Con una seriedad inusual, su padre le prohibió acercarse al ferrocarril y, sobre todo, al túnel. Recordaba su mirada perdida y la procesión de personas que salían del túnel entre llantos y gritos. Desde entonces, Francisco creció con una irresistible fascinación por el tren. Corría tras su silbido como si fuera un llamado y desde la colina lo veía esconderse en la herida abierta de la montaña, donde los gastados rieles desaparecían en la más densa de las sombras.
Tras regar los girasoles de la jardinera, Francisco escuchó a lo lejos el rumor del ferrocarril. En lugar de subir a la colina, siguió por el camino hasta encontrarse con el balastro. La grava producía un zumbido que parecía fundirse con los sonidos del campo. Luego, la tierra tembló con violencia y el jadeo metálico de la locomotora ensordeció al arroyo y a las aves. El tren se detuvo frente al muchacho. Al disiparse el humo, se abrieron las puertas rechinantes.
Había dos hileras de bancas, separadas por una alfombra de terciopelo color salvia, y un silencio de abandono. El estilo no tenía nada de moderno ni antiguo; era la expresión de una exacta necesidad. Se sentó en uno de los intactos asientos de caoba y el tren reanudó su viaje.
Veía Francisco cómo el ferrocarril arrastraba a su patria hasta perderse por el rabillo de su ojo, y después, la negrura del túnel. En el vagón, doseles luminosos colgaban sobre el pasillo central; unas cuantas islas de luz. Francisco permanecía sentado; su corazón desbocado parecía buscar una salida, una salvación. Sus lágrimas cayeron cargadas del peso de un llanto sofocado.
El túnel parecía descender al estómago del mundo; una oscuridad sin fin que se había tragado el tiempo.
Una puerta.
Al fondo del vagón, una niña, de rodillas en el pasillo, respiraba con dificultad, con el rostro oculto tras su cabello castaño. La observó Francisco por unos minutos y le preguntó: «¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?». Se quedó sin respuesta. Bajó la vista un instante, y cuando quiso mirar de nuevo a la niña, esta se había sentado y lo miraba asomándose por un lado del respaldo del penúltimo asiento. Francisco se levantó y retrocedió por el pasillo; la niña no se movía, incluso su cabello estaba tieso como una cortina de cobre, sus ojos empalados en él. Topó con el extremo del vagón y deslizó sus hombros hasta quedar sentado; abrazó sus piernas.
El traqueteo del tren comenzó a apagarse. Titilaban las luces y el aire, cargado de partículas filosas, se espesaba. La niña se dejó caer al pasillo y comenzó a gatear como un perro herido hasta Francisco, que selló sus ojos y frunció el rostro. Escuchó pisadas aceleradas; quietud. El rechinido de las puertas. Sintió una mano en su hombro y un susurro férvido: «no te bajes…, por lo que más quieras, no te bajes».
Cuando se sintió liberado de aquella mano, abrió los ojos. Con una respiración tan honda que parecía arrastrarse por el suelo, miró a su alrededor y se levantó. A un lado estaba la salida; la grava y la pendiente de la colina arropadas por una atmósfera de azafrán. Bajó los escalones, giró para darle una última mirada al vagón. Un paso más.
Por la ventana frente a él, la niña meneó la cabeza y se escondió detrás de sus manos. Francisco corrió por el camino hacia su casa.
En la puerta encontró a su padre, con un girasol en su regazo; su piel, de un azul acero imposible, cubría un cuerpo de una fragilidad y deformación inhumanas. Con los ojos dilatados, una mirada sin nadie detrás, repetía:
—No te acerques… a las vías… al túnel… a la niña.
Francisco huyó a la colina; una muchedumbre estaba agolpada en el túnel, despedazando un pequeño cuerpo. El rumor del ferrocarril. Corre el tren sobre huesos resquebrajados, directo a la boca de las tinieblas.
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