Skittles Human
(El juego de los bolos humanos)
Juan Manuel era porteño del barrio de Chacarita, aunque siempre se presentaba como oriundo de Martínez. Tenía 35 años, edad en la que comienza el inevitable declive biológico.
Había estudiado Administración y Negocios en una universidad privada de dudoso prestigio académico y varios cursos de marketing y liderazgo. Desarrolló un fino olfato para los negocios orientados al entretenimiento. Su ideología giraba en torno al dinero y las formas de conseguirlo, preferentemente de manera rápida. No sentía el menor impulso de solidaridad: se consideraba un “hecho a sí mismo”, convencido de que cada persona es artífice de su propio destino. Sus simpatías con la extrema derecha terminaron de moldear y definir su personalidad.
En la época en que transcurre esta historia, la verdad era relativa. El Estado de bienestar, tal como se lo conocía, había quedado en el pasado. Cada cual podía hacer lo que quisiera, porque al sistema literalmente todo le “chupaba un huevo”. La Argentina de Juan Manuel representaba la síntesis perfecta de entretenimiento superficial, promoción del hedonismo y consumo legalizado de drogas de diseño. Estas ayudaban a suavizar la depresión y los sentimientos negativos no deseados. Todo era diseñado por tecnócratas. Un férreo control social se imponía mediante vigilancia permanente y mensajes autoritarios. Cualquier oposición al sistema era reprimida sin contemplaciones: prisión, calumnias, escarnio público o incluso la aniquilación total de la persona. El mundo imaginado por Huxley y Orwell se había convertido en realidad.
Juan Manuel ideó lo que sería su mayor logro: los Skittles Human Games, o el Juego de los Bolos Humanos, inspirado en el antiguo bowling. Se alejaba de los videojuegos porque era la realidad misma. El objetivo era derribar a seis personas con esferas de aleación de aluminio y titanio. Además de romper huesos y matar, las bolas descargaban una fuerte carga eléctrica. Cada jugador tenía dos intentos. Ganaba quien derribara a más personas. Los heridos o muertos eran retirados sin mayor empatía y compasión. Había cuatro categorías: niños, jóvenes, adultos y adultos mayores. Los jóvenes, por su resistencia física, ofrecían mejores oportunidades en las apuestas. Los jugadores pagaban por participar. La lista de espera era extensa.
Los palos humanos eran los miles de marginados del sistema, habitantes miserables de ciudades sucias y oscuras. La policía detenía a cualquiera que no tuviera ocupación, y había abundante “material humano” para el juego. Si sobrevivían, los palos humanos recibían un pago en bitcoins. Esa suma les permitía evitar el encierro, saldar deudas y seguir tirando. Para el gobierno tecno-teocrático, era un método eficiente de control y entretenimiento para las masas. Una versión moderna de las arenas romanas.
El juego se transmitía en vivo a todo el mundo, sin público. El streaming era silencioso y con una estética oscura. El animador no mostraba la menor emoción y se limitaba, en tono monocorde, a relatar el juego. En las pantallas se podía visualizar desde el detalle del daño infligido a los pobres diablos hasta la puntuación de los participantes. La publicidad del juego alentaba las apuestas y marcas de drogas para “mejorar la experiencia”. Juan Manuel vendió los derechos de transmisión y explotación a nivel global. Las redes, el streaming, la publicidad y los negocios asociados —como la funeraria Fisher & Sons Funeral Home, que ofrecía descuentos a familiares de las víctimas— eran parte del engranaje. Conocía bien los negocios circulares y se volvió hipermillonario. Formaba parte de un exclusivo club de ricos que crecía sin freno, a la par de su cada vez mayor inviabilidad humana. Se convirtió en el primer unicornio argentino del entretenimiento global. Cotizaba en las bolsas más importantes. El juego se volvió tan popular que gobiernos y corporaciones alentaban usarlo como una herramienta de control social sofisticado y definitivo.
Juan Manuel, si bien era argentino, se consideraba un ciudadano del mundo. Podía cenar en Tokio, almorzar en Nueva York y, al día siguiente, estar en el desierto de Catamarca, donde tenía un búnker junto a los volcanes de los Andes, lejos de toda mirada. Aun así, su amor por Boca Juniors, la Selección Argentina de futbol y los asados con fútbol los fines de semana seguían siendo irrenunciables. En el fondo, conservaba una forma de afecto hacia algo que trascendía el poder y el dinero. Su estilo era canchero, cercano, encantador. La gente lo veía como un tipo amigable. Pero eso era solo una fachada.
Extendió sus negocios al espacio y a la movilidad eléctrica. Su meta más ambiciosa: llevar humanos a Marte con su propia empresa aeroespacial. Donaba a instituciones que investigaban el cáncer y la demencia, siempre bajo la cláusula de ser el primero en recibir tratamientos de última generación. Era consultado por líderes mundiales y tenía amistades influyentes. Era parte de ese círculo inaccesible de inmunidad y poder. Siempre iba acompañado por su secretario privado y uno o dos guardaespaldas según la ocasión. Se desplazaba con libertad y seguridad absoluta.
Pero, como suele ocurrir, toda acción genera una reacción. Surgió una resistencia, al principio, silenciosa y pacífica. Con el tiempo, se volvió clandestina y combativa. Fue un movimiento gestado por años de lucha por justicia social. Una de sus metas causar el máximo daño a Skittles Human. El dolor de los familiares de las víctimas era inenarrable. El dolor de vivir, indescriptible.
Juan Manuel, entre todas sus posesiones, era dueño de un inmenso yate en el Mediterráneo, que amarraba habitualmente en Málaga. Además, tenía un Boeing 767 corporativo, utilizado para transportar técnicos y materiales. El avión estaba ploteado de rojo, con un enorme strike que mostraba un bolo arrasando personas.
El despegue del 767 desde Malpensa, esa mañana de domingo, fue perfecto, con rumbo a Buenos Aires. Después de revisar algunos asuntos con su secretario, Juan Manuel se acomodó. Observaba el horizonte y el suelo, alternando la mirada. El sol entraba por la ventanilla. Se sentía cómodo. En estado de flow. Sobrevolaba el Sahara. La arena amarilla se extendía hasta el infinito, apenas interrumpida por manchas verdes esporádicas.
Entonces lo vio. Una estela serpenteante de humo blanco ascendía desde el suelo. Venía directo hacia él. Un sudor frío le recorrió la espalda. Las pulsaciones se dispararon. Trato de erguirse del asiento, justo cuando el sistema de alerta de tráfico y colisión del 767 se activó con su agudo, mecánico y persistente sonido.
Desde un refugio en las dunas, el operador apuntó. El viejo misil tierra-aire Stinger voló hacia el avión. No falló.
La explosión se oyó a varios kilómetros de distancia. En lo alto, una bola de fuego y humo negro surcó el cielo azul. El operador desmontó el arma, alzó el puño izquierdo y gritó —casi como un mantra, casi como justicia—:
—Skittles Human.
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