El despacho del superintendente Castillo estaba en penumbra cuando la congresista Ugarte dejó sobre su escritorio el proyecto de ley. «Quedan nueve meses», susurró. Él asintió, rozando con el dedo la cláusula que los reelegiría. Esa noche, mientras revisaba expedientes, una carpeta marcada «Licenciamientos 2024» se deslizó al suelo. Entre los documentos, encontró una foto de Santos Montaño, su difunto amigo, con una nota al reverso: «No todo se perdona».
Al día siguiente, el secretario de Castillo apareció muerto en el parking del Congreso. En su bolsillo, un borrador del discurso donde Castillo prometía «transparencia». Las cámaras de seguridad habían fallado. Mientras la prensa especulaba, Ugarte aceleró la votación en Comisión Permanente.
La mañana de la aprobación, Castillo recibió un sobre anónimo. Dentro, otra foto: él y Montaño, sonrientes, junto a un cheque por «servicios universitarios». Un mensaje decía: «La reelección tiene precio». Esa tarde, el proyecto pasó. Pero al salir, Castillo vio entre la multitud a una figura familiar: Montaño, o su fantasma, sosteniendo la carpeta maldita.
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