. Ella le convenció de que hiciera el cursillo de espionaje que organizó Quimet.

Al dejar atrás el piso familiar y pisar el primer bar, Moré pide un Torres quince, prende un Chiston y se deja caer por el tobogán. Al tercer coñac oye voces de alguien a su lado con quien parece ser que conversa. La camarera ecuatoriana, licenciada en historia y filosofía, embarazada, vestida con el uniforme de una franquicia, le explica mientras barre antes de cerrar, las violencias y contradicciones detrás de cualquier configuración de la modernidad capitalista. Ante ellas se puede manejar, desde una estrategia para alejar el horizonte de escasez, un ethos realista, clásico, romántico o barroco. Otro día se los desarrolla. Da por terminada su exposición, lo invita a pagar y marcharse a casa.

Moré tiene diagnóstico, medicación, episodios en los que pierde el control, voces que le gritan desde lugares en los que no hay nadie. En esos momentos lo ve todo como una inmensa red neuronal, un universo interconectado en el que cada movimiento, sonido o corriente de aire, se dirige a él con mala intención. Al callar las alucinaciones no encuentra el sitio, lo ve todo desde fuera, flota en un mecanismo de precisión fluido del que no forma parte. Entonces vuelven las voces. Sigue la luz, traspasa el umbral y pide otra copa. Moré sale pedo del penúltimo bar con gratitud incondicional a las médicas y enfermeras del Clínic, el hospital público universitario. Unas décadas atrás la enfermedad de su hermana habría sido una sentencia de muerte.

Volver a ver a Salmorejo no ha sido agradable. Un fantasma del pasado con acceso a información restringida, las comisarías abiertas y fondos reservados, es peligroso. Antes de viajar a la capital para ver a Antonio Carpintero, otro personaje, y a Juan Madrid, otro escritor, necesita saber en qué anda metido el policía más turbio que ha conocido. Quiere hablar con el Rubio. El Rubio, rumboso y sarandunguero, el rey del Achilipú, tiene oídos en los rincones más insospechados. Le puede echar un cable.

Luis “El Rubio” sigue viviendo en Can Baró y alterna en los mismos bares, los que aguantan, desde hace casi cuarenta años. Tiene la partida en el Bar Delicias, su oficina a partir de las cinco, hora de la botifarra. Al ver entrar a Moré, el Rubio se levanta y lo abraza. Se criaron juntos en la calle y en la escuela. Al terminar Moré la puta mili el Rubio esperaba a la puerta del cuartel en un Seat Panda de segunda mano. Lo financiaron con dinero de la farmacia militar, en la que ponía el cazo todo el escalafón. Se fueron a Lisboa, “la ciudad de los espías y los héroes”. La Alfama y Mouraira, los barrios más antiguos de una ciudad anterior a Roma, fueron testigos de su particular serenata en Portugal. Era la primera vez que salían de Cataluña y para ellos aquel viaje de una semana fue lo más parecido a dar la vuelta al mundo. Al volver, a la entrada de Barcelona, les dio un piñazo un Ford Escort.

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Etiquetas: carvalho negra policiaca

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