Hay domingos que no comienzan: despiertan.
Y este lo hizo como una mancha amarilla que se deslizó desde el techo, como si el sol se hubiera derretido en silencio durante la madrugada. Se escurrió por las paredes, se metió entre mis huesos, se pegó a mis párpados. Yo estaba allí —tendido en la cama como un objeto sin nombre— y lo supe: ese no era un domingo cualquiera, sino uno de esos días que vienen de otro mundo para recordarte que aún estás vivo… aunque no sepas si eso es una bendición o un extravío.
El aire estaba denso, como si los minutos tuvieran peso. Y, sin embargo, en medio de ese espesor, soplaba una brisa que no venía de la ventana, ni del ventilador, ni del tiempo conocido. Era un fresco distinto. Parecía provenir de una grieta invisible entre las cosas. Me atravesaba el pecho como una caricia olvidada por la infancia, como la risa de una madre que ya no está. Me devolvía algo. ¿Pero, qué?
Salí sin rumbo. Caminar fue como flotar en una pecera amarilla. Las calles eran más calles que nunca: intensas, exageradas, como si estuvieran al borde de comprenderse a sí mismas. La gente —poca— tenía rostros de domingo, es decir, rostros de los que esperan algo sin saber exactamente qué.
Y mientras lo hacía, noté que no caminaba sobre las aceras, sino por dentro de mí. Cada paso era una nota de un acorde que no entendía. Me sentía triste, sí, pero era una tristeza hermosa, de esas que contienen en su centro una semilla de alegría, como si la nostalgia fuera un pasaporte hacia un país que todavía no se me olvida.
Entonces lo sentí.
Ese lugar.
Ese que uno nunca sabe dónde está, pero al que siempre se llega si uno camina lo suficiente por dentro. No tenía nombre ni coordenadas. No era una iglesia, ni un templo, ni un bosque. Era algo más sutil: un instante sagrado atrapado en el pliegue entre dos pensamientos.
Y allí estuve.
No puedo decir cuánto tiempo. Podría haber sido un parpadeo o una eternidad. Pero lo supe: el fresco que me había seguido toda la jornada venía de ahí. De ese centro inmóvil que uno lleva adentro sin saberlo. De ese espacio donde el alma se sienta a jugar con el silencio, y a escuchar las historias que la razón no sabe contar.
Después todo volvió.
El ruido, los pasos, el domingo.
Pero ya no era el mismo.
Yo tampoco.
Y desde entonces, cada domingo amarillo que me envuelve como una cárcel de luz, dejo que el fresco me atraviese. Y camino. Camino hacia ese lugar sagrado que no existe en ningún mapa fuera de mi imaginación.
Porque ahora sé —con la certeza que no dan las palabras—
que fui,
que llegué,
y que en medio del aire suspendido,
volví a pisar, sin saber cómo,
la Habana de mi infancia.
La que aún me espera detrás de cada domingo.
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