El viernes llegó sin excusas ni retrasos.
La alarma de su celular, que descansaba sobre la mesita de noche, era como un taladro en sus oídos. No quería levantarse, su cuerpo le exigía permanecer acostada, envuelta entre las sábanas con ese delicioso aroma a suavizante que tanto la relajaba. Se había dormido a las tres de la mañana revisando por enésima vez la actualización del programa; rezaba por llegar a la oficina y que nadie la molestara, al menos, durante esa mañana.
Se arrastró a la ducha, y después de asegurarse de que Tobby tuviera comida y agua fresca, salió de casa. Lo que Maura más disfrutaba en el mundo, además de ver jugar a su conejo, era ver por la ventana del metro. Contemplar desde lo alto la caótica ciudad en la que vivía, observar el tráfico, a la gente, los innumerables negocios por los que pasaba, esto le permitía sentirse ajena al mundo durante algunos minutos, como si viera una película que podía disfrutar sin preocuparse por los demonios que la observaban desde las sombras.
Sin embargo, esa mañana en particular se descubrió a sí misma sin poner atención a lo que sucedía en el exterior. Se encontraba distraída. A su cabeza volvía con insistencia la mirada de Julia, la mesera de la cafetería donde había cenado la noche anterior. Pocas veces había sentido interés por alguien más, ni hombre ni mujer, y no pensaba en Julia de una forma romántica, no. La intrigaba, quería meterse en su cabeza y descifrar el enigma que le representaba.
Repasaba en su mente la breve interacción que habían tenido en el restaurante, sus gestos, sus palabras, sus movimientos.
Julia era una mujer normal. Tenía un empleo que efectuaba de forma eficiente, facilidad para relacionarse con las personas y entablar una conversación casual, además de una actitud positiva. Julia se presentaba ante el mundo con una sonrisa sincera, y era esa normalidad la que confundía a Maura, pues estaba segura de que aquello era una pantalla que escondía una realidad distinta. Julia tenía sus propios demonios observándola desde la sombra, y Maura sentía una necesidad inquietante de descubrir cuáles eran.
Al llegar a su oficina, el día transcurrió tranquilo, sin miradas que la persiguieran cuando intentaba prestar atención a algo más, y cuando anunciaron en la reunión semanal que el programa había sido aprobado, la joven respiró aliviada. En su cabeza no cabía un solo comando más y agradecía no tener que pasar el fin de semana metida en la computadora haciendo correcciones absurdas.
Cerca del mediodía, cuando era la hora de comer, Maura encontró la excusa perfecta para regresar a la cafetería, pues la noche anterior se había acostado tan tarde que había olvidado preparar algo para llevar al trabajo. Guardó sus cosas con calma y, cuando se disponía a salir, entró su jefa con varios documentos en las manos.
—Maura, me urge que… —la observó con gesto de confusión— ¿Todo en orden?
—Sí, todo bien. Iba a salir a comer, ¿qué necesitabas? —bajó su mochila.
—No, no te preocupes. Puede esperar, supongo. Provecho —respondió pausada. La mujer la observaba como si Maura acabara de revelar que era un alienígena, o peor, que había dejado de serlo. Le sonrió, con gesto de confusión, y salió de la oficina. Maura hizo lo mismo un par de minutos después.
El sol brillaba en lo alto, el cielo de un intenso color azul vibrante, casi sin nubes, se erguía con orgullo sobre la Ciudad Industrial en la que vivían. Maura no recordaba la última vez que había sentido el sol acariciando su piel, pues solía salir de su casa con el alba y volver cada tarde tras el atardecer. Los cálidos rayos le hacían cosquillas y sentía la necesidad de entrecerrar los ojos para enfocar mejor la vista. Caminó decidida, repitiendo el trayecto que había hecho apenas unas horas antes, y, cuando giró en la esquina y pudo ver a cien metros el establecimiento, paró en seco.
“¿Qué estoy haciendo?” pensaba. “Tal vez ni es su turno, o le tocó descansar, e incluso si está. Entro, ¿y luego qué? ¿Qué le voy a decir?” Por un segundo consideró darse la media vuelta y regresar a su oficina, pero sus pies desobedecieron a su cabeza y continuó con paso firme hasta la puerta de la cafetería.
Por fortuna, Julia estaba ahí, amable y entusiasta, tal como la noche anterior. Cuando la puerta se abrió, giró la cabeza en su dirección, con una enorme sonrisa en el rostro.
—¡Bienvenida de regreso! —exclamó con gusto. Sostenía en la mano una jarra, cuyo contenido danzó de forma peligrosa cuando ella se movió. Maura inclinó la cabeza como respuesta y avanzó en dirección de la misma mesa que había ocupado, apenas 15 horas antes.
La mesera rellenó los vasos de los comensales de la única mesa ocupada, y se acercó a la joven. Le puso el menú enfrente y sacó su libreta.
—Hoy tenemos como comida del día: Milanesa de pollo con puré de papa y verduras, se acompaña de tortillitas recién hechas y una sopita de fideo, con la deliciosa sazón de mamá —explicó con un tono veloz, casi cantarín.
—Eso suena bien —respondió Maura en voz baja. Julia escribió en su libreta.
—¿Qué gustas tomar? Tenemos refrescos y aguas frescas… —giró la cabeza hacia la barra, donde descansaban tres vitroleras y un par de jarras, como la que sostenía cuando ella entró— de limón, jamaica y horchata. Y agua simple, cortesía de la casa.
—Jamaica está bien, gracias —intentó sonreír, mostrando simpatía, y Julia escribió de nuevo.
—En unos minutos vuelvo —informó y caminó en dirección a la pequeña ventana que dividía la barra que servía de mostrador y caja, de lo que ella imaginaba era la cocina.
Observó el rostro de un hombre, a quien Julia se dirigió en voz baja para entregarle la comanda. “Debe ser el cocinero”, pensó, y volvió a recorrer la cafetería con la mirada.
Pensó en su abuela, en el tiempo que había pasado desde la última vez que le había llamado, y que tal vez era un reto que debía haber puesto en su lista, pero que había dejado de lado de forma inconsciente, tal vez un poco a propósito. También se cuestionaba si de verdad quería volver a tener contacto con ella, luego de todo lo que había pasado.
—¡Llegando una sopita! Oh… ¿Estás bien? —La cálida voz de Julia regresó a la realidad a Maura.
—Perdón —tomó una servilleta y se secó las lágrimas con disimulo.
—¿Perdón? Oh, no linda, no —la mesera arrastró una silla con naturalidad y se sentó junto a ella, sin dudarlo—. No sé qué te está atormentando el alma, pero aquí estás en un lugar seguro, quiero que lo sepas. Aquí puedes llorar todo lo que quieras, nadie te va a criticar.
—Gracias —Maura carraspeó, ese era el momento indicado para entablar una conversación.
—¿Sabes qué? —Decidió la otra—. Voy a regalarte un postre, cortesía de la casa. Come, come. Y si necesitas algo más, no dudes en pedírmelo.
La joven asintió, suspiró hondo e intentó tranquilizarse. Julia le palmeó una mano un instante, en silencio. Maura sintió como si una chispa eléctrica le hubiera subido desde la mano, abrió la boca, pero de ella no salió ninguna palabra.
La puerta del local se abrió y ambas mujeres giraron la cabeza a la par. Dos pequeños, de seis y nueve años, entraron corriendo. Tenían las mejillas encendidas a causa del calor del mediodía y los uniformes escolares desaliñados y sucios, muestra de haber pasado un maravilloso día en el patio del colegio. Julia movió la cabeza, con un falso gesto de desaprobación, y se dirigió hacia ellos.
—¿Cómo vienen así? —soltó una alegre risita. El mayor caminó directo a la barra, tomó un vaso y se sirvió agua, que bebió con ganas, mientras el otro se descolgaba la mochila del hombro y la dejaba sobre la silla más cercana a su hermano.
—¿Son tus hijos? —se atrevió a preguntar Maura, pues le parecía la única explicación lógica a aquella familiaridad y confianza.
—A veces me gustaría que no —admitió y caminó hacia ellos—. Miren nada más, la camisa blanca ¡Tato! ¿De qué te manchaste? Esto no va a salir fácil.
—Es que hacía calor, me compré una nieve —admitió el chiquillo, mientras su madre inspeccionaba de cerca la mancha de color verde claro que el niño tenía en gran parte del centro de la playera. Su hermano, en cambio, había tomado un menú y leía por sílabas.
—Ham-bur-gue-sa de… po-lio —citó, orgulloso de su logro.
—De pollo, no polio ¡Tarado! —gritó el otro.
—¡Tato! —exclamó Julia, roja de la vergüenza, mientras frotaba la esquina de su delantal contra la mancha, luchando en vano con ella.
—¿Cómo va a ser la hamburguesa de polio, mamá? No tiene sentido.
—Déjalo en paz, está aprendiendo. Siéntense los dos, les voy a pedir la comida.
Ambos niños obedecieron. Maura observaba aquella dinámica familiar como si fuera un evento extraño. Había crecido como hija única rodeada de adultos, por tanto, aquellas bromas entre hermanos le parecían fascinantes. Y aunque no podía añorar algo que desconocía, en ese momento sintió un leve temblor de algo que no supo nombrar: ¿curiosidad, deseo, soledad?
La mujer se encontraba en piloto automático. Llevaba cada bocado a su boca por inercia, hacía tiempo que había dejado de disfrutar la comida, solo la ingería por el hecho de tener algo en el estómago. Cuando Julia le sirvió el plato principal, la siguió con la mirada y, de repente, sus ojos se cruzaron con los del más pequeño de sus hijos, quien le sonrió con simpatía.
Maura levantó la mano con timidez para saludarlo, el niño interpretó esa señal como un llamado, se puso de pie y caminó hacia su mesa.
—Qué bonita eres —le dijo, enternecido—. Pareces una princesa.
La mujer sintió calor en las mejillas, no era una persona vanidosa. Su largo cabello lacio caía sin gracia hasta la cintura, su extrema delgadez, más por descuido que por un régimen alimentario estricto, hacía que sus pómulos resaltaran, en contraste con sus ojos, que se veían hundidos y opacos por la tristeza que le inundaba el alma. No se percibía a sí misma como una persona atractiva, pero algo la motivó a creer que las palabras del pequeño eran honestas.
—Gracias —respondió—. ¿Cómo te llamas? Solo escuché el nombre de tu hermano.
—Me llamo Daniel —se presentó, inclinando un poco la cabeza, como si hiciera una reverencia.
—Qué bonito nombre tienes —sonrió, con ternura—. ¿Quieres pastel? Me lo dio tu mamá.
—No debo aceptar comida de desconocidos, perdón —se encogió de hombros y se marchó de regreso a su mesa.
Maura rió bajito, sin tanto drama, y de una forma muy coloquial, había conseguido un punto más de su lista: había hablado con un desconocido, sin morir en el intento. Y, por un instante, no se sintió tan sola.
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