La pérdida o transformación del hogar también es atravesar un duelo. La pérdida de mi casa o del paisaje también es perder a un ser querido.

Rodeada por frondosa pineda, por matorrales, romero y tomillo. Olivas que en noviembre recogíamos armados con palos y una vieja —viejísima— furgoneta. Un huerto donde mi padre planta cada año tomates, habas, pimientos, cebollas o fresas. Alimentamos a las gallinas que cada día nos dejan dos o tres huevos. Los suficientes para la familia, ni más ni menos. Es pequeña la ambición de mi padre con su minúsculo huerto y su par de gallinas.
A veces llueve, y caminamos por los alrededores en busca de algunos caracoles con los que hacer arroz. Eso era hace años, muchos años. Ya apenas llueve. Tampoco quedan caracoles. Ahora salimos a buscarlos para comprobar que aún existen. Son blancos, como pequeños huevitos expuestos al sol, de cáscara frágil y delgada. Son los que han sobrevivido porque parecen muertos y poco apetecibles. No los cogemos.
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El agua llega desde una balsa de riego que va a parar a un depósito que termina en la ducha, en el fregadero, en la lavadora. Si no llueve, la balsa no tiene agua que vaya a parar al depósito que termine en la ducha, en el fregadero, en la lavadora. Si no llueve, no hay agua. Y ya está. Por eso atesoramos y cuidamos cada gota. Conocemos la escasez, conocemos su valor.
Por las noches se escuchan los zorros chillar (es desagradable). Los jabalíes gruñen —o arrúan—, y de vez en cuando se oye el grito de algún conejo siendo cazado por los búhos. Hay una vida completamente diferente al otro lado de la ventana; una vida salvaje que posee sus propios ciclos. La falta de agua, sin embargo, también se ha llevado todos esos sonidos que poblaban la oscuridad. El último zorro que vi era escuálido y rondaba la casa hacia el mediodía. Buscaba pan. Cada día dejamos pan y algunos restos alrededor de la casa para alimentar a los animales que ya no tienen dónde buscar comida. Acuden pájaros, conejos y ardillas. Sobre todo ardillas. Si no les diéramos de comer, probablemente tampoco estarían.
También la frondosa pineda que habita las montañas se ha visto resentida por la falta de lluvia. El estrés hídrico los ha llevado al límite más absoluto. Pinos, granados y olivos han perecido. Y los que han sobrevivido tampoco lo harán durante mucho tiempo más. El barrenillo (una plaga de insectos) ha entrado en los pinos más secos hasta matarlos y, no satisfechos con ellos, se han reproducido para colonizar los árboles próximos. Así, árbol a árbol, van acabando con todo lo que queda.
Me pregunto de qué serviría que lloviera ahora. ¿De qué sirve el agua cuando no hay nada que alimentar? De qué me sirve la palabra, el rezo o la súplica cuando ya ha nacido el desierto.
Hogar es mi casa, pero también lo son los árboles, matojos y gorriones. Damos al hogar un lugar especial en nuestra memoria y nuestro corazón. Aprendemos a querer el lugar que habitamos y lo dotamos con ello de vida e historia. No solo veo morir mi hogar, sino la historia que dejamos a las generaciones futuras. Nombrar lo que no existe es recordar que otros futuros son posibles.
El huerto de mi padre es un recuerdo de que podemos trabajar en comunión con la tierra. Nuestras manos son capaces de establecer relaciones desde el respeto y el agradecimiento hacia los alimentos que llevamos a la mesa. Cuidar el agua, cuidar el paisaje, cuidar el hogar.
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