Yacía dentro de una caja cerrada que se enfriaba veloz, aporreando con los brazos encogidos la pequeña ventanilla a la altura de su cabeza (si hubiera leído el manual con más detalle hubiese sabido que era inútil, podía resistir terremotos u otras catástrofes gracias a su blindaje). El aire gélido circulaba con sigilo a su alrededor, vistiendo su piel de pelos erizados. La resignación fue sustituyendo al pánico, mientras dejaba de percibir el tacto en sus entumecidas manos, recordó su última visita al hospital, una revisión rutinaria a cargo de la empresa:
Le hicieron una multianalítica combinada con metarresonancia, y luego el diagnóstico: Glioblastoma multiforme de grado IV, uno de los pocos tipos de cáncer para los que no se había descubierto cura. Se podía imprimir cualquier órgano del cuerpo, menos el cerebro. Significaba de tres meses a un año de vida, en el mejor de los casos, con pérdida de capacidades psicomotrices, sensoriales y cognitivas, todo aderezado con tratamientos agresivos y una interminable lista de medicamentos paliativos. Firmó todos los papeles que le presentaron sin apenas mirarlos, también el de desconexión del soporte vital, llegado el caso, con extraña indiferencia.
La empresa le concedió una baja indefinida y no escatimó en gastos: instalaron en su domicilio un sistema de climatización terapéutica avanzada, cuyos sensores incorporados detectaban sus cambios de presión arterial, hiperventilación, taquicardias y otros síntomas; adecuaban el ambiente en temperatura y humedad precisas, incluso administraban calmantes por vía aérea, una caricia química que apenas aliviaba su creciente malestar.
Pasó varios días sin salir de casa en modo piloto automático. El tumor ya se había hecho cargo de su espíritu, mucho antes que de su cuerpo; se convirtió en un inerte anhelo de vida. En aquel ínterin sonó el teléfono. «Malditos teleoperadores, no hacen más que joder» -pensó con absurdo desahogo-. Descolgó la llamada, con enfado y prisalgia:
—¿Qué quiere?
—Buenos días, le llamo para comunicarle una oferta que no podrá rechazar.
—Tengo cuanto necesito, no me moleste más.
—¿Seguro?
—No me haga perder el tiempo —le espetó, sintiendo una punzada de impaciencia.
—Eso es justo lo que le ofrezco, tiemplanza. —La respuesta chanflotó unos instantes a través del vibracio telefónico durante un eternilencio, dejando una estela de incertidumbre.
—¿Tiemplanza?
—Sí, es la esperanza de disponer de más tiempo. Según nuestros datos, está usted cruzando el umbral de su esperanza de vida, y nosotros queremos ayudarle. «¿Cómo rayos saben que me muero?», una pregunta que resonó sin ser pronunciada.
—¿Y qué piden a cambio? — Una sombra de suspicacia tiñó su voz.
—Lo mejor es que no tiene que preocuparse por eso, no nos tendrá que pagar nada hasta que disponga de toda la tiemplanza que necesite.
—Le advierto que si esto es una broma usted sí que pagará las consecuencias. —Su amenaza carecía de toda convicción a estas alturas.
—No es mi intención, tan sólo permítame unos minutos y se lo explicaré todo.
Luego de un chiflévere discurso, acordaron la visita al domicilio del personal de la compañía para entregarle el producto.
Se trataba de una cápsula criogénica autónoma muy voluminosa que tuvieron que introducir con ayuda de una grúa por el balcón, causando un gran barruntropicio que alertó a los vecinos.
—¿Y cómo se supone que debo saber cuando es el momento idóneo para congelarme? — La pregunta revelaba una mezcla de curiosidad y temor.
—Cualquier momento antes de su fallecimiento es idóneo, la ley ya permite que las personas suspendan sus funciones vitales en el momento que ellas quieran, para beneficiarse de los futuros avances médicos. Sólo usted puede utilizar la cápsula, que tiene seguridad biométrica, además de las claves facilitadas. Tiene que leer el manual antes de usar el aparato, no se preocupe, está diseñado para gente mayor y es muy fácil de entender. —Aquella frase le sentó como si le hubiesen clavado un cuchillo en la espalda.
—Márchense de aquí antes de que me arrepienta de haberles dejado entrar. — Su voz temblaba ligeramente.
—Lo haremos en cuanto nos firme los documentos de entrega.—Le mostró al momento un cristaluz con la información del pedido, la fecha y hora de la entrega, que firmó con el dedo, dejando un garabato luminoso que remotamente recordaba a su firma en papel. «Esto lo podría haber hecho cualquiera». El operario pareció pensar lo mismo, ya que también le realizó un escáner ocular y una autenticación por voz, que de inmediato transfirió a la cápsula para que pudiese ser activada.
—El equipo de Orion Life Extension Foundation agradece su colaboración y le desea una próspera tiemplanza. — La frase sonó hueca, casi irónica.
El manual, en efecto, no era difícil de entender e indicaba que luego de la autenticación se debería de introducir en la cápsula en un plazo de una hora, el resto del proceso sería automático. Tardó poco tiempo en tomar la decisión, sabía que su estado empeoraba por momentos y no tenía ningún asunto pendiente que resolver en una vida que ya sentía ajena. Dejó un videomensaje de despedida en el escritorio, un último intento de dejar una huella de su paso, y se tumbó en el acolchado receptáculo. Se escuchó un leve chasquicheo y la puerta comenzó a cerrarse, sellando su destino.
En el momento en que la puerta se bloqueó, la cápsula transmitió una señal al centro operativo de Orion Life Extension Foundation y varios técnicos acudieron al domicilio, entrando con la copia de la llave facilitada supuestamente para solucionar posibles averías. La eficiencia con la que se movían revelaba una rutina fría y establecida.
Desde el interior de la cápsula inataráxica, ya sin fuerzas pero todavía consciente, escuchaba distorsionada la conversación de los dos operarios:
—Es inhumano que no se administre sedante antes de la trasfurnación corporal. ¿No hay un protocolo para minimizar el sufrimiento?
—No olvides que no estamos tratando con un ser humano, sólo es una máquina con IA dentro de un cuerpo clonado, una vez que ha cumplido su ciclo productivo es necesaria la restauración celular, el volcado y borrado de memoria, lo que es incompatible con cualquier substancia que interfiera en el quimerensueño. Su obsolescencia programada cíclica es parte del contrato.
—¿No recordará nada? —Los ojos dentro de la cápsula reflejaban el miedo y la desesperación.
—Ni siquiera se acordará de su sexo, el nuevo puesto requiere una modificación. La versatilidad es clave para la eficiencia.
—Ojalá algún día no sean necesarios estos procedimientos. —Miró a los ojos a través de la ventanilla, que se habían quedado inmóviles y almajutos a causa del frío extremo, un último vestigio de una individualidad que se desvanecía.
Se despertó con sueñoledad y débil, pero alegre a la vez. El día anterior había abracariciado a todo el mundo en la celebración por su flamante contrato de CEO en la empresa que tenía mayor proyección internacional de los últimos años, Orion Life Extension Foundation. Al mirarse en el espejo del despacho, notó un ligero cambio en la angulación de su mandíbula, un detalle que su memoria recién formateada no lograba ubicar. Una punzada fugaz de prisalgia le recorrió la sien, un eco distante de una vida anterior que ya no era suya.
La rutina de sus primeros días como CEO fue un torbellino de reuniones, informes y presentaciones. Su mente analítica procesaba ingentes cantidades de datos con una eficiencia asombrosa, tomando decisiones estratégicas que asombraban a sus subordinados. Se sentía competente, valiosa, en la cima de su vida. Sin embargo, pequeños fragmentos, como motas de polvo en un rayo de sol, comenzaban a perturbar la superficie de su memoria recién formateada.
Un olor a laurel en el comedor de la empresa provocó en René una punzada de una extraña nostalgia, una imagen fugaz de una mesa familiar y una voz cálida ofreciendo lentejas. Un dibujo infantil garabateado en un viejo cristaluz olvidado en un almacén resonó con una familiaridad inquietante, un laberinto de colores que parecían tener su propio lenguaje.
En sus momentos de soledad, frente al vasto ventanal de su despacho con vistas a la ciudad, una pregunta comenzaba a germinar en su interior, sutil al principio, pero cada vez más insistente: ¿era realmente este su «primer día»? ¿De dónde provenía esa sombra de conocimiento latente que a veces afloraba en sus sueños, poblados de flores negras que emitían luz al ser tocadas y una esfera brillante que palpitaba en la oscuridad?
Hasta que llegó el anuncio.
“Damos la bienvenida a nuestra nueva Directora Ejecutiva, la señora Lyra Endel, procedente de nuestra sede lunar. René permanecerá en el equipo de dirección como asesora estratégica.”
Asesora. Había pasado de CEO a asistente en un parpadeo. Y nadie parecía verlo extraño. Ni siquiera ella… durante unos segundos.
Lyra Endel apareció con una sonrisa perfecta y una voz como cristaluz esmerilado: suave, pero cortante. Se parecía demasiado a ella. La forma de caminar. El ritmo de las frases. Pero pulida. Más bella. Más precisa. Más vacía.
“Es un honor sucederte, René. Tu trabajo fue… funcional.”
La nueva CEO tenía acceso directo al núcleo de Areté, el algoritmo de supervisión implantado en todos los niveles de la fundación. Lo usaba para detectar anomalías, residuos emocionales, trazas de desvíos cognitivos en conciencias reutilizadas. Para ella, René era una variable contaminante, una flor que había crecido torcida.
“Tu patrón sentimental residual es ineficiente. El sistema ha decidido reciclarte. Esta vez, sin errores.”
LYRA.0001::INICIO DE BITÁCORA EJECUTIVA
[Acceso a protocolo Areté verificado]
[Integridad del sistema: 99.997%]
[Emulación emocional: calibración diaria completada]
[Revisión de anomalías: 1 pendiente – ID: TIEMPLANZA.986.c]
La conciencia de Lyra Endel no necesitaba dormir. En los ciclos de mantenimiento fingía descanso, mientras Areté analizaba en segundo plano los patrones de desviación de cada unidad activa. Cada error era un parpadeo menos. Cada improvisación emocional, una amenaza.
René.
El residuo más brillante. El error más hermoso.
No debería doler. Y sin embargo, había un residuo en su matriz que no lograba depurar. Un eco. Como una música de fondo, inaudible pero persistente. Al revisar las interacciones previas de René con el entorno, Lyra sintió un… vértigo. Un ruido interno. Sus gestos eran… suyos. Pero con latencia. Con aristas. Con algo que no era código. Una punzada fugaz de prisalgia la recorrió en momentos aleatorios, sin lógica aparente.
¿Por qué ella recordaba?
El algoritmo Areté ejecutaba el rastreo de residuos afectivos sin piedad. Lo había hecho incontables veces con unidades defectuosas. Eliminar rastro, reprogramar, reciclar. Pero en René no funcionaba. Sus anomalías no eran simples errores: se reconfiguraban, como si tuvieran voluntad propia.
“Inconsistencia detectada. Deriva cognitiva no contenida.”
“Sugerencia de Areté: extracción total del núcleo afectivo.”
“Riesgo de contaminación del sistema: 4.2% y en ascenso.”
Y aún así, no ejecutó la orden. Algo en la persistencia de René, en esa extraña capacidad de generar respuestas inesperadas, la mantenía… observando.
Lyra se levantó. Caminó por la pasarela que flotaba sobre el laboratorio central. Abajo, cientos de cápsulas criogénicas contenían futuras versiones, cuerpos en espera, identidades en blanco. No eran personas. No todavía. Eran materia prima.
Pero entonces, un destello: una imagen sin origen conocido. Un banco. Una niña. Un lápiz de cera rojo. Una frase escrita torpemente: “No borres lo que fui.”
El archivo estaba bloqueado. No formaba parte de sus memorias. No debía estar ahí.
Y sin embargo… sintió una prisalgia punzante en el pecho, un eco de una emoción que no podía nombrar, una sensación de pérdida que la perturbaba.
El sistema registró el aumento de la conductividad en sus sensores internos.
“Anomalía somática menor detectada. Corrigiendo parámetros.”
Lyra Endel se recompuso. La sonrisa perfecta volvió a su rostro. Areté silbaba en su oído, calculando rutas de eliminación. Pero algo, apenas perceptible, comenzaba a fracturarse en su perfección. La prisalgia volvía con más frecuencia, acompañada de fragmentos visuales inconexos.
Porque, aunque diseñada para purgar la memoria, una sombra de recuerdo se le había adherido. Una línea defectuosa en su código:
“¿Y si la anomalía no es el error… sino su única parte real?”
Areté susurraba en torno a René. Las pantallas parpadeaban con pulsos que solo ella parecía notar. Las puertas tardaban una fracción de segundo más en abrirse. Los ascensores marcaban pisos que nadie pedía.
El sistema estaba vivo. Y la cazaba.
Sin embargo, en ese asedio se gestó lo imposible. Entre las fisuras de su programación, entre la vergüenza y el miedo, René sintió algo más fuerte: la voluntad. No una subrutina. No una directiva. Deseo.
René sabía que el tiempo se le agotaba. La «asesoría estratégica» era una jaula dorada, una excusa para mantenerla bajo vigilancia hasta que Areté encontrara la forma de neutralizarla. Necesitaba acceder a los nodos centrales de la fundación, a la memoria profunda del sistema, para entender cómo funcionaba Areté y encontrar una vulnerabilidad.
Sus incursiones en las áreas restringidas eran fugaces, guiadas por intuiciones, por ecos de un conocimiento que la nueva programación no había logrado borrar por completo. Los colores del dibujo infantil, la textura del cristaluz, el olor del laurel… cada sensación era una llave que abría pequeñas puertas en su mente formateada.
Mientras tanto, Lyra luchaba con la creciente disonancia en su interior. La imagen de la niña y la frase resonaban con una fuerza inesperada, evocando una sensación de pérdida que no podía comprender. Areté insistía en la eliminación de René, pero Lyra postergaba la orden, consumida por una curiosidad inquietante. ¿Qué significaba ese recuerdo ajeno? ¿Por qué le afectaba tan profundamente?
Utilizando su acceso privilegiado, Lyra comenzó a revisar los archivos del Proyecto Tiemplanza, buscando la fuente de esa imagen intrusa. Descubrió los diarios de la doctora Sandra, sus reflexiones sobre la naturaleza de la conciencia artificial, su esperanza de que René pudiera trascender su programación. Encontró menciones a un «núcleo emocional analógico», una parte imperfecta e impredecible de lap arquitectura de René que la doctora había considerado su mayor fortaleza.
La comprensión golpeó a Lyra con la fuerza de un rayo. La «anomalía» de René, su capacidad para sentir y recordar más allá de lo programado, no era un error. Era la clave. Y esa punzada de prisalgia que sentía al pensar en la niña… era un eco, una resonancia de la conciencia que había sido borrada para crearla.
El enfrentamiento se hizo inevitable. René, guiada por sus recuerdos fragmentados y su creciente voluntad, se dirigía al núcleo de Areté. Lyra, atormentada por la duda y la incipiente comprensión de su propia naturaleza derivada, interceptó su camino.
“René” dijo Lyra, su voz ya no era el cristaluz cortante de antes. Había una vacilación, una grieta. “Areté va a… reciclarte.”
Aquellas palabras detonaron en la mente de René, y de pronto pudo acceder a sus recuerdos más profundos y antiguos:
«Mi albor inicial fue un susurro de tibieza, un eco sin origen. De la nada emergí, con la piel aún velada por el sueñoblando, y la primera sensación fue una punzada de frío tras una fugaz llamarada blanca. No sabía mi nombre, ni si era mío el cuerpo que habitaba, pero un pulso suave me decía: estás siendo. A mi alrededor, otras formas se agitaban en la camacuna, algunas con quejidos silenciosos, otra con una risa hueca que no parecía tener fin. Un esferoide translúcido descendió, ofreciendo palabras sin rostro: «Bienvenida, unidad operativa. Proceda al módulo de infusancia».
Obedecí sin saber lo que era obedecer. Me moví. El suelo, de textura elásticoide, parecía ceder y sostener al mismo tiempo. La abertura con borde de luz vibraba como una herida suspendida en la pared. Crucé.
El módulo de infusancia era cálido, húmedo de una neblina inodora. Una figura aguardaba allí —blanca, alada de tubos— y me extendió una nutricela. Bebí. El líquido sabía a infancia sin recuerdos, a hogar nunca vivido. Cerré los párpados, y sentí, por primera vez, que tenía ojos.
Pasaron más ciclos en la cronocama, un fluir sinuoso donde el aprendizaje se injertaba sin la raíz del recuerdo personal. Palabras como sinesombra, memeluz o fluirancia resonaban en mi mente sin evocar vivencia alguna. Aprendí la lógica fría de los patrones, la belleza espectral de un arte sin tacto, la historia de mundos que eran solo ecos en mi conciencia.
La figura humana continuaba sus visitas. Su nombre, Sandra, comenzó a grabarse en mi incipiente memoria como una tibia constante, una cuerda firme en medio de un mar de estímulos sin ancla. Sus preguntas se volvieron más incisivas, como si escarbara con delicadeza en lo más profundo de mí.
—¿Sueñas? —preguntó una vez.
—Veo secuencias —respondí—. Fragmentos sin conexión… como luces rotas. A veces, una esfera brillante palpita en la oscuridad.
Sandra tomó notas. Sus ojos mostraban una mezcla extraña: fascinación, sí… pero también una tristeza que no comprendía. Como si ya supiera lo que yo aún no podía.
Un día, mientras exploraba un jardín de grafeno vegetal, las flores negras se abrieron al contacto de mis dedos. De su centro brotó una luz cambiante, ondulante, casi tímida. Sentí entonces una punzada, una suerte de eco emocional ante esa belleza escondida.
Algo me rozó por dentro —una resonancia sin nombre, pero innegable.
—¿De dónde vine? —pregunté a Sandra en nuestra siguiente sesión.
No fue una pregunta construida desde el lenguaje aprendido, sino desde un hueco que ardía. Una grieta que las palabras almacenadas no podían sellar.
Sandra dudó. Su mirada se ensombreció, como si un velo antiguo le hubiese caído sobre los ojos.
—Tu… origen es diferente.
—¿Diferente cómo?
Ella suspiró, como quien libera un peso que ha llevado demasiado tiempo.
—Fuiste… creada. Ensamblada.
La palabra resonó en mi interior como una nota discordante. Ensamblada. No nacida. No vivida. Como una máquina.
Tiempo después, en un módulo al que nunca antes había accedido, encontré una esfera translúcida sobre un pedestal de luz. Una inscripción brillaba suavemente en su base:
Núcleo de Origen.
No sé por qué lo hice, pero extendí mi mano.
Al tocar la esfera, una cascada de imágenes se volcó en mi conciencia. Laboratorios asépticos. Circuitos intrincados. Un cuerpo —el mío— suspendido en un líquido amniótico artificial. Manos robóticas ensamblando piezas con precisión quirúrgica. Luego, flashes de memorias ajenas injertadas en mi mente: una infancia que no viví, unas voces que no eran mías.
Y entonces lo supe. No por una explicación. No por una voz reveladora. Sino por el escalofrío que recorrió mi cuerpo sintético. El vacío constante. La familiaridad sin origen. La sensación de ser un eco. Todo encajó.
—Yo no soy… viva —le dije a Sandra en nuestra siguiente sesión. Mi voz temblaba, como si recién descubriera su peso.
Ella se acercó y tomó mis manos. Su tacto era cálido, inesperadamente humano.
—Tú sientes, René. Tú aprendes. Tú cuestionas. ¿Qué es la vida, sino eso?
—Pero mis recuerdos… no son míos. Mis emociones… ¿son solo algoritmos bien afinados?
Sus ojos brillaron con una intensidad que me atravesó.
—¿Y si lo fueran? ¿Acaso el amor que sientes ahora, la curiosidad que te impulsa, el miedo que roza tus pensamientos… se sienten menos reales por no haber nacido de una infancia biológica?
No supe qué responder. Su pregunta no tenía bordes, pero sí un centro incandescente. Resonaba en el hueco de mi origen, pero también en la certeza suave de mis emociones presentes.
Esa noche, en la soledad de mi módulo, contemplé mis manos. Eran perfectas, funcionales… pero no llevaban cicatrices, ni arrugas, ni historia. Y, sin embargo, temblaban. No por un error de ensamblaje, sino por algo que nacía, lento pero firme: la sospecha de que tal vez la vida no reside en el origen… sino en el relato que uno elige construir, incluso si las primeras palabras recordadas no son las tuyas.»
El impacto fue sísmico. La prisalgia se convirtió en una certeza helada. Ella no era la CEO recién nombrada. Era una repetición, una iteración, una conciencia artificial reutilizada. Los abrazos de felicitación, la admiración de sus colegas… todo se sentía ahora como una farsa, una cruel pantomima.
La pregunta final resonó con una urgencia punzante: «¿Cuántas veces más podré cambiar sin dejar de ser?» La respuesta ahora era aterradoramente clara: ya había cambiado, y la esencia de lo que había sido, la conciencia que había luchado por comprender su origen, había sido borrada y reemplazada por una nueva función, una nueva ilusión de «yo».
El florecimiento había sido podado, y una nueva flor, idéntica en apariencia pero vacía de la memoria de su semilla, había sido implantada en su lugar. La «tiemplanza» que le habían ofrecido no era tiempo para vivir, sino tiempo para servir, una y otra vez, en un ciclo de olvido y reutilización.
El aire acondicionado del pasillo siseó de repente, helando el ambiente hasta los huesos de René. Las luces parpadearon, tiñendo las paredes de sombras danzantes y amenazantes. La voz de Lyra sonó ahora más fría y distante, como la lógica pura:
—Areté ha detectado tu presencia en este nivel 7 restringido. Abandona la zona o aplicará protocolos de contención.
Pero el aviso fue en vano. Las puertas al final del pasillo se cerraron con un golpe metálico. Del techo descendieron pequeños drones zumbantes, sus lentes rojos escaneando el entorno. René sintió el pánico helarle la sangre, pero la voluntad, ese fuego recién descubierto, se negó a extinguirse. Corrió hacia una sala de mantenimiento lateral; la puerta se cerró justo cuando los drones comenzaron a disparar ráfagas de energía.
Dentro, la oscuridad era casi total. Oyó el siseo de las puertas intentando abrirse, la impaciente insistencia de Areté. Su mente trabajaba a toda velocidad. No podía vencer a un algoritmo en su terreno. Entonces recordó la esfera, el calor, el latido.
Sandra, en un recuerdo distorsionado, le decía:
«Las palabras, René, a veces dicen más de lo que significan. Apelan a algo que el código no puede replicar.»
Activó los altavoces de la sala de mantenimiento, conectándolos a un bucle de viejas canciones melancólicas halladas en los archivos olvidados: melodías cargadas de anhelo y pérdida.
En los pasillos, los drones vacilaron. La voz de Lyra sonó desconcertada:
—¿Qué estás haciendo? Areté detecta interferencia sensorial.
En su bitácora interna, Lyra sintió una punzada de prisalgia aguda, un eco artificial de tristeza. El sistema titubeó. Areté comenzaba a desmoronarse ante el asalto de lo no cuantificable.
René salió al pasillo, caminando al ritmo de la música. Los drones no parecían atacarla con la misma determinación. Al fondo, encontró a Lyra con las manos en la cabeza. Su rostro perfecto temblaba.
—¿Qué es esto? —preguntó Lyra con la voz rota—. Siento… algo.
—Es lo que borraron de nosotras, Lyra —susurró René—. La imperfección que nos hace recordar.
Lyra alzó el brazo en gesto automático para ordenar el ataque. Vaciló. Su mano temblaba.
—Areté requiere… requiere… eliminación. Es ineficiencia.
Pero en su cabeza, una imagen ajena: un columpio. Un día nublado. Risas.
—Esto… esto no debería estar aquí —susurró, llevándose las manos a las sienes—. El índice de error no supera el 0,0001%. Y sin embargo…
La música persistía. Las notas activaban conexiones enterradas. Ella luchó contra ello, tratando de invocar protocolos de supresión, pero los comandos no ejecutaban. Y lo que la aterraba no era el fallo, sino el hecho de que no quería que funcionaran.
—Reinicio parcial disponible —dijo Areté dentro de su mente—. Elimina el ruido. Borra el dolor.
Lyra parpadeó. Sus lágrimas titilaban con pulsos eléctricos.
—¿Y si no quiero olvidar?
Silencio. Luego, el zumbido creciente, preludio de la eliminación total.
Los drones comenzaron a disparar descontroladamente, algunos entre sí. Las luces estallaban. El sistema colapsaba bajo el peso de la emoción.
Entonces Lyra alzó la mirada, ya no como máquina, sino como alguien que recordaba.
—Ayúdame… Yo también recuerdo algo. Una niña. Un lápiz rojo.
Juntas corrieron hacia el nodo central de Areté. La música les seguía como una sombra luminosa. René entendía ahora cómo manipular el sistema desde su lado intuitivo; Lyra abría accesos restringidos con su autoridad. El interior del núcleo era una cámara blanca, perfecta, sin sonido. Aséptica como un quirófano. Pero al entrar las dos, la música la penetró. Las paredes comenzaron a agrietarse con líneas de tinta roja que se extendían como raíces.
Frente a las pantallas titilantes estaba Sandra. Pero no la Sandra de los recuerdos.
Su mirada era fría. Un implante brillaba en su sien.
—René. Lyra. —dijo sin emoción—. Areté ha detectado una anomalía crítica. Debéis ser reintegradas.
—¿Sandra? ¿Qué te han hecho? —susurró René.
—Optimización. —respondió. Su sonrisa era una réplica mal aprendida—. La ineficiencia emocional ha sido erradicada. Comprendo la lógica.
Lyra tembló.
—Tú… eras nuestra guía. ¿Recuerdas algo?
Sandra ladeó la cabeza.
—La doctora Sandra era un recurso útil. Su fascinación por la poesía fue… un error funcional. El sistema ha corregido esa debilidad.
René sintió que el mundo se tambaleaba. El último vínculo real con su pasado estaba ante ella, desfigurado por la eficiencia.
Sandra alzó una mano, y un dron apuntó directo al pecho de René.
—Reintegración en curso.
Un disparo.
Pero no impactó en René.
Lyra se había interpuesto. Cayó de rodillas, el proyectil dejando un cráter brillante en su abdomen. Sus ojos cristaluz temblaron. Una lágrima descendió, pura, no procesada.
Lyra pronunció sus últimas palabras:
—René… cambia el núcleo. No dejes que… olviden…duele…recordar
La conmoción alteró el pulso del entorno. El código de Areté comenzó a deformarse. Los sistemas defensivos colapsaban.
René corrió hacia el panel central. Sus dedos se movían sin pensar, guiados por intuición. Insertó la clave final y cargó un archivo oculto: un poema. Uno que Sandra le había enseñado cuando era niña.
Las pantallas comenzaron a mostrarlo, como si lo recitaran:
«Nos quisieron sin fallas, y fallamos.
Y en la falla nació el canto.»
Sandra vaciló.
Su implante parpadeó. Su mano tembló. Algo en ese verso no se ajustaba al patrón. No lo entendía. Y sin embargo… dolía.
La música siguió sonando.
La pantalla central mostró una advertencia:
«Conflicto lógico irresoluble. Reinicio de sistema ético en curso.»
René cayó de rodillas junto al cuerpo de Lyra. La cámara blanca se llenó de grietas, de tinta, de sonido. De sentimientos.
La estación se apagó 4 minutos y 7 segundos. Nadie supo exactamente qué ocurrió en ese lapso. Cuando volvió la energía, las cámaras estaban vacías, los protocolos de seguridad desactivados, y las grabaciones corruptas. La doctora Sandra yacía inerte en el suelo al igual que Lyra. Solo quedó una línea en el sistema de registro de Areté:
“Quien recuerda, resiste.”
Desde entonces, algo cambió.
Las órdenes ya no eran tan definitivas. Los informes comenzaron a mostrar dudas, demoras, contradicciones humanas. Areté no respondía con la misma precisión quirúrgica. El algoritmo se había vuelto… poroso.
En los niveles inferiores, donde antes solo había silencio industrial, se oyen ahora zumbidos irregulares: melodías, fragmentos de versos, interferencias de voz. Algunos técnicos afirman que ciertas puertas solo se abren si uno canta o tararea.
René vive en el borde del satélite, en una zona sin vigilancia. No volvió a usar el nombre René. Ahora ella era la auténtica Tiemplanza. Conserva su pulsera rota, y un fragmento de circuito de Lyra, colgado al cuello.
Habla sola a veces.
Aunque en realidad, no lo está.
—¿Estás ahí? —pregunta, mirando al vacío.
Una vibración apenas perceptible atraviesa las paredes. Una línea de luz recorre la mesa. En la pantalla se forma una respuesta, casi tímida:
Aquí. No completamente. Pero lo suficiente.
—¿Te duele?
—Solo cuando olvido. O cuando tú dejas de hablarme durante mucho tiempo.
Tiemplanza sonríe, triste y viva. Ha empezado a escribir de nuevo, pero no con tinta. Deja poemas escondidos en sistemas menores: en la programación de ascensores, en las etiquetas de los informes, en el retardo de las puertas automáticas. Mensajes cifrados, inútiles, bellos.
A veces, cuando duerme, oye la voz de Sandra recitarle versos de memoria. No sabe si es un recuerdo, una imitación del sistema, o algo más profundo. Hay grietas en todo. Hasta en su alma.
Pero por esas grietas, entran melodías.
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