Soy Yuna, una chica de 16 años que ama el amor y piensa en el hecho de enamorarse algún día perdidamente de alguien.
Yo dedico mi vida al estudio debido a mi familia estricta, lo cual no me dejan salir mucho y tengo estudios privados en mi propia casa (significa que no conozco el ir a la escuela con amigos) y a pesar de que mi familia es adinerada gastan fortuna en tratamientos para mí. Tengo cáncer de estomago en etapa 3 significa que necesito cirugía, quimioterapia, radioterapia y terapia dirigida. Los doctores me dijeron que tengo al rededor de 5 años de vida.
A veces me pregunto si está mal soñar con algo tan simple como un beso. Un beso de esos que te dejan temblando, que te hacen olvidar por un rato todo lo que duele. Pero no tengo mucho con qué comparar… nunca me enamoré. Nunca tuve la oportunidad real de conocer a alguien fuera de los límites de estas paredes blancas y silenciosas. Mis «amigos» son los libros, y a veces, cuando me dejan, los pasillos del hospital.
La primera vez que escuché “tenés cáncer”, me quedé muda. No lloré, no grité, no pregunté por qué. Solo me quedé sentada ahí, mirando a la doctora como si estuviera hablando de otra persona. Pero no, era yo. Y de golpe, todo se volvió números, tratamientos, fechas, efectos secundarios y una lista infinita de cosas que tenía que dejar de hacer. Como si ya no fuera una chica normal.
A veces me siento como una muñeca de porcelana, frágil, cuidada, encerrada en una vitrina para que nada me pase… pero igual me estoy rompiendo por dentro.
Sin embargo, sigo soñando con enamorarme. Aunque sea por poco tiempo. Aunque sea un amor de esos que no duran pero que dejan huella. Quiero saber lo que se siente que alguien te mire y vea algo más que la enfermedad. Que me vea a mí, a Yuna. La que ríe con los libros de romance cursi, la que canta bajito cuando piensa que nadie escucha, la que todavía guarda cartas de amor que nunca recibió, pero que escribió igual, por si algún día alguien aparecía.
No sé si tengo tiempo, pero sí sé que tengo ganas.
A veces me pregunto si, en otra vida, hubiera sido diferente. Capaz hubiera sido de esas chicas que van al colegio, se quejan de los lunes y hacen videollamadas eternas con sus amigas para chusmear sobre chicos. Capaz tendría un grupo con el que saldría a tomar helado después de clases, o alguien que me esperara en la puerta con un cartel hecho a mano el día de mi cumpleaños.
Pero no. Mi mundo siempre fue otro. Desde chiquita fui “la nena que no puede”. No puede ir al parque. No puede comer eso. No puede correr. No puede estresarse. No puede llorar mucho. Y yo aprendí a vivir en esa cajita de cristal, sin hacer mucho ruido, para que no se rompiera.
A veces me enojo. Y mucho. Pero no lo demuestro. No me sirve de nada gritarle a la pared. Entonces escribo. Tengo un cuaderno escondido en el cajón de las medias, donde escribo todo lo que no digo. Cosas que nadie sabe. Cosas que ni mi psicóloga escucha.
Una vez escribí: “me gustaría que alguien me preguntara cómo estoy de verdad, sin miedo a que diga ‘‘mal’’.
Porque todos me preguntan con esa voz rara, como pisando en puntitas: “¿cómo estás hoy, Yuni?”. Y yo siempre respondo “bien”, aunque a veces no tenga fuerza ni para hablar.
Pero hay días… hay días en los que me siento viva. No feliz, no sana, pero viva. Cuando me da por mirar el cielo desde la ventana y veo cómo cambia el color con el atardecer. O cuando escucho música bajito, con los auriculares, y por un momento me olvido del ruido de las máquinas. Esos pequeños instantes me salvan. No duran mucho, pero me alcanzan.
También tengo miedo. Miedo a que un día despierte y ya no tenga fuerzas para seguir soñando. Porque, aunque suene ridículo, soñar me mantiene entera. Soñar con un baile. Con una salida. Con un abrazo que dure más de tres segundos. Con una risa compartida.
Me da miedo que el amor que tengo adentro nunca llegue a salir. Porque tengo tanto para dar… y siento que el tiempo se me escapa entre los dedos.
Fue una tarde de jueves cuando la trajeron. Yo estaba medio dormida, con ese cansancio que no te deja ni pensar, pero igual la escuché. Era una voz suave, medio apagada, pero con un tonito que me llamó la atención al instante. Abrí un ojo y la vi: pelo oscuro, cara pálida pero bonita. Se llamaba Hayun. Y por lo poco que entendí, venía por un tratamiento especial que no daban en su ciudad.
Al principio no hablamos mucho. Estábamos separadas por una cortina blanca y finita, pero yo la escuchaba respirar, toser bajito, moverse en la cama como yo. No sé en qué momento rompimos el hielo, creo que fue cuando una enfermera se equivocó de suero y Hayun dijo algo frustrada, y yo me reí sin querer. Me escuchó, se rió también, y fue como si algo se aflojara en el aire. Desde ese día, empezamos a hablarnos.
Hayun es distinta a todas las personas que conocí. Tiene una forma muy tranquila de ver la vida, como si ya hubiera hecho las paces con muchas cosas que yo todavía estoy peleando. A veces me habla de su casa, de su abuela que cocina como los dioses y de su gata que se llama Nari. Otras veces nos quedamos en silencio, pero uno de esos silencios cómodos, que no te incomodan.
Un día me preguntó si tenía miedo de morir. Me quedé dura. Nadie me lo había preguntado así, tan directo, pero sin morbo. Le dije que sí, pero más que nada tenía miedo de no vivir lo suficiente. Ella asintió como si lo entendiera perfectamente, y me contó que a ella le pasaba lo mismo.
Desde entonces, nos volvimos casi inseparables. En las noches, cuando las luces bajan y todo se llena de ese zumbido de máquinas y suspiros, a veces cruzamos la cortina y nos quedamos mirando el techo, hablando bajito, como si el mundo fuera solo ese pedacito de hospital. Me mostró canciones que le gustan, y yo le hice escuchar rock nacional. Le enseñé malas palabras en argentino y se reía como loca cada vez que decía una.
Hayun me hace sentir un poco más humana, un poco menos “la chica enferma”. Con ella, puedo ser Yuna, la que sueña, la que ríe, la que a veces llora sin culpa. Siento que la vida, incluso en este lugar tan lleno de tristeza, me regaló una amiga de verdad. Y eso, aunque no cure nada, me llena el alma.
Un sábado al mediodía, mientras Hayun y yo hablábamos boludeces sobre qué nombre le pondríamos a un perro si alguna vez tuviéramos uno (ella decía «Mochi», yo decía «Churro»), entró alguien a la habitación.
Era un chico, más o menos de nuestra edad, con una sonrisa medio tímida y el pelo desordenado como si se hubiese peleado con el viento. Traía una mochila colgada de un hombro y una cajita de medialunas en la mano. Apenas lo vio, Hayun se iluminó.
—¡Joon! —dijo, y se abrazaron fuerte, de ese modo que sólo se abrazan las personas que se extrañan de verdad.
Yo me quedé en mi cama, medio incómoda, medio curiosa. Me saludó con un «hola» bajito y una sonrisa que me descolocó un poco. Era de esos que miran directo a los ojos, sin apuro, como si te estuvieran leyendo. Me dijo que era amigo de la infancia de Hayun, que se criaron en el mismo barrio, y que apenas se enteró que ella estaba internada, se organizó para venir a visitarla.
No sé bien en qué momento empezó a pasar, pero cada vez que venía —porque después de esa primera visita, volvió, y seguido— terminábamos charlando los tres… y después los dos. Al principio era todo liviano, cosas de música, películas, tonterías del día a día. Pero después, empezamos a quedarnos hablando cuando Hayun se dormía, con la tele de fondo y la luz tenue. Y ahí fue distinto.
Joon tiene algo que no sé cómo explicar. No me mira con lástima, ni con pena. Me escucha como si cada cosa que digo tuviera peso, como si importara de verdad. Me hace reír con chistes malísimos y me presta libros que subraya con anotaciones graciosas. Me hace sentir… no sé… presente. Como si no fuera un adorno más de este hospital.
Una noche, me trajo una flor dibujada en una servilleta del barcito de la esquina. Me dijo que no se animó a comprar flores de verdad porque “parecía demasiado”, pero que igual quería darme algo. Me lo dijo con esa sonrisa torcida que le sale cuando está nervioso. Y no sé, sentí que el corazón se me apretaba pero no de miedo… de ternura.
No sé si esto es amor. Todavía no. Pero sé que cada vez que escucho sus pasos entrando al cuarto, me late más fuerte el pecho. Y eso ya es algo, ¿no?
Nunca pensé que ese día iba a llegar. Después de dos años de entrar y salir de quirófanos, de quimios que me dejaban tirada, de radioterapias que parecían eternas, un día el médico entró con cara seria —como siempre— pero esta vez había algo distinto en sus ojos.
—Yuna, lo lograste —me dijo—. El tratamiento funcionó. Estás limpia. Te vamos a dar el alta.
Me quedé en silencio. No entendía. No reaccionaba. Era como si me hubiesen dicho que el cielo ahora era verde o que los perros podían hablar. Me costó procesarlo. Había estado tanto tiempo rodeada de la idea de la muerte que la posibilidad de seguir viviendo se me hacía rara. Extraña. Casi ajena.
Después lloré. Lloré como una nena. Lloré abrazada a mi mamá, a una enfermera que ni conocía bien, lloré en el baño sola, lloré con Hayun.
—Vas a salir, Yuna —me dijo ella—. Vas a ver el mundo. Por las dos.
Y así fue. Me fui del hospital con una valijita chiquita y un millón de cosas en la cabeza. Los primeros días afuera fueron rarísimos. Me molestaba el ruido, la luz del sol me dejaba atontada, la gente me parecía acelerada. Pero también me sentía… libre. Respiraba distinto. Caminaba lento, como si tuviera que aprender a moverme en este mundo de nuevo.
Joon me acompañó. Siempre estuvo. Me esperó con una flor de verdad esa vez —una margarita— y me la dio sin decir nada. Yo la agarré y le sonreí. No necesitábamos palabras.
Pasaron unos meses. Volví a casa. Empecé a recuperar fuerzas, peso, pelo, vida. Me animé a salir, a hacer cosas que nunca había hecho antes. Andar en bici. Comer helado en una plaza. Ir al cine con Joon. Me sentía nueva. Asustada, pero viva.
Y un día, Hayun me mandó un mensaje. Solo decía: “Estoy curada.”
Corrí al hospital ese mismo día. Cuando la vi, las dos nos abrazamos tan fuerte que parecía que nos íbamos a desarmar. Ella también lo había logrado. Contra todo pronóstico, contra todas las veces que creímos que no llegábamos. Ahora estábamos las dos del otro lado.
Nos miramos y supimos que ya nada iba a ser igual. Éramos diferentes. No mejores, ni más fuertes que nadie. Solo distintas. Con una historia en la piel que no se borra, pero que tampoco nos define.
—¿Y ahora? —me preguntó ella.
—Ahora, a vivir —le respondí.
Y por primera vez en mucho tiempo, supe que lo decía en serio.
Hoy tengo veintiséis años. Y todavía me cuesta creer que llegué hasta acá.
A veces me despierto en la madrugada y por un segundo me olvido de todo lo que pasó. Me levanto, camino por mi departamento con medias sueltas, me sirvo un té y miro por la ventana como si fuera algo normal. Pero después, cuando me acuerdo de dónde vengo, todo se vuelve más valioso. Cada instante, cada respiro, cada ruido cotidiano.
Vivo en un departamento chiquito, lleno de plantas que casi siempre están medio tristes porque me olvido de regarlas, y libros apilados en cualquier lado. Hay fotos pegadas en la heladera, entre ellas una de Hayun y yo, en una playa del sur, riéndonos como locas, con el viento despeinándonos todo.
Ella también se salvó. Terminó estudiando arte, y hace exposiciones con pinturas que parecen arrancadas de otro mundo. Nos vemos seguido. A veces viene a dormir a casa y nos quedamos charlando como en la época del hospital, pero ahora sin la cortina de por medio.
Y Joon… bueno. Joon está conmigo. Desde hace años. No como un héroe, ni como un salvador, sino como un compañero. Me ama con cicatrices, con pasado, con alma. Cocinamos los domingos, nos peleamos por cosas tontas, hacemos listas de lugares a donde queremos ir aunque después no vayamos a ninguno. Y cada vez que me abraza, siento que el corazón me vuelve al pecho.
Mis papás también cambiaron. Mucho. El día que me internaron por primera vez, fue como si se les rompiera la armadura. Esa rigidez que llevaban puesta, esa obsesión por el control, todo se les cayó de golpe. Lloraron, me cuidaron, pero sobre todo, me escucharon. Por primera vez, me vieron. No como «la hija perfecta», sino como Yuna. La que siente, la que sueña, la que a veces se equivoca. Hoy, a su manera, me dejan ser. Me preguntan si soy feliz. Y yo les digo que sí. Porque lo soy. Libre. Mía.
No soy la misma que era a los dieciséis, pero esa parte sigue viva adentro mío. La que soñaba con un amor, la que escribía cartas sin destinatario, la que tenía miedo de morir sin haber vivido.
Hoy miro todo lo que tengo, la vida, los amores, las risas, incluso las tristezas nuevas y entiendo que todo valió la pena. Que estoy acá, completa. No perfecta, no entera, pero sí viva. Y con eso, me alcanza.
A veces me siento en el balcón, con las piernas cruzadas y una taza de café frío en la mano, y me pongo a pensar en todo lo que vivimos. En lo que fuimos. En lo que somos ahora. Y no puedo evitar sonreír.
Hayun, esa chica que conocí detrás de una cortina blanca en una habitación de hospital, sigue siendo mi mejor amiga. La hermana que elegí. La que me empujó a vivir cuando yo ni sabía cómo se hacía. Hace tres años consiguió novio, y yo, colgada como soy, me olvidé de contarlo en esta historia. Se llama Bruno, es músico, y tiene una risa contagiosa que la hace brillar todavía más. Se conocieron en una muestra de arte, obvio, y desde entonces no se separan. Ella dice que lo supo desde el primer mate que compartieron.
A veces nos juntamos los cuatro: Hayun, Bruno, Joon y yo. Cocinamos, charlamos hasta la madrugada, nos reímos de cosas viejas, de anécdotas del hospital que ahora, con el tiempo, duelen menos y se sienten más como cicatrices que sanaron. Hasta hacemos chistes con eso. Hayun siempre dice que si sobrevivimos a todo eso, podemos con cualquier cosa. Y tiene razón.
Joon, mi amor sereno, sigue a mi lado. Me acompaña en los días nublados y en los soleados también. Me abraza cuando no tengo respuestas, y festeja mis pequeñas victorias como si fueran enormes. Con él, no necesito escapar de nada. Solo estar.
Y yo… yo soy feliz. Con lo simple. Con lo real. Con lo imperfecto.
Somos tres personas que un día compartieron el mismo dolor, y que ahora comparten la misma alegría. No nos olvidamos de lo que pasamos, pero no dejamos que eso nos defina. Elegimos vivir. Elegimos amar. Elegimos quedarnos.
Y si algo aprendí en todo este camino, es que la vida, por más injusta o difícil que parezca, siempre te guarda al menos una buena sorpresa. A veces tarda. Pero llega.
Y nosotros somos prueba de eso.
FIN.
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