Hoy vuelvo a escribir. No porque tenga algo claro que decir, sino porque necesito dejar salir lo que llevo dentro. Las palabras se han convertido en el único refugio donde puedo existir sin tener que fingir. La última vez que lo intenté, fracasé. Fracasé en ser honesta conmigo misma. Fracasé en encontrar alivio. Fracasé en sostenerme.

Preguntarme cómo me siento es, irónicamente, lo que más miedo me da. Porque la respuesta siempre es la misma, y siempre me parte en dos: «me siento mal, y no tengo las fuerzas suficientes para seguir viviendo». Intento buscar algo bueno entre todo este caos, pero es como buscar luz en una habitación sin ventanas. A veces me obligo a escribir algo motivador, como si con eso pudiera engañar a mi mente, como si las palabras bonitas fueran suficientes para callar el dolor. Pero ya no quiero escribir cosas que no siento. Ya no quiero construir un consuelo falso.

¿Cómo estás? Esa pregunta tan común, tan aparentemente inocente, es una trampa diaria. Respondo «bien», «súper bien», porque son respuestas seguras. Porque decir la verdad sería como encender una alarma que no quiero que nadie escuche. Me doy cuenta de que nunca me he detenido de verdad a responder esa pregunta. No con el corazón, no con la verdad.

Y cuando leo lo que escribí en el pasado, me asusta lo constante del dolor. Me asusta ver que, aunque los días pasan, mis palabras siguen siendo iguales: tristes, rotas, desesperadas. Siempre dejo un mensaje al final para darme ánimos, para que la «yo del futuro» pueda ver algún progreso. Pero en lugar de encontrar mejoras, solo hallo recaídas.

Hoy quería escribir algo distinto. Quería hablar de lo bien que me he sentido últimamente, de los momentos de calma, de las sonrisas que se me escaparon sin aviso. Pero en cuanto puse los dedos sobre el papel, mi mente se llenó de sombras. Es como si lo malo tuviera más voz. Como si lo bueno fuera un susurro y lo malo un grito que no puedo silenciar.

Quise decirme: «Carol, has mejorado mucho. Recuérdate a cada momento lo fuerte que eres, lo que has logrado.» Pero esa frase se sintió ajena. No pude escribirla con el corazón, porque no la creo. Lo que sí me nace decir es: «No has mejorado nada. Cada día es una lucha. Cada noche es una conversación con la desesperanza. El odio hacia ti misma no desaparece, solo cambia de forma.»

Y es verdad: por más que intento avanzar, siempre termino en el mismo lugar. El cuerpo me traiciona. El apetito, el sueño, la tristeza, todo vuelve. Como una ola que me arrastra aunque intente mantenerme de pie.

Hace poco, después de cuatro años, volví a caer en una de mis peores versiones. Me corté los brazos. Y no fue solo el dolor físico lo que me impactó, sino la pregunta que surgió después: ¿realmente merezco estar viva? Me sentí la peor persona del mundo. Dudé de todo lo que tengo, de mi familia, de mis amigos, del amor que alguna vez alguien pueda sentir por mí. Sentí que no merezco nada de eso. Que no merezco ser conocida, ni querida, ni salvada.

Y, sin embargo, aquí estoy escribiendo. No sé si eso signifique algo. No sé si tenga valor. Solo sé que lo hago porque necesito sacarme el nudo del alma.

Tal vez este texto no diga todo lo que siento. Tal vez apenas sea un trozo del dolor que cargo, una migaja del caos interno que me habita. Me da miedo seguir escribiendo, pero me da más miedo detenerme. Porque cuando me callo, me hundo más.

Hoy no quiero cerrar este escrito con un mensaje motivacional. No quiero mentirme con frases bonitas ni disfrazar el dolor de esperanza. Esta vez no. Esta vez quiero dejarlo así: inconcluso, abierto, crudo.

Porque no sé cómo se termina algo que está aún tan vivo dentro de mí. No sé cómo se cierra un texto que solo habla de dolor, de confusión, de preguntas sin respuesta. Tal vez este sea el final más honesto que puedo dar: uno que no es final.

Uno que me deje volver, cuando esté lista, a seguir escribiendo.

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