Hasta el cuello, 17

 Fueron otros cuatro meses alborotados para la comunidad china. Tras los conflictos, eventuales en un principio, entre Hokkien y Teochew, no tardaron en crearse brechas también incitadas por la silenciosa rivalidad entre las sociedades secretas por el control de las plantaciones de pimienta y gambier. Los inmigrantes Hokkien acudieron a la isla en tropel una vez dominada la comunidad mercantil, lo que llevó a la insatisfacción entre los Teochews. Esto coincidió con un período de escasez y altos precios del arroz debido a la reducción de las importaciones procedentes de Java.

 Para Bimo y Mei Ying, tener que ir de puesto en puesto fue un indicador de que no solo el arroz estaba cada vez más caro. A medida que pasaban las semanas, ambos volvían menos cargados de provisiones a la casa.

—¿Deberíamos aprovechar de comprar ahora?—sugirió Bimo—. Antes de que se eleven más…

—Las cosas ya están caras—dijo Mei Ying racionando la comida del día siguiente.

—Debería buscar otro trabajo.

—Si quieres, pero no lo hagas por nosotros.

—Pero…

 Mei Ying lo calló con un gesto.

—Estamos bien todavía, relájate. ¿Un durazno? —le extendió la cesta de frutas.

 Al mismo tiempo, un número inusualmente grande de inmigrantes chinos había llegado a Singapura. Muchos de estos inmigrantes eran miembros del Xiao Dao Hui que había huido a Singapura tras participar en una rebelión fallida en Amoy contra el Gobierno imperial de Qing. Estos refugiados políticos estaban bien armados y se los consideraba más predispuestos a la violencia que otros inmigrantes chinos, que llegaban principalmente a Singapura en busca de empleo. Surgieron más desacuerdos cuando la comunidad local de Hokkien se negó a unirse a un fondo de suscripción para ayudar a los rebeldes, de los cuales la mayoría eran de Teochew. Esto causó tensión entre las comunidades Hokkien y Teochew.

 Bimo hubiera querido que sus amigos no tuvieran nada que ver con la violencia desatada en la comunidad, pero esta no tardó en revelar sus garras. Poco a poco, como una verdadera cacería.

 La primera vez fue yendo en sus rutas habituales con Tan, cuando una tarde encontraron, sentada en la escalera de un templo, a Mei Ying.

—¿Qué haces aquí? —se sorprendió Bimo.

—Salí a comprar.

—¿Tan lejos? —la reprendió Bimo.

 Mei Ying estaba pálida y no pudo evitar mirar sus pies y el bastón terrosos.

—Me faltó salsa de soja y salí a comprar. Unos tipos aparecieron y mataron al vendedor y golpearon a su esposa—la muchacha habló sin titubear, como si explicara una cotidianidad—, entonces llegaron otros dos gritando “¡no era él!, ¡no era él!”. —Aunque no lloraba, sus ojos estaban rojos—. Se disculparon y la enviaron al hospital…

—Súbete, te dejaremos en tu puerta—le cortó Tan. No era un ofrecimiento, era una orden.

 Bimo lo miró con asombro y ayudó deprisa a Mei Ying a subir a la parte delantera del carro.

 Ah Beng no tardó en enterarse de dicho evento ocurrido en los alrededores de su vecindario, dentro del territorio de su Kongsi. Les comentó a su esposa y a Bimo durante la cena que la mujer pronto volvió a su casa del hospital y que los responsables compensaron la pérdida de su marido con inciensos y una pequeña cantidad de dinero para el funeral.

 Mei Ying montó en cólera.

—¡Inciensos! ¡¿Y el incienso va a devolverle a su marido?!

 Por ese período, Bimo ya no pensaba demasiado en buscarle un lugar a Lucy. Simplemente la tienda era lo único para ella, y además los Wood estaban a gusto con ella. Aunque como siempre, a veces Lucy lo confundía. Había momentos en los que no hablaba demasiado, o en otros estaba tan alegre como un niño o parecía enfadada con él. Él no se atrevía a preguntarle por miedo a enojarla más o para no herirla, sin embargo era un problema pues Lucy continuaba obstinada en decirle de dónde era.

—Tal vez no sepa en dónde queda su aldea—sugirió Mei Ying otra mañana que salieron al mercado. Mientras Bimo lidiaba con su preocupación por Lucy y que su madre no lo descubriera en sus cartas, tanto Ah Beng como Mei Ying contemplaban con más recelo las relaciones entre la comunidad, que iban empeorando con los meses. Por lo visto, la isla se iba poblando demasiado y cada vez surgían más peleas. Dada la diversidad de la población étnica china y sus diferentes dialectos, en gran medida no mutuamente inteligibles, solo habitantes chinos que llevaran años en la isla podían comunicarse con otros chinos en bahasa melayu. Unirse a una sociedad secreta que hablara el mismo dialecto —además de tener miembros que venían de un lugar similar en el sur de China— les infundía a los recién llegados una sensación de hogar. No obstante, pese a que la hermandad, el vínculo y la asistencia mutua fueran el pilar de la mayoría de las sociedades secretas —incluso Ah Beng portaba siempre su certificado de membresía Ghee Hin Kongsi; que protegía con su vida—, las ocasionales guerras territoriales plantearon un problema enorme para la vida diaria y la seguridad de las personas. No solo se apalizaba a gente o a pandillas rivales en defensa de su territorio, sino que también aterrorizaban a otras personas inocentes al obligarlos a pagar dinero a cambio de su llamada «protección». Se hizo tan común todos los días ver a miembros de las sociedades secretas golpear (o incluso matar) a personas o sociedades rivales, que Bimo temió por la seguridad de sus amigos y de la suya propia.

—¿Por qué piensas eso? —dudó Bimo. Sonaba muy increíble. Una cosa era no saber leer, pero ¿cómo no ibas a saber en dónde quedaba tu aldea, o tu país?

—Mi madre no nació en Singapura. Solo decía que la trajeron de China por el mar; no era tan pequeña, pero nunca se planteó en donde quedaba su aldea, o China.

 Bimo asintió. Era algo posible para una chica que hablaba melayu
pero que ni siquiera había oído la palabra del Corán, o que no sabía leer. Sin embargo dentro de su propia gente, los Minangkabau, el alam takambang jadi guru seguía presente aún después de la inclusión de los preceptos islámicos. ¿Sería que Lucy tenía miedo de que la rechazara por ser kafir? ¿Y cuál sería su religión? De cualquier modo, Bimo decidió que cualesquiera que fueran las creencias de su amiga estaría bien; Lucy no era una mala persona y la sentía una hermana. Por desgracia, ni eso Lucy dejaba entrever.

—¿Y si fuera de esos salvajes que comen carne humana? —reflexionó Mei Ying con una sonrisa de oreja a oreja.

—Claro que no—alegó Bimo, planteándose para sus adentros si esa sería la explicación a su glotonería.

 Con el tiempo, las autoridades británicas se vieron obligadas a frenar el creciente problema de los chinos. Emplearon varios métodos, tanto a propósito como no, para controlar el crecimiento de las sociedades secretas. Esto resultó en el declive de dichas sociedades secretas. Sin embargo, la ineficiencia de las autoridades británicas y la incapacidad de administración de la colonia para controlar sus actividades preferían catalogar a las sociedades secretas como violentas y un llamado al desorden antes que asistencia mutua y vínculos entre chinos. Irónicamente, por lo que Bimo alcanzó a oír, Singapura era el único lugar donde los europeos se unían a sociedades secretas debido a su grado de influencia.

 Solía gustarle hablar de este problema con Lucy, pues sus amigos no mostraban interés. Con Tan apenas si se podía hablar de otra cosa que no fuera el trabajo en el puerto o el mercado y cada día contaba historias acerca de sí mismo más absurdas que la primera: en una era capaz de resistir la respiración bajo el agua por horas, para en otra caer a un pozo tan alto que casi se ahogó… El propio Ah Beng tampoco estaba dispuesto a contar más sobre su vida anterior a trabajar en una oficina o con los bueyes. Ese tema estaba cerrado. Bimo ya sabía lo que había de saber y ni Tan o Ah Beng tenía ningunas ganas de seguir hablando de ello. Cuando volvía a oír las preocupaciones de su amigo, Mei Ying ponía una expresión tan avinagrada como el tono que, según su parecer, tenían sus palabras. Lucy, por el contrario, hacía cuanto estaba en su mano para dar consuelo a las ideas que Bimo se había formado sobre el problema creciente entre Hokkien y Teochew, al tiempo que no la intimidaba dicho conflicto de brechas. Pero sobre todo hizo maravillas con sus nuevos conocimientos. A esas alturas ya conocía los caracteres en jawi, pero no sabía juntarlos. Bimo aprovechó sus idas con Tan al río y obtuvo, gratis, una edición de la Biblia en bahasa melayu. Jamás faltaba el misionero parado junto al río predicando a los kulis, y siempre estaban regalándoles Biblias traducidas al chino y al malayo. Bimo quería estudiarla. Si aprendía un poco más de bahasa melayu, tal vez podría entender mejor a sus amigos y mostrar oraciones más extensas a Lucy.

 Tan por su parte, los odiaba. El hombre trabajaba independiente de si cayera una tromba o pelearan los chinos. Vivía su propio mundo, abierto a todo, sin ideales. Por ende, no desperdiciaba la oportunidad de decir lo que pensaba a quien fuera.

—Mejor regáleme comida, reverendo. No almorcé—respondía Tan en malayo, cuando algún bule lo invitaba a aceptarle una Biblia mientras él vendía su agua, aunque siempre dudaran de cual traducción darle apenas veían su cara negra curtida y los ojos cortados; entonces asentían confundidos y se dirigían a otro kuli. —Mire que tengo agua, pero comida me falta.

—Dios nunca olvida a sus hijos—entonó el extranjero de forma maravillosa—. Aunque sea pobre en vida, recibirá su recompensa en el cielo…

—A usted será—le dirigió una mirada mordaz—, porque a mí todavía no me llega nada. —Y se iba antes de que el extranjero continuara odiosamente persuadiéndole.

—¡Bota esa porquería, te convertirás en un cuervo de esos!—le gritó Tan al verlo ojear el grueso libro.

—Yo sé en qué creo y qué no; no voy a convertirme solo por leer un libro—se ofendió Bimo desde la cuba.

 Tan apretaba tanto los dientes que Bimo podía oírlos rechinar desde donde estaba.

—Vienen a nuestro país, se ríen de nuestros dioses, talan nuestras selvas para sus barcos, violan mujeres y se llevan a los niños. ¿Y qué recibimos a cambio? Su whisky y sus enfermedades. Escucha mis palabras: tarde o temprano no quedará nada para nadie—aseveró.

 Bimo hubiera querido agregar que en sí Singapura pertenecía más a los malayos que a los chinos, o a los mismos europeos, pero por una vez estuvo de acuerdo con Tan. Mientras que era evidente que Bimo sentía debilidad por cosas como la invención de la electricidad, sin embargo Tan tenía razón respecto a cosas como las enfermedades y que había cada vez más gente pobre en la isla; solo para que los bule
se limitaran a regalar Biblias. Incluso Ah Beng y Mei Ying, con el «nuevo inquilino» a punto de nacer, tenían problemas para subsistir. Apenas recibían la paga por el carro de bueyes, lo invertían todo en suministros para la despensa. Todo esto exasperaba a Bimo pues no podía ayudar financieramente a sus amigos sin hacer sospechar a su madre.

 El único rayo de luz en su complicada existencia era su amiga.

 A veces le sabía mal por su costoso papel de cartas. Pero, por otra parte, no le encontraba otra utilidad. Escribía ansioso cartas a sus parientes y amigos en Sumatera y también a su hermano mayor Assaat, en Batavia. Pero Lucy aprendía deprisa y ya podía recitar todo el alfabeto, e incluso escribir y leer el nombre de Bimo. A ambos les temblaron las manos de emoción cuando Lucy escribió el nombre de su amigo sin ayuda.

—¿Ves? ¡Ahora puedes leer lo que sea! —Los ojos de Bimo brillaron con la misma emoción con que prescenció la primera danza de silat en su vida—. También podemos escribir todo lo demás. Todo lo que queramos decir. Mira. —Le dio una hoja de papel de cartas y dictó una palabra—. Bien. Ahora tú.

 Lucy lo miró con seriedad y copió, con mano temblante, la palabra que ordenó de su amigo en su pizarra.

—¿Otra? —sonrió Bimo satisfecho.

—Otra—pidió ella entusiasmada.

—«Lucy».

—Otra—pidió ella.

—Primero inténtalo.

—Otra—exigió, dejando en claro que no escribiría de buena gana el nombre que le dio la Mem.

 Bimo se mordió el labio.

—«Luz». «Agua». «Ojos». «Tanah».

—«¿Tan…ah

 Bimo cogió un puñado de tierra en su mano y ella comprendió.

 Lucy le mostró la pizarra. Su letra parecía escrita por un niño pequeño, pero era legible para alguien que recién aprendía. Por lo demás, estaba todo bien escrito.

—Bien, ahora… Espera.

 Para sorpresa de Bimo, Lucy había escrito al final de la lista «rawa».

 «Pantano».

—No, no: «tanah». —La tierra en su mano.

—Sí lo hice—asintió Lucy confundida.

 Bimo gimió. Se prometió jamás ser profesor.

—Escribe otra vez: «amigo». —Bimo sacudió la cabeza.

 Pero además de su nombre, poder escribir oraciones fue otra de sus conquistas. Y cuando Lucy pudo escribir por primera vez una oración completa se llenó de felicidad. Empezaron con frases cortas: «casa grande», «mar azul»; «el buey lleva agua» fue su primera oración larga y Lucy lo contempló boquiabierta, sin creer lo que había hecho.

—Probemos con algo un poco más complicado. —Bimo dictó una oración:

                                          Al lado de la dificultad está la felicidad

 Cuando su letra también mejoró, al decírselo, Lucy soltó un gritito de alegría. Era una sonrisa radiante como el mar que consiguió ensanchar el propio corazón de Bimo. Si había conseguido que una persona no letrada aprendiera a leer y escribir, significaba que él también ascendería algún día. Los vio a ambos, a él y a Lucy, como dos caras distintas de la suerte; dos chicos afortunados de distintos mundos. Se preguntó si algún día podrían ser iguales.

 Luego de un mes su amiga ya leía lento y pausado cortos pasajes del Corán, que Bimo dictaba de memoria, y se atrevió a dar otro paso.

—¿Qué dices? ¿Empezamos a ver solo el inglés?

 Su vida nunca había sido tan dulce como en esos momentos.

 Salvo por ese olor podrido pululando en el aire.

 Lucy parecía imperturbable. O estaba muy concentrada para notarlo o tendría la nariz tapada.

—Oye, ¿qué será ese olor extraño? —preguntó Bimo.

 Lucy alzó las cejas hacia él casi tan rápido como volvió a posar sus ojos en el papel.

—Es muy fuerte, parece algo muerto pudriéndose.

—Podría ser el río—contestó Lucy sin apartar sus ojos de la pequeña pizarra.

—Pensé lo mismo, pero no. Solo se respira en el godown
y aquí fuera. ¿Cómo lo aguantas? —rio Bimo con admiración.

 Lucy había bajado tanto su cara que su pelo ahora se esparcía sobre la tierra, sin que le preocupara ensuciarlo.

—No lo huelo. ¿Cómo escribo esto? —Sus facciones se habían vuelto duras.

 Bimo alzó las cejas. Cuando Lucy volvió a mirarlo, bajo su velo imperturbable estaba furiosa.

—Cuando pasas tanto tiempo entre lo podrido, dejas de olerlo—puntualizó con calma—. ¿Cómo escribo esto? —repitió.

 Bimo amplió a partir de entonces los contenidos de las clases y leyó primero la Biblia en inglés. Al hacerlo, se le plantearon unos extraños problemas. La historia de la creación, por ejemplo, confundió profundamente a la chica.

—¡No, no, lo otro! —dijo Lucy. Se arregló la garganta y miró directamente a Bimo—. Primero una maldición había caído en Singapura porque el Maharajá reinante ejecutó a un hombre caritativo, cuyo cuerpo desapareció en el aire y solo quedó su sangre en Kampong Gelam, y una gran tormenta eléctrica azotó Singapura. ¡Algunos dijeron que el cuerpo reapareció en la isla de Langkawi! Luego la isla fue atacada por peces espada, que atravesaban el pecho y cortaban las cabezas de los isleños. Paduka Sri Maharaja, al ver el estrago que habían causado los peces espada, ordenó a todos sus hombres que formaran una barricada con sus piernas, pero los peces espada los mataban. Un joven, Hang Nadim, ideó una solución ingeniosa para defenderse de los peces espada. «¿Para qué estamos haciendo esta barricada con nuestras piernas? Si hiciéramos una barricada con tallos de plátano, ¿no sería mejor?». El Maharajá oyó esto, y ordenó a sus hombres que construyeran una barricada de tallos de plátano. Hoy, este lugar se llama Tanjung Pagar. Y tan pronto los peces espada se lanzaron, sus hocicos se pegaron a los tallos de plátano, donde fueron rebanados hasta la muerte. El Maharajá regresó entonces al palacio y sus cortesanos le dijeron: «Su Alteza, ese muchacho se convertirá en un hombre muy inteligente. ¡Sería mejor librarse de él!». El rey se sintió cada vez más amenazado por la inteligencia del niño y envió asesinos a la cima de la colina en donde vivía Nadim. Esa noche lo asesinaron mientras dormía y toda su sangre tiñó la colina, ahora llamada Bukit Merah. El lugar de descanso final de este joven está cerca de la peligrosa Batu Berhenti. Se suelen encontrar violentos remolinos y desbordes, tanto que los barcos deben mantenerse en el lado norte del estrecho. ¡Mejor usa ese libro para leer algo sagrado, Bimo, algo que sea poderoso para el alma!

 Bimo la miró en silencio, desconcertado.

 Cuando se encontró cruzando el puente Coleman y atravesó los comercios de frutas y verduras Teochew hasta la hilera de viviendas coloridas ante el río, se sentía satisfecho luego de su lección con Lucy, pero no dejó de pensar en cuán raro fue aquello. Para una persona no letrada, Lucy sabía la historia del pez espada escrita en el Sejarah Melayu, una versión algo rústica pero era el mismo relato al fin y al cabo. Lo conectó sin quererlo con la «Batu Kepala Todak» de hacía unos meses. Cada región tenía sus propias historias, algunas conectadas entre sí, pero todas contadas de boca en boca entre sus habitantes. Alguien, probablemente un familiar mayor, tuvo que haberla instruido acerca de estas historias locales. Por otra parte, Lucy habló fuerte y claro como nunca había hecho hasta el momento y tenía una linda voz…

—¡Anda a saludar a tu mujer!

 Bimo se giró ligeramente sonrojado al ser sacado de sus pensamientos, como un niño recién descubierto en una travesura.

 Reconoció a ambas vecinas que siempre molestaban a Mei Ying.

 Las mujeres rieron tratando al menos de no mirar mucho a Bimo.

—¿Qué haces tan solo? ¿No te acompaña tu mujer? —Y reventaron a carcajadas como si hubiera sido un gran chiste.

 Bimo frunció el ceño apenas murmurando un «buenas tardes», y se fue pensando en cuán rara era alguna gente.

 Llegó a la casa con su estómago gruñendo. Ya era hora de comer, pero el aroma de la cena no era lo único. En la mesita de la entrada, Bimo reconoció reposando la gran funda de ese cuchillo que siempre veía portar a su dueño.

 En el comedor, Tan estaba sentado a la mesa algo encorvado mientras que Ah Beng resplandecía frente a su amigo. Bimo pensó en cuándo había sido la última vez que cenaron juntos y fue a lavarse antes de comer. Cuando volvió, Mei Ying ya estaba sirviendo los platos en tanto Ah Beng le mostraba a Tan una jarra de vino amarillo traído de Jiangnan; estaba agradecido por su visita y quería mostrarlo a todas luces.

 Si Ah Beng no dejaba de hablar, Tan permaneció cabizbajo cuando Mei Ying les sirvió el vino.

—Sí, bueno… mucho trabajo. Bimo sabe de lo que hablo.

 Bimo se hubiera reído. ¿Tan estaba incómodo por tratar de ser educado?

—Eh, sí… —dijo el joven mordiéndose las mejillas para no sonreír.

 Ah Beng también pareció notar la timidez de su amigo y se sentó a la mesa sin comentarlo.

—¿Y tú por qué tienes esa cara? —señaló Tan a Bimo, dándole un sorbo a su vaso.

 A Bimo no le agradó que decidiera tomarlo de chivo expiatorio para su incomodidad, y untó con un poco de salsa de chile su carne de res.

—Es solo que creo que no les caigo bien a las vecinas—respondió. Francamente no quería interrumpir el reencuentro de sus amigos y prefirió hablar de cualquier cosa para no entrometerse.

—¿Y eso es un problema? ¿No son feas?

—Es que volviendo a casa me crucé con dos amigas de Mei Ying.

 Esta avinagró el rostro sin disimulo, pero no dijo nada.

—¿Y qué querían?

—Dijeron algo de «saluda a tu mujer» o algo así…

—¿Qué?

 Fue el grito de Mei Ying. Los tres hombres se giraron hacia ella sobresaltados.

—Mei Ying, no gritamos en la mesa—le dijo Ah Beng—. No te preocupes, yo lo arreglaré más tarde—le dijo a Bimo—. Aunque no es bueno dejarse llevar por las malas lenguas, no es justo que te veas involucrado cuando eres inocente.

 Bimo no entendía nada pero igualmente asintió.

—Malditas perras…—gruñó Tan por lo bajo.

 Mei Ying se retiró con la bandeja de bocadillos vacía. Bimo se sintió un poco culpable de haber tensado el ambiente, pero luego esto dejó de importar. Tan soltó un comentario de lo celosas que eran las mujeres, comentario cortado por Ah Beng acerca de su trabajo en el puerto, el clima y clientes desagradables. Las risas ahora iban y venían hasta que Bimo olvidó el pasar del tiempo.

 Tan había olvidado del todo su timidez y era quien llevaba la conversación. Sentado en su sitio, Ah Beng prefería callar sobre sí mismo o su propio trabajo. Bimo creía entender que era justo lo que su amigo quería, que la simpleza de Tan lo distraía de la violencia vivida en la comunidad.

 Ah Beng extendió su copa de vino vacía, buscando a Mei Ying con la mirada para que la llenara. Giró la cabeza en redondo, sin encontrarla, cuando de pronto palideció tanto que Bimo creyó que ya no tenía sangre en el rostro.

 El hombre se levantó mirando a Tan desesperadamente:

—¡Tan!

 Los dos se precipitaron a la calle, con Bimo a la siga, buscando entre la multitud hasta oír la voz de Mei Ying; golpeando en el suelo a una mujer incapaz de defenderse.

 Mei Ying le lanzaba improperios en hanyu y en melayu, golpeándola tanto con sus puños como con su bastón.

—¡¿Crees que puedes andar hablando mal de nosotros, perra?! ¡Voy a matarte!

 La gente que los rodeaba gritó algo sobre una pelea de pandillas pero nadie se atrevió a socorrer a la mujer agredida. Su marido atrapó a Mei Ying por la cintura y Tan intentó quitarle el bastón; la fuerza de ambos hombres no fue suficiente para detener a la pequeña mujer que le lanzó una última patada a las costillas a su víctima. Casi como un sobrante, Bimo solo estaba sin palabras.

 La vigilia de Ah Beng en torno a su esposa, cuya reputación se tornó en aprensión por parte de los vecinos, se intensificó desde aquello, aunque Mei Ying no parecía ver la gravedad del asunto cuando este tuvo el efecto deseado. Bimo presenciaba todo desde primera fila. Apenas los veía juntos, a él y a Mei Ying venir de las compras o vendiendo sus flores, la mujer se escapaba para la acera al otro lado de la calle. En todo caso, nunca más volvió a maltratar a Mei Ying y el honor de Bimo quedó limpio.

 Con Tan maldiciendo a quién se le cruzara, Ah Beng lidiando con las brechas entre los chinos y Mei Ying más agresiva que Tan, ahora su único momento de calma real en todo este ajetreo era Lucy. Y después de que la chica se hubiera jactado a su amo de sus recién adquiridas aptitudes para la lectura, una mañana, en agradecimiento, Helmer decidió construirles a ambos una tarima para que no se ensuciaran con la tierra del suelo.

 Cuando Bimo llegó ese cuarto día de la semana del trabajo, Lucy llevaba su cabello negro recojido. El peinado realzaba más sus pómulos altos de un suave brillo dorado hasta su cuello largo y esbelto. En la tarima estaba la pequeña pizarra con algunos caramelos.

 Lucy rio.

—¡Me los regaló la Mem! Pero fue muy complicado: me dijo «puedes tomar lemon drops para ustedes dos». Al tomar el frasco de la repisa pensé que eran los sweets, pero el Tuan me detuvo y me dijo que la etiqueta decía «soap». ¡Casi nos hago comer sabun, Bimo!

 Bimo se echó a reír. Parecía que contra más se conocían, menos hostil se hacía Lucy hacia él.

—Saber inglés no solo es divertido, también evita peligros—dijo Lucy.

 Se sentaron a comer los dulces, mientras Bimo preparaba las palabras a traducir en la pizarra.

—Me alegra que ya puedan comunicarse. Así también no te sentirás sola cuando no estoy—dijo Bimo.

—Creo que ella está más sola incluso con su marido al lado—dijo Lucy con tristeza—. A veces apenas me responde, incluso si pronuncio bien las palabras, y cuando lo hace dice cosas como «ya no te oigo gritar en esa lengua endiablada».

 Ambos rieron. Aunque el comentario sobre la Mem le sorprendió a Bimo. Recordó la cautela en su mirada, su frialdad aquel primer día en el godown.

—Supongo que lleva su tiempo acostumbrarse a las cosas, ¿no? —dijo Lucy.

 Comenzaron la lección. Todavía reían e intercambiaban bromas, pero con el pasar de los minutos el ambiente se distorsionó en un silencio de concentración.

 Bimo apenas se dio cuenta de la lluvia que anunció el término de sus lecciones, protegidos por el techo de ambos edificios colindando entre sí. El agua se deslizaba por las calles y el aire abochornaba.

—Te voy a contar algo que no me gusta —susurró Lucy al despedirse, como si esperara que alguien fuera a oírlos en el barullo de la lluvia; y como si fueran confidentes, iguales.

 Al muchacho le gustó un montón. Se acercó más.

—¿El qué?—preguntó Bimo.

 El agua estalló con más fuerza sobre la tierra y los tejados. La bestia volvía a rugir en medio del eco de la lluvia.

—Ese godown—le confió—. No me gusta nada en absoluto.

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