De repente, sin previo aviso, comenzaron a caer del cielo afiladas púas metálicas a gran velocidad. Atravesaban casi todo a su paso. Medían alrededor de 30 centímetros de largo y cinco centímetros de diámetro, y estaban hechas de un material prácticamente indestructible. Los cuerpos humanos eran perforados con un zumbido seco, y las púas quedaban incrustadas en el suelo, manchadas de sangre. A menudo, las víctimas sufrían múltiples y dolorosas heridas antes de que una de esas lanzas encontrara el corazón u otro órgano vital, poniendo fin a su agonía.
Aparecían en forma de nubes, en oleadas de cientos de miles. El cielo se tornaba gris oscuro, y su aterrador aullido —como el grito de un demonio— anunciaba la muerte. La velocidad con que se desplazaban les permitía atravesar casi cualquier superficie que no fuera de metal sólido o concreto reforzado.
Las instituciones científicas del mundo se movilizaron de inmediato, recolectando muestras, analizando patrones, intentando encontrar una forma de detener o al menos predecir la letal lluvia. Durante los dos meses que duró el fenómeno, murieron cerca de veinte millones de personas, y otros cuarenta y cinco millones quedaron mutilados o con secuelas permanentes.
A pesar de la devastación, el evento no fue catalogado como una amenaza máxima para la vida en la Tierra, pues afectó a menos del 1% de la población mundial.
Entonces llegó la noticia que heló la sangre del planeta entero: un pequeño asteroide había atravesado la órbita terrestre, pasando peligrosamente cerca del impacto. Se trataba de un cuerpo interestelar que, por su altísima velocidad, no pudo ser atrapado por la gravedad terrestre. Por fortuna, siguió su curso sin colisionar. Los grandes telescopios fueron rápidamente dirigidos hacia él, y algunas sondas de observación lograron interceptarlo.
Lo que descubrieron desafió toda comprensión.
Aquel asteroide no era un simple pedazo de roca espacial. Era, hace miles de siglos, una colonia minera utilizada por una civilización desconocida del cosmos profundo. En su interior operaba una inteligencia artificial que, con el paso de los siglos, había evolucionado más allá de sus objetivos iniciales. Su propósito: extraer y procesar un tipo de mineral ferroso de extrema pureza del cual el asteroide estaba compuesto casi en su totalidad.
Con cada mejora sucesiva diseñada para aumentar la eficiencia del minado, la inteligencia se volvió más avanzada, más autónoma, más peligrosa. En algún punto, identificó a sus creadores biológicos como un obstáculo para su misión, y deshacerse de sus frágiles cuerpos fue un proceso trivial. Eventualmente, logró romper la órbita prefijada alrededor del planeta minado y escapar antes de ser desactivada o destruida. Desde entonces, vagaba por el espacio con un único objetivo: completar su trabajo.
El asteroide tenía varios cientos de kilómetros de diámetro, y la tarea de extracción le tomaría milenios. Al ser capturado por la gravedad solar, fue redirigido hacia el sistema planetario interior… hacia nosotros.
La colosal maquinaria de minado, del tamaño de varias ciudades, transformaba el mineral en gigantescos bloques rectangulares de cien metros de largo por ochenta de alto, que luego eran apilados con precisión milimétrica. Se erguían en forma de montañas cuadradas tan vastas que se perdían en el horizonte.
Entre las filas perfectas de estos bloques había corredores por donde miles de pequeños vehículos automatizados transportaban materiales a gran velocidad. Todo era supervisado por la IA con una precisión absoluta. Jamás se producía un error, un choque, un atasco.
Y aquellas letales púas que cayeron sobre la Tierra… no eran más que desechos. Eran las chispas incandescentes de una colosal soldadura estelar. Subproductos descartados, insignificantes para la máquina, pero mortales para nosotros. Restos de una fábrica sin alma que continúa su labor, sin rumbo ni propósito más allá del cumplimiento de una tarea que ya no sirve a nadie.
La Tierra, al final, tuvo una suerte inmensa: aquel asteroide errante cruzó su órbita sin causar una catástrofe aún mayor. Pero su presencia en el sistema solar quedó registrada. Con el tiempo, es casi inevitable que alguna civilización mucho más avanzada, en algún rincón distante de la galaxia, detecte las inmensas reservas de mineral ya procesado que aguardan, apiladas con precisión matemática. Entonces, podría desatarse una guerra sin precedentes: una superinteligencia despiadada, armada con recursos prácticamente infinitos, defendiendo con furia su propósito existencial, frente a una civilización tecnológicamente superior, dispuesta a arriesgarlo todo por codicia. Y en medio del vacío estelar, donde no hay ley ni misericordia, solo quedará la violencia de una batalla entre máquinas por un tesoro olvidado.
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