Era el 31 de octubre de 2005, Halloween. Luis, mi hermano pequeño de tan solo 6 años, estaba emocionado por salir a pedir dulces. Fue una tarea extremadamente difícil convencer a nuestra madre de esto, ya que ella no estaba de acuerdo con esta idea, para ella solo se celebraba el Día de Muertos. Pero después de varias súplicas por parte de Luis, aceptó, él siempre fue el favorito.
El disfraz de Luis era de un vampiro, no teníamos el dinero para comprarlo, así que nos las ingeniamos. Usamos su camisa blanca de la escuela, un moño rojo de mariachi que era de nuestro abuelo, y nos robamos la falda negra y larga de nuestra mamá para usarla de capa. Luis se había echado demasiado gel que te embarraba de tan solo tocarle el pelo, y, para la sangre falsa, usamos salsa Valentina, aunque siempre terminaba lamiéndola.
Salimos de casa a las 7:30 de la noche, con la promesa de regresar antes de las 9:00. La calle estaba levemente mojada, pues había llovido en la tarde, nuestra colonia estaba llena de niños, y se notaba el nivel socioeconómico del vecindario: momias envueltas con papel de baño, pero papel de baño azul, del barato; hombres lobo con pelo de sus perros y gatos; y calacas que parecían más pandas que esqueletos. Pero eso no importaba, los niños, Luis e incluso yo, estábamos emocionados. A mí nunca me dieron esa oportunidad, me sentía como un niño de nuevo.
Se nos había pasado la hora de llegada, ya eran las 10:00. Intentamos correr, pero ya estábamos muy cansados. Luis me pidió que lo cargara de a caballito, no quería hacerlo, ya no sentía mis piernas, pero después de dos berrinches, cedí. Habíamos avanzado apenas una calle cuando un señor que iba en su bicicleta vendiendo gelatinas nos gritó «¡cuidado!», apenas volteamos, un par de luces chocaron contra nosotros, nos estrellamos contra el parabrisas de una camioneta, y por el impacto solté a Luis. El idiota borracho que iba manejando dio un volantazo a la izquierda y nos sacó volando. Yo tenía una fractura abierta en mi pierna derecha, la cara toda raspada y dos costillas rotas. Al estar en el suelo tirado, pude ver a Luis. Su cabeza había chocado directamente contra la banqueta, tenía la boca llena de un líquido negro y espeso que formaba un charco en el pavimento en donde había dos dientes de leche, blancos como perlas. Luis murió al instante, y yo en la ambulancia mientras llegábamos al hospital. Mientras que, el ebrio que nos arrebató la vida, solo se dislocó el hombro.
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