Era un entorno cibernético: un laboratorio de pruebas biológicas donde siete seres humanoides trabajaban sin descanso. Día y noche manipulaban vacunas, anticuerpos, cultivos, reactivos y residuos bacteriológicos. Operaban con precisión instrumental tubos de ensayo, pipetas, placas Petri, incubadoras, mezcladoras, centrífugas y desionizadores.
La temperatura en el laboratorio se mantiene constante a 35 grados bajo cero, condición necesaria para preservar las muestras biológicas y garantizar una esterilización total. Sin embargo, los humanoides no resienten el frío: sus cuerpos, compuestos por aleaciones altamente resistentes, fueron diseñados para operar en condiciones extremas. No hablan. Se comunican mediante el intercambio de pulsos lógicos, de CPU craneal a CPU craneal. Solo se escucha un tenue “beep-beep-beep” cuando transfieren resultados y los almacenan en sus bancos de memoria.
El laboratorio está iluminado por una luz blanca y cegadora, emitida por potentes diodos incrustados en paredes y techos. Todo el complejo funciona gracias a una pequeña central nuclear anexa, que ha suministrado energía de forma ininterrumpida durante los últimos seiscientos años. Los siete androides solo conocen el trabajo. Cada 27 días, sus baterías internas se agotan, tras lo cual se acoplan al módulo de recarga durante 63 minutos y están listos para reanudar sus labores.
Estas siete máquinas fueron la última esperanza de la humanidad para encontrar la cura de un virus letal. Una vez que invadía el organismo, actuaba como una píldora de cianuro: mataba al huésped en cuestión de segundos. Luego, de inmediato, alteraba por completo su estructura genética, haciendo imposible la elaboración de una vacuna mediante métodos tradicionales.
El último descubrimiento de la ciencia humana fue inquietantemente simple: el virus dejaba de mutar cuando su temperatura descendía a 30 grados bajo cero. Pero para entonces, ya era tarde. La infección se propagó sin control y, en cuestión de semanas, ya no quedaba un solo ser humano sobre la Tierra.
En pocas décadas, animales y plantas reclamaron pueblos y ciudades, inmunes, irónicamente, a los microorganismos que extinguieron a la humanidad. Hoy, todo lo que queda de lo que fuimos es un laboratorio sepultado por la jungla, donde siete humanoides siguen trabajando sin cesar, buscando una cura que ya no hace falta.
Exactamente tras dos siglos y cincuenta y nueve años de trabajo ininterrumpido, los siete seres mecánicos lograron sintetizar una cura. No hubo saltos de alegría ni celebración alguna. Solo se activaron, en silencio, los protocolos de transmisión de datos al exterior, y se preparó un contenedor sellado, enfriado con nitrógeno líquido, para el transporte de las vacunas fuera del laboratorio.
Las compuertas blindadas, impulsadas por un poderoso mecanismo hidráulico, comenzaron a deslizarse hacia arriba y a los lados, desgarrando ruidosamente la maraña de maleza y raíces que se había acumulado durante siglos. Una vez despejado el acceso, se activó una nueva directiva: iniciar la búsqueda del ser humano más cercano.
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