—Ese que ve allá en medio es el cerro de Palogordo.
—¿Ese que tiene casitas rojas, nono?
—Sí, para allá vamos. Todo ese lugar está lleno de mal paridos.
Habían salido por el camino abierto del monte, al norte, antes del amanecer. De allí a Palogordo una hora larga. Subían con los enseres a cuestas, montaña arriba, y montaña arriba los alcanzó el amanecer sin darse cuenta siquiera.
La primer madrugada —porque luego fueron otras las veces que subieron— Victoria iba detrás de su nono cargando un bulto pesado, sofocada por la subida en la montaña. Por partes, la maleza del camino les daba en la cara y los mosquitos no dejaban su respirar; a cada paso dado algo parecía quedarse atrás; a cada lado algo en la maleza aparentaba acercarse. No estaban cerca aún.
—Victoria, ¿cuántos años fue que usted cumplió que días?
—No sé, nono. ¿Catorce?
—Eso ha de tener, más o menos.
—Sí.
—Parece una mujer ya.
—Sí.
—¿Y sabe que las mujeres tienen un sabor?
—Si tú lo dices, será verdad.
—Ya está en edad como para que supiera algo, ¿no?
—Ya estoy grandecita, ¿cierto? Pero esta vaina pesa como jum.
—Ya está grandecita, es cierto. Menos mal lo sabe.
La luz empezaba a rodear los árboles oscuros, y los mosquitos, que nunca duermen, empezaban a correr por el aire con el ruido de sus alas en la ancha madrugada que parecía no acabar. Ancho también era el sonido de las chicharras, borrachas en su despertar, y el olor a amanecer que subía desde el suelo como una forma más del tiempo.
Victoria había cumplido años hace poco, y al no encontrarse su papá —porque la abandonó cuando era criatura, según le dijeron— ni su mamá —porque también—, su regalo fue por parte de los nonos, que por más hacer la habían recogido cuando no le quedaba ya nadie y la habían amparado en lo que pudieren, según sus opiniones.
Su nona fue la que le dijo la noche anterior:
—Ya está buena de no hacer nada y andar por todo el pueblo todo el día, Victoria. De ahora en adelante le va a ayudar a su nono con la labor del campo. Antes de que anochezca deja todo listo para la jornada. Antes del amanecer quiero saberla en el monte, ¿me oyó?
—Sí señora.
Sus nonos fueron hortelanos; cultivaron la tierra en unas parcelitas que les había dejado, hace ratos irrecordables, un préstamo nunca cobrado por alguien igual de irrecordable. Viejos ya, pasaron a mudarse a una casa en la cabecera del pueblo, y subían al cerro de Palogordo varias veces al mes para trabajar la tierra. Pasados los años, sólo subía el nono; llegada Victoria a la edad, empezó a subir con ella.
—Hay algo en este mundo que se llama dolor, Victoria.
—Sí, nono.
—¿Ya lo conoce?
—Creo que no.
Para decir algo, nunca fue tratada de una manera diferente a una arrimada. Como nubes pasando iban y venían los días, los meses, los años y la muchacha creció en medio de sus dos nonos cerrada a la posibilidad de pertenecer a algo, de tener una raíz donde reconocerse más allá de un pueblo apagado. Pero la verdad es que nunca le insinuaron —sus nonos, las circunstancias, la vida misma— lo que pronto empezaría a pasar consigo y con su cuerpo, y lo que representaría más tarde para su nono su cuerpo precisamente, o más bien solamente, ya que parecía que desde su cumpleaños Victoria pasó a significar solamente eso: un cuerpo solamente: un pedazo tibio utilizable, merecido, disponible para quien supiere someterlo.
—Victoria, y a todas estas, ¿usted sabe dividir?
—No, nono. No me han enseñado.
—Pero sabrá sumar, ¿cierto?
—Claro.
—Entonces sabrá cuánto es la mitad de algo.
—Claro.
—¿Y sabe que usted también tiene una mitad?
—¿Mi ombligo?
—Ajá, su ombligo.
—…
—De su ombligo para abajo es una parte; de su ombligo para arriba, otra.
—…
—Por eso usted tiene dos partes, si me está entendiendo.
—Si tú lo dices.
—Es así.
—…
—Lo que quiero decir es que esas dos partes vienen a ser de su nona y mías, que la recogimos cuando criatura.
—Sí.
—Para que lo vaya recordando ahora que lleguemos.
—Sí, nono, ¿pero ya casi llegamos?
—Ya casi.
—¿Sabes cuánto falta?
—Algo.
—¿Y eso es mucho?
Él no respondió. Estaba ya en otro lugar perdido más adelante de sus pensamientos, más adelante de sí mismo y perdido lo suficiente entre su deseo como para preguntar:
—Victoria, ¿cuál de las dos partes suyas cree que me toque a mí? ¿La de abajo o la de arriba?
—¿Qué dices?
—Digo que quiero dejarlo a su elección.
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