0.1 – «Primera Vez En La Ciudad» – 24-04-2023
Cuando llegué a la prepa aquel día, lo hice con una mezcla de familiaridad y confianza. Ese lugar, que ya había aprendido a ver como mi centro de estudios, no me intimidaba. Pero esa mañana no estaba ahí para tomar clases, aunque sí las había. Había ido a presentar mi solicitud de «baja temporal.»
El año había sido pesado. Ser secuestrado no pasa impune, aún teniendo la no muy frecuente dicha de recuperar la libertad después de haberlo sido… dicha que muchos a los que les pasó lo que a mí no tuvieron oportunidad de alcanzar, y muchos otros aún anhelan hacerlo.
No era algo que pudiera simplemente ignorar o dejar atrás. Aunque mi familia trató de envolverme en una burbuja de normalidad, sabía que todos lo sentían. En los silencios incómodos durante las cenas, en la forma en que mi madre revisaba dos veces las cerraduras de la casa, o en cómo mi papá apenas podía mirarme sin que se le endureciera la mandíbula. Para ellos, yo había vuelto. Para mí, no estaba tan claro.
Había algo extraño en todo el asunto, algo que no cuadraba con la narrativa oficial. David me lo mencionó primero, con la convicción de un conspiranoico amateur: «No fueron los federales los que te sacaron de ahí. Eso lo sabemos todos… y Dios sabe que no fueron los draconarios» Yo no tenía ganas de discutirlo, pero en el fondo, sabía que tenía razón.
Sabía que los «Underdogs» eran reales y más serios de lo que los medios oficiales los consideraban en todo el mundo, que había alguien ahí afuera luchando contra cosas que el resto de nosotros ni siquiera podía imaginar. Había pasado el último año uniéndome a la causa de manera informal, tras haber pasado mis años de secundaria aprendiendo sobre ella. Los «underdogs» me fascinaron como lo habría hecho el oír sobre superheroes reales (algo más cercano a los «underdogs» que a los proclamados «superheroes reales» o RLSH que en distintos paises, sobre todo Estados Unidos, habían ido aumentando en popularidad, pero no tanto en efectividad… ). Por eso creé a «Spyder Poison» y me uní a la costumbre de hablar sobre noticias, mitos modernos, denuncias, conspiraciones y «contraperiodismo» entremezclado con temas de arte, comics, música, fotografías, leyendas y otros temas de interés más «normales». Era mi manera de ser un «underdog» informal. Me uní al «tren» de personas que exigían justicia y expresaban sus ideas con esos nombres y estética variopintos, pero me lo tomé a veces muy en serio. No eran solo hashtags; investigaba, compartía datos relevantes, y me metía en conversaciones con una insistencia que a veces rozaba lo imprudente. La gente me escuchaba, pero no siempre me tomaban en serio. No tuve muchos seguidores como los «Underdogs» serios pero sí tuve un alcance hasta eso notable.
«Underdog» era alguien a quien veía no como un líder de secta o un político, como lo acusaban en los medios. Era simplemente alguien a quien no veías distinto a ti mismo y sin embargo era admirable. Ese era el punto de su figura, supongo: convencer a todos de que bajo esa máscara, estaba uno mismo peleando y hablando. Por eso su nombre particular era el mismo que todos llevabamos como parte del movimiento. Por un tiempo, me sumé a su campaña, retuiteando sus publicaciones y compartiendo información que él presentaba, pero no podía igualar su pasión ni su dedicación. A veces sentía que solo estaba siguiendo la corriente, como si mis gestos fueran insuficientes frente a la magnitud del problema. Era un «underdog» de escritorio, un sabueso virtual, siguiendo rastros digitales que llevaban a causas que no siempre entendía pero que, de algún modo, siempre terminaban importando, aunque la mayoría de las campañas parecían perderse entre el ruido.
Hasta que pasó lo inesperado: el secuestro y el rescate.
Ser privado de la libertad no es algo que pueda ser descrito fielmente con todas las palabras que haya disponibles, o tal vez no soy realmente poético como para desahogarlo por escrito, pero sólo me atrevo a contar lo que pasó y ya.
Mi rescate fue sólo tan grande como mi secuestro. Durante los últimos minutos antes de ser liberado, cuando aún estaba encerrado y jadeando por la noción de estar otro día cautivo y de que por cuarta vez había amanecido en ese cuarto, estuve a punto de caer en una desesperación que casi me da un colapso. Fue ahí que mi rescatista llegó.
Como si fuera «El Zorro», llegó un minuto después de que se escucharan las lejanas campanadas de una iglesia, dando la primera llamada a Misa.
La casa entera donde me tenían vibró y se inundó de estruendos. No eran solo golpes, sino detonaciones y estallidos. Había petardos que explotaron dentro de la casa y muebles que se rompieron. Finalmente, la puerta se abrió y uno de los captores entró dispuesto a levantarme (yo estaba en el suelo, sin fuerzas para moverme), pero fue tirado hacia atrás, y quien apareció en su lugar fue el que había provocado el alboroto. El cuerpo vestido de negro y amarillo, con la cara cubierta y los brazos en guardia, esperó a que vinieran otros tres y a todos les dió una paliza en el mismo cuarto donde yo estaba tirado junto a la cama. Uno más apareció, pero igual barrió el suelo con él. Lo que me dijo, que seguramente eran cosas como «estarás bien» o «levántate, te irás de aquí», no lo recuerdo. Mi mente estaba abatida y todo se movía tan rápido que hasta parecía, paradojicamente, verlo en camara lenta. Arrojó una bengala de humo amarillo y me llevó a rastras hasta la terraza, de donde me bajó aunque no recuerdo cómo, si por escaleras, saltando a algún punto suave, con un cable… puedo imaginarlo pero no lo recuerdo.
Llegando al suelo hubo disparos de nuevo, y creo que estos lo tomaron por sorpresa, porque me hizo correr por mi cuenta mientras él contrarrestaba el ataque. Por primera vez desde que desperté ahí, ví el cielo y estuve al aire libre, y estaba en una zona… de afueras de una ciudad, pero e inmediato supuse que no era mi ciudad. El terreno era amplio y las calles grandes. Había casas de bajos recursos y otras de altos, un contraste que inundaba toda la ruta. Había muchos terrenos vacíos con pasto y pastizal y muchos árboles… includias bastantes palmeras. Corrí por una calle y luego dí vuelta seguido por mi rescatista, y seguimos todo el tramo hacia lo que después supe que era el oeste.
Lo supe cuando a lo lejos se empezó a ver el mar. La ciudad era evidentemente mexicana, imagenes Católicas y banderas tricolor que llegamos a toparnos lo delataban. Cuando pregunté qué mar era ese y la respuesta fue que era el pacífico, no podía estar corriendo hacia otro lado salvo el oeste. En nuestro tramo, muchos perros ladraron con fiereza, aunque de algún modo sentía que había coordinación en sus ladridos, como si se estuvieran pasando información respecto a nuestra fuga, o nos estuvieran alentando, o comentando la fuga como si fuera un partido. Incluso mi rescatista parecía responder, porque gritaba como si diera ordenes o hasta respuestas. Me encontraba demasiado alborotado para detenerme a pensarlo.
Al fin llegamos al centro de la ciudad y me sentía como en un sueño loco en los que pasas de un lado a otro en un santiamén. Había conocido Puerto Vallarta de pequeño pero tenía años sin ir, y en mis tres días cautivo no pasó por mi mente que ahí era donde estaba, ni por un segundo. Apenas en ese momento fue que pude razonar y observar a quien me había rescatado, cuando antes de llegar a las partes más pobladas se detuvo. Su atuendo era evidentemente el de un Underdog… pero era él. Era Él, Underdog, el original. El que un día estaba en Texas, al siguiente en México y luego se iba a Canadá. El que no necesitaba otro nombre.
Se cambió velozmente de atuendo como un mago en un show público. De pronto, sin que nadie más que yo se diera cuenta, saltó sobre un arbusto como «Underdog» y salió algunas calles después como un muchacho apenas un poco más grande que yo, dejando el atuendo negro y amarillo y llevando una chamarra blanca, alcanzandome mientras miraba desorientado las calles antiguas de la ciudad costera.
Si con sacarme de la casa no era suficiente, me acompañó todo el rato que estuve ahí. Me llevó a desayunar (no había comido casi nada), me llevó a la Iglesia a que me calmara en el silencio y luego me llevó a un condominio a las afueras de Vallarta por el norte, donde tenía rentado un pequeño apartamento donde pasé la noche sólo. Hablé todo el día con un «Underdog» desenmascarado y tan humano como yo, pero en todo el rato, nunca supe su nombre. Al día siguiente, él y otros «underdogs» aparecieron de nuevo, con sus «uniformes», y me llevaron todos a una combi que parecía de cualquier grupo bohemio de viajeros. Esa noche llegué a Güadalajara, y al día siguiente estuve de vuelta en CDMX.
«Underdog» me entregó personalmente a mi familia. Por supuesto, la policía llego a interrogarme sobre mi experiencia. No pude dar nada que pudiera delatar a mis agresores. La única pista que tenía era la forma de sus máscaras… pero Underdog dijo que eso, aunque era una gran pista, sería ignorado por la policía. Según él, quienes me capturaron no eran una banda «equis», sino una división de un grupo organizado y que él había querido desmantelar. No me dió mucha más información, pero me dijo algo que estuvo resonando en mi cabeza varias semanas después: «Fuiste capturado porque te creyeron un Underdog de verdad… y todo el que lleve ese apodo, sea formalmente parte de nosotros o no, es un enemigo para la revolución».
Por todo el país se hablaba de «la revolución» moderna como se hablaba del terrorismo en el medio-oriente, pero nunca había llegado a ser algo tan fuerte. Los medios consideraban a la revolución algo aficionado, pero los «Underdogs» denunciaban que esta causa misteriosa era la que controlaba a todo el crimen organizado en el país. Esto fue declarado «noticia de pánico» por nuestro presidente previo, Esteban Peñaloza, y «teoría de conspiración alarmista» por nuestro presidente actual, Rodolfo Becerril.
Pero esas palabras quedaron ahí, suspendidas en el aire, mientras yo miraba mi solicitud de baja temporal y trataba de convencerme de que solo era una pausa para tomar aire. Quizás lo era. O quizás ya era el inicio de algo más, algo que aún no sabía nombrar.
Lo que sí sabía era que, aunque nadie más lo entendiera, el secuestro había abierto una puerta que no estaba seguro de querer cruzar, pero que, de alguna forma, sentía que ya no podía cerrar.
Era raro ir a la prepa en un día escolar normal pero no entrar a clases, ver a los estudiantes moverse por el patio y estar yo ahí por algo que no era estudiar. Pasé a la oficina de asesoría al estudiante y el coordinador con el que había estado hablando mi caso finalmente me dió mi baja temporal. Fue bastante rápido, y salí de la escuela bastante tranquilo, sabiendo que tenía asegurado mi lugar de vuelta aunque apesadumbrado por tener que recuartear, y sin saber muy bien que haría esta primera mitad del año sin ir a clases.
Me subí a la estación del metrobús como ya me estaba acostumbrando a hacer. «Ya tienes edad para moverte solo por la ciudad», me había dicho no mi padre ni mi madre, sino mi mejor amigo. Él fue el primero en llevarme —y cuidarme, si se puede decir así— fuera de la escuela, aunque solo fuera a la vuelta de la esquina por un cómic y una rebanada de pizza de mala calidad. Ahora era distinto, pues iba solo, pero todo debía marchar con normalidad. Sabía en qué estación subirme, justo frente a aquella torre de cristal recién terminada, con sus colores blancos y azules brillando como nuevos. Subiría al gran metrobús rojo y seguiría la ruta hasta mi casa…
Pero no lo hice.
Quizás porque era la primera vez que realmente tenía tiempo para moverme a mis anchas. ¿Fue irresponsable? Claro que sí. Más aún cuando apenas me había empezado a «recuperar» de aquello a lo que se expone uno andando sólo por la ciudad, vaya que lo fue… pero también fue lo que me puso en el camino que definiría mi vida. Todo el dolor y la confusión que vendrían después fueron, de algún modo extraño, lo mejor que pudo haberme pasado. Así comenzó mi camino como un rondador primerizo en la Ciudad de México.
Por eso, ya sea por inmadurez, casualidad (que más tarde aprendería que casi nunca existe), providencia, o alguna razón insondable, subí a la estación entre la torre cristalina y la torre gris con vidrios azulados, pero dejé pasar el metrobús. Sabía que tardaría cinco minutos en venir el siguiente.
«¿Por qué no?», pensé. «Ya estoy aquí, y es temprano. ¿Por qué no hacer parte del tramo a pie?»
Era un día despejado de primavera, en plena Pascua. Con el cielo apenas decorado por unas cuantas nubes, el sol se volvió testigo de mi andar, peligroso e inesperado, sobre la Avenida Insurgentes. Caminaba por el lado oriental de la banqueta, un muchacho de dieciséis años conociendo las calles de su ciudad por primera vez. A mi alrededor, adultos absortos en sus propias rutinas apenas notaban a un niño con mochila al hombro, caminando fuera de horario de clases, sonriendo como tonto, emocionado por todo lo que veía. Llevaba pantalones de mezclilla y una playera roja con el logo de los «Chiefs,» orgulloso porque ya hacía más de un mes que habían ganado otro Super Bowl.
No tenía un destino claro, solo iba a mi casa tomando el camino largo. Eventualmente tendría que subirme al metrobús, porque si no, llegaría hasta después de cenar. Pero por ahora, solo quería caminar, mirar a mi alrededor y sentirme como un explorador primerizo en mi propia ciudad. Tal vez quería también sentirme seguro de que podía andar sin que me pasara nada, que podía ser un transeunte normal al menos un día. No esperaba que ocurriera nada especial.
Por eso me pareció tan inaudito que, apenas en mis primeros pasos por la gran ciudad, algo marcara ese día como un «momento divisorio.»
A mi izquierda, más allá del camellón, los edificios altos dominaban el paisaje. Eran oficinas de empresas cuyos nombres no me decían nada y bancos que no entendía. A mi derecha, los edificios eran más pequeños, llenos de restaurantes y negocios culinarios. Fue ahí donde me encontré con algo distinto: un edificio blanco, de una sola planta y arquitectura agradable, con arcos en la cima de los muros y ventanas simétricas flanqueando la entrada. Sobre la fachada, leí el nombre del lugar: «Las Colinas.» Justo debajo, una leyenda decía: «Desde 1977.»
Esa simple inscripción debajo del nombre del restaurante me llamó la atención más de lo que esperaba. Era algo en la forma en que el lugar se presentaba, con su arquitectura blanca y su aire de haber estado ahí desde siempre, lo que me hizo imaginar historias de familias enteras comiendo ahí, de parejas jóvenes encontrándose por primera vez, o de alguna tía excéntrica insistiendo en pedir el platillo más raro del menú. Quise entrar, pero sabía que sería raro llegar sin un propósito más claro que mi curiosidad. En eso, de pronto:
– ¡Pasa, muchacho! – dijo un hombre que estaba en el podium de recepción donde se anotaban nombres de comensales. Era regordete, alto y de cabello castaño, con un bigote y un aspecto bonachón.
– ¡No, gracias! – dije, apenado. – Sólo estaba viendo. Tengo algo de prisa.
– Oh, bueno, cuando gustes eres bienvenido. – dijo – Es un sitio ideal para una buena comida.
– Ya lo creo. Tiene un muy buen aspecto y huele muy bien.
– ¿Verdad? Y si gustas también tenemos la variedad de «Fusione» aquí al lado, que combina nuestra bella gastronomía con la identidad de la bella Italia.
– ¿Los dos restaurantes son del mismo dueño? – pregunté.
– ¡Sí! El Señor Carlos Torre, amante de la buena comida y el sano ambiente familiar – dijo casi como si se estuviera presentando, y notando mi mochila preguntó: – ¿Saliendo de la escuela?
El bonachón anfitrión (deduje que era el gerente del restaurante) parecía muy entusiasmado por conversar. Yo por mi parte estaba algo tímido y poco confiado.
– No… Bueno, ¡sí! De hecho sí – dije. No estaba saliendo de clases… pero sin duda estaba saliendo de la escuela, aunque fuera sólo para recoger mi baja.
– Los estudiantes son el futuro, pero deben tener buena formación para asegurarlo. ¿Gustas un consejo?
– Seguro… – dije, medio con ganas de ya seguir con mi camino. Hablar con un extraño sobre la banqueta de la avenida no era la gran rareza, pero para mí era algo incómodo.
– Hacer el hábito de la lectura – dijo – Y con buenos libros. ¡Nada hace tanto bien como un buen libro! No solo hablo de estar bien escrito, sino de ser benévolo en su contenido y sus frutos para el lector. Si gustas puedes pasar a la librería aquí a un lado, ¡también es mía!
Señaló hacia el sur y me dí cuenta de que en mi paso desde esa dirección no había notado que el edificio de junto al restaurante era una librería. Parecía más bien una casa normal, y un gran árbol la cubría co su frondosa copa, pero en efecto, había estanterías con libros pegadas a las ventanas. Seguro era una casa convertida en librería, aunque parecía una de viejo.
– ¡Vaya! No había notado que era una… – entonces me detuve y miré al señor: – ¿Digo que «también» es suya? Entonces… ¿usted es el dueño del restaurante?
El sujeto se encogió de hombros, hizo una reverencia y extendió la mano.
– Carlos Torres, para servirle. También amante de la buena lectura.
Estreché su mano, siendo la primera vez que lo hacía sin que fuera en una reunión con mis padres. Mi papá me había enseñado a apretar con fuerza para demostrar carácter, pero no lo puse en práctica esa vez y tuve que disimular.
– Gracias, pues sin duda pasaré algún día a la librería. Sólo que ahora no tengo…
– Tengo una idea. Quédate aquí.
El sujeto hizo una expresión como de desafío y asertividad y se fue caminando a la casa-librería sin decir nada. No tenía por qué quedarme a esperar, pero la inercia me dejó estático en mi lugar. Salió rápidamente con un libro de pastas blancas en la mano.
– Un regalo para un joven promesa del futuro – dijo, extendiéndome el libro – Me tomé la libertad de elegirlo, pero creo que éste es adecuado para todo joven.
Sorprendido, tomé el libro y leí el título: «Manual de un Kavalier». A algo me sonaba el título, sobre todo esa manera en que estaba escrita la palabra (que no importa en qué idioma estuviera, era evidente que significaba «Caballero»). No sabía qué decir.
– Creo que te puede servir de mucho – dijo – Un manual para el individuo que todos podemos ser.
– Bueno… ¡gracias! – al fin pude decir, simplemente – Lo aprecio mucho de verdad. ¿Seguro de que me lo regala?
– ¡Seguro! – dijo – Es una obra exquisita. Ya verás cuando la leas.
Le agradecí otra vez y me dijo que no dudara un día en pasar a comer a su restaurante. Él reverenció y entró al sitio para continuar con su jornada, y me sentí extraño de que ese fuera mi primera socialización a solas en el exterior fuera de la escuela.
Seguí caminando, encontrándome con el otro restaurante un par de metros más adelante «Fusione» decía el letrero, con un diseño que mezclaba colores verde, blanco y rojo, como si estuviera intentando abarcar todas las tonalidades de México e Italia al mismo tiempo. La idea de tener tacos al pastor y spaguetti con salsa boloñesa en el mismo lugar o una pizza con mole me pareció suficiente para hacerme sonreír, así como las fotos en el interior de las chalupas en los canales de Venecia y las trajineras de Xochimilco, y un bigote mexicano junto a uno italiano, pero tampoco era el momento para detenerme ahí. Quizás algún día.
Sin embargo, algo que realmente detuvo de nuevo mi atención fue el edificio entre los dos. Al principio, no parecía gran cosa: una estructura de dos pisos, sencilla, con grandes ventanales que mostraban un interior lleno de estanterías. Pero entonces leí el letrero: «Papelería El Arte y La Oficina.»
Me acerqué, sintiendo una extraña emoción en el pecho. Desde niño, siempre me había fascinado cualquier lugar que tuviera estantes llenos de materiales para dibujar, escribir o crear. Era como un pequeño mundo lleno de posibilidades para inventar lo que se me antojara.
Cuando abrí la puerta, el aire olía a papel nuevo y madera recién cortada. Era un lugar mucho más grande de lo que parecía desde afuera. Había una sección con lápices de colores organizados como si fueran un arco iris interminable, cuadernos de todas las formas y tamaños, pinceles de cerdas delicadas, y frascos de tinta que reflejaban la luz con un brillo metálico.
Mis ojos recorrieron las estanterías hasta que algo llamó mi atención en una de las mesas centrales: una libreta de pastas rojas.
No era una libreta común. Tenía una textura extraña, como si el material fuera más antiguo que el resto de las cosas ahí. Pero lo que realmente me detuvo fue lo que estaba grabado en la portada: una cruz. No cualquier cruz, sino una que reconocí al instante.
La cruz de la Orden Kiviar.
Mi corazón dio un salto. Durante años, esa cruz había sido algo que solo veía en dibujos y libros viejos de mi abuelo. Era un símbolo de historias, de caballeros y aventuras que, según él, corrían por nuestra sangre aunque nadie más pareciera tomarlas en serio. ¿Qué hacía aquí, en una papelería de Insurgentes, grabada en una libreta a la vista de todo el mundo y que parecía llamarme directamente?
Me acerqué, incapaz de ignorarla. Pasé los dedos por la cubierta, sintiendo cada trazo de la cruz, cada línea que parecía marcar un destino que aún no comprendía.
No sabía si debía comprarla. Tenía mi dinero de emergencias, alcanzaba para ella.
– Vaya. Es tan bonita que no se me ocurre para qué materia la usaría… – dije, pensando en voz alta casi sin darme cuenta.
– Sugeriría un diario. – llegó de pronto una voz, rompiendo con la gran privacidad introvertida que había tenido hasta ese momento – ¿Para qué limitarla a una materia que ya queda bien en un cuaderno normal?
Miré a un lado y al otro. Al principio no encontré a nadie, pero finalmente lo hice. Y era un muchacho más o menos de mi edad (tal vez un poco más grande, como de la edad de mi hermano mayor, Luis), con un ropaje que parecía anacrónico o más bien anticuado, y tan poco adecuado para la primavera como una camisa de playa lo sería para el invierno, pues llevaba una traje de esos que ya casi permanecían recluidos a la época victoriana: una levita negra, larga y abotonada. Admito que me asusté un poco de golpe, al ser la primera vez que hablaba a solas con un desconocido en la calle, aún si era de aspecto tan joven como yo y más si era de aspecto tan «random».
– ¿Un diario? ¿No es un poco «infantil» o… «cursi»? – dije.
– ¿Te parece decirle «bitácora», si te suena más maduro? – dijo él, repentinamente hablando como si fueramos amigos de suma confianza y trato directo – Aunque la verdad no hay por qué avergonzarse de los pequeños detalles que llegan a parecernos «cursis» o «infantiles», al menos de vez en cuando.
– Bueno, siempre quise tener un diario… – admití – Pero no sé, ¿qué escribiría en él?
– Lo que pienses, veas y aprendas – dijo – Y lo que se te antoje, finalmente.
No era algo muy innovador para mi. Tenía cientos de libretas llenas de ocurrencias y anotaciones desde que era pequeño. Si iba a tener un «diario» formal, debía escribir algo en concreto en él. Tener un hilo conector especial…
– Úsala para documentar algo nuevo – sugirió el chico, inclinando ligeramente la cabeza mientras sus ojos recorrían la libreta en mis manos. – Algo emocionante que nunca antes hayas intentado.
Su tono era despreocupado, pero había algo en la manera en que lo dijo que me hizo fruncir el ceño. ¿Documentar algo nuevo? No era como si mi vida estuviera llena de aventuras que merecieran un registro.
– ¿Como qué? – pregunté, intentando sonar casual mientras lo miraba de reojo.
El chico sonrió apenas, como si hubiera estado esperando esa pregunta.
– Siempre hay algo que aprender. – respondió, levantando una ceja como si fuera una pista. – Y a veces los aprendizajes más importantes no están en las materias que te asignan en la escuela.
No pude evitar sonreír un poco ante lo que sonaba como filosofía barata.
– Entonces, ¿me sugieres que lo use para registrar lecciones de vida? – repliqué, tratando de no sonar demasiado sarcástico.
Él rió, un sonido bajo y controlado, como si encontrara gracioso mi escepticismo.
– Algo así, sí. Pero no solo lecciones de vida. Digamos… habilidades prácticas, conocimientos nuevos. Quizás incluso cosas que ni siquiera sabías que podías hacer. Para eso es un diario, finalmente. La persona que eres cuando lo terminas no es la misma a la que eras al empezarlo.
– No sé… – murmuré, dándole vueltas a la idea. – Suena interesante, pero también como algo que podría olvidar después de una semana.
El chico dio un paso más cerca, manteniendo esa extraña mezcla de confianza y misterio en su actitud.
– Eso es lo bueno de tener una bitácora – dijo. – No olvidas. Puedes mirar atrás, ver cómo empezaste y cuánto has avanzado. Es como tener un mapa de tu propio progreso.
Asentí lentamente, todavía algo escéptico, pero también intrigado. La idea tenía sentido, aunque no podía evitar sentir que había algo más detrás de sus palabras.
– ¿Y qué se supone que voy a aprender que valga la pena registrar? – pregunté, cruzando los brazos.
Era raro que le preguntara… pero sentía que me quería decir algo, indirectamente directo.
Él sonrió, esta vez con algo que casi parecía complicidad.
– Nunca sabes hasta que empiezas. Pero confía en mí, vas a querer registrar todo lo que te pase. Estás en una edad donde reflexionar y descubrir es el pan de cada día, y tener medios para expresarse, aún si es en privado, es invaluable para sobrellevar todo lo bueno y malo que sientas.
Eso me hizo arquear una ceja.
– ¿De qué estás hablando, exactamente?
El chico no respondió de inmediato. En lugar de eso, señaló la libreta que todavía sostenía.
– Esa no es una libreta cualquiera – dijo – Es una «ganga» encontrarla así.
– ¿Por qué no la compras tú? – pregunté, esperando dar con algo que me pudiera poner más en «terreno común» con el extraño. Sólo resopló.
– Ya tengo varias y aún estoy a la mitad de una. Es una recomendación de calidad, finalmente. Y sé que la miras con mucha familiaridad, vamos, es innegable.
Bien, estaba comenzando a hartarme de tanto misterio. ¿Qué estaba insinuando y cómo parecía saber sobre mí? Antes de que pudiera responder, él inclinó la cabeza hacia la puerta de la papelería.
– Creo que deberías llevártela. – Su voz tenía un matiz de certeza, como si hubiera decidido algo importante. – Creo que puedes encontrarle un propósito importante.
– ¿Y si no quiero un propósito que no conozco? – pregunté, casi como un desafío.
Él rió de nuevo, tranquilo y seguro.
– Todos tenemos uno, incluso cuando no lo queremos, aunque siempre en el fondo lo queremos… así no lo entendamos o conozcamos aún.
De pronto, como si apenas nos hubiéramos encontrado, dijo:
– Te ves como alguien cool. ¿Gustas unas hamburguesas? Aquí al lado en «Galerías»… – se refería el centro comercial que estaba sobre la avenida pasando el local italo-mexicano – … sirven las mejores de la ciudad, después de las de «El Pequeño Hobbit», por supuesto, pero éstas quedan a más pasos de distancia.
Me paralice de un modo tal vez demasiado infantil, pero si el ser nuevo en andar solo en la ciudad era motivo para ponerme nervioso, lo era más el pequeño detalle de mi reciente experiencia al confiar en alguien en la calle. Y era una pena, porque sabía a qué hamburguesas se refería (había ido en un cumpleaños) y sí, eran de lo mejor y no cualquier día te ofrecían el invitarte unas… pero no estaba para confiarme de un desconocido extrañamente amable en la Ciudad de México teniendo dieciséis años.
– Gracias, pero… no, no soy mucho de hamburguesas. A veces pienso volverme vegetariano, de hecho – dije, fingiendo un resoplido. Puso los ojos entrecerrados y sacudió suavemente la cabeza.
– Un caballero no debe mentir, pero está bien, no hay problema si no gustas. Aún así, te sugiero comprarla – dijo señalando la libreta.
Me sentí algo incómodo, sabiendo que había notado mi mentira. Pero sí, quería la libreta, no sabía qué iba a escribir en ella pero la quería, y el dinero de emergencias (un billete de 500) que me dieron se fue en eso. El chico compró sólo un bolígrafo metálico, de esos que seguramente son de tinta fina para arquitectos, diseñadores y esa clase de dibujantes profesionales, y se retiró hacia la salida mientras yo hacía mi compra.
– Buena elección. Creo que le darás un buen uso.
– No tengo idea de cuál, pero eso espero – dije.
– Sólo espero que no sean sólo tareas de vectores o nombres de presidentes aburridos.
Y con eso, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la salida. Antes de desaparecer, se giró una última vez y lanzó una última frase:
– Nos vemos pronto, Iván.
Luego salió y se fue.
No recordaba haberle dicho mi nombre.
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