Definiría promiscuidad, simplemente, como la incapacidad de controlar el impulso de tener relaciones sexuales con otros, independientemente de la frecuencia, y la cantidad de personas (idealmente), con las que se decida ceder. Es, en esencia, la lujuria llevada a la acción.

En Occidente, durante siglos, asumimos dicho actuar como moralmente incorrecto, siguiendo los dictámenes de la filosofía judeocristiana, la cual basa sus argumentos en las definiciones de familia, naturaleza, sociedad y el correcto actuar del ser humano, creación excelsa de Jehová. Sin embargo, entre más nos alejamos de una sociedad inherente y conscientemente religiosa, más son los pilares éticos que tildamos de mitos y, consecuentemente, derrumbamos.

Es importante mencionar, aunque obvio, que ha existido siempre una doble moral en lo que respecta al tema de la promiscuidad. Si bien el ideal está claro, y es relativamente igualitario por encima de la mesa, es evidente que nuestra sociedad, históricamente patriarcal (ante lo cual no busco establecer ningún juicio moral), no ha sabido ser un justo juez ni verdugo. Entendemos que no está bien andar de cama en cama, aunque quizás muchos no entendemos por qué, pero concedemos también que los hombres necesitan uno que otro culito por ahí.

Es por esto que el feminismo, a veces racional y a veces injustificablemente contestatario, halló en este aspecto en particular una exquisita causa por la cual luchar. Y, desafortunadamente, su enfoque fue completamente erróneo, y los resultados catastróficos. Debido a un inmenso malestar histórico, en gran medida justificado, el movimiento feminista ha desarrollado un enorme resentimiento hacia los hombres, pero, peor aún, ha considerado necesario para su causa aniquilar a la mujer y su mismísima femineidad. Es por esto que la estrategia feminista no ha sido luchar por hacer menos perros a los primeros, sino por hacer más putas a las segundas. Carambas…

Y aunque no es el tema que me interesa en este caso, considero pertinente mencionar que, nos guste o no, por supuesto que hombres y mujeres somos diferentes. E inmensamente diferentes, en realidad. No reconocer esto es el gran fallo del feminismo contemporáneo; querer tumbar una realidad que, por más que le griten y pataleen, jamás se doblegará. Algunos dicen que es simple cuestión de biología y evolución. Que los hombres por instinto sienten el llamado a culear con cuanta mujer se les atraviese, mientras que ellas están condicionadas a escoger a uno solo entre sus pretendientes, pues de eso depende su procreación. Otros dicen que nuestros cerebros simplemente están programados de manera diferente por cuestiones del azar. La explicación real la desconozco y poco me importa. Lo que solo un idiota o un feminista empedernido no podría ver, es que los hombres somos exponencialmente más fáciles que las mujeres.

No conozco a la primera mujer que se quiera comer a cualquier persona que le parezca medianamente decente, y podría contar con los dedos de una mano, así me cortaran algunos, los hombres que conozco que no lo harían. Yo tiendo a decir que los hombres somos perros porque somos bobos, y las mujeres son putas como acto de rebeldía. Pero bueno, no merece la pena ahondar más en el tema en este caso. No es esto lo que nos concierne en realidad.

Lo que creo que debería estar claro a simple vista es que las consecuencias negativas de la promiscuidad son bastante obvias e irrefutables. Por lo menos hay dos que simplemente no pueden negarse: la transmisión de enfermedades y los embarazos indeseados. Por más vueltas que le demos al asunto, y más soluciones ingeniosas que busquemos (las cuales nunca serán absolutamente eficientes y/o libres de otro tipo de posibles consecuencias), esas dos realidades estarán siempre sobre la mesa.

Pero quisiera que miráramos más allá de lo obvio, y reconociéramos cómo andar follando con cualquiera puede terminar por destruir nuestro espíritu humano. Y digo esto como un auténtico mujeriego. Menos exitoso de lo que me gustaría, pero mujeriego, a fin de cuentas. Pues, por supuesto que nada es más rico que alcanzar el orgasmo con otro cuerpo desnudo encima. Subiendo y bajando, subiendo y bajando. Con teticas firmes y un culo monstruoso. Idealmente unos chillidos agudos y unos vellos gruesos en la entrepierna. Solo con decirlo ya quisiera mandar a tomar por culo este estúpido papel. Pero precisamente la experiencia, propia y ajena, me ha enseñado, una y otra vez, que al igual que cualquier otra adicción, la promiscuidad puede acabar con la vida de cualquiera en un abrir y cerrar de ojos.

Conduce a la aniquilación del ser humano. Nada nos hace más «cosas» que el incontrolable deseo de follar. Nos dejamos de apreciar y empezamos a usarnos. Somos falos y agujeros con piernas. Las interacciones humanas se hacen transaccionales y utilitarias. Se muere el Otro, y sin el Otro la felicidad verdadera es imposible. No existe ser más solitario y triste que un adicto al sexo. 

Ahora bien, sin duda que esa realidad, devastadora y doliente, puede conllevar a hermosas obras de arte y profundas argumentaciones filosóficas. Pero en la mayoría de los casos sólo conduce a la botella o la ventana. 

Entonces, sin darle más vueltas al asunto, los invito a destruir sus mentes y cuerpos y crear algo inimaginablemente bello y profundo antes de morir abatidos por la melancolía y el sida, o a dejar la maricada y restregar sus genitales con una sola persona. A fin de cuentas todos los culos son el mismo.

– M

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