El canto del bosque enhebrado con los arrullos de las fuentes serranas y el soplo de la brisa suave. Esas maravillas del bosque me trajeron el recuerdo de los lejanos días de mi existencia.
El recuerdo de aquella vivencia en la montaña del cerro. El Quibao, en el regazo de las verdes colinas de la vasta cordillera andina. Allá, donde sucedían miles de ruidos maravillosos y tenebrosos que podían enfriarle el guarapo al más valiente o llevarlo a recrearse con el maravilloso canto del bosque.
El silbido de la noche callada, donde los gritos de las aves nocturnas, hacían crecer los ruidos cuando la oscuridad tendía su negro velo sobre la fronda serrana.
No pasaba una noche que no escuchara los ruidos, los gritos y gemidos en medio del bosque, los suaves arrullos de las fuentes serranas, el preocupante grito del búho y el silbido de otras aves nocturnas.
En la cabaña donde vivíamos una numerosa familia, nadie se daba cuenta del acontecer sobre natural de las noches serranas. Todos dormían, menos yo que lograba ver luces rebotando sobre los verdes cafetales montañeros; escuchando ruidos de cascos de caballo sobre los caminos empedrados.
Lo maravilloso de todo aquello no eran las luces, el ruido de caballos trotando, si no el inconfundible canto del bosque, que sobresalía sobre los demás ruidos que cruzaban sobre la rustica cabaña.
Al despuntar el día, muchos ruidos terminaban y comenzaban otros, la vida diurna en los verdes collados serranos. Los cafetales lucían sus rojos frutos y las guacharacas formaban sus algarabías y los pajarillos entonaban sus claros trinos. Los trabajadores continuaban con sus labores de siembra y recolección de otras cosechas. A lo lejos, en las verdes praderas se escuchaba el frémito de los bóvidos salvajes.
En las noches lluviosas, la brisa se sentía como una caricia. La niebla cubría la sima de la montaña y las albas serranas matizaban los paisajes que hacían danzar sus reflejos sobre los verdes collados.
En las tardes decembrinas, el viento desgreñaba las mantas de neblina que recubrían el cerro. La montaña se vestía de gala, el sol bruñía las mantas de neblina viajera. Los pajarillos con sus trinos, acompañaban con sus notas el canto del bosque.
En años recientes, yo volví a la montaña, a recrearme en los reflejos de los paisajes y en el verdor de la fronda serrana. Ese día, recordé mis vivencias en esos lugares, donde la magia ronda cuando surge el canto del bosque, donde la montaña me cuenta sus secretos llenos de siglos.
Allá, goce de encontrarme de nuevo en mi casa (la montaña). Allí donde mi amigo el bosque me permitió escuchar sus asombrosas y claras notas y el sublime canto de su sobrenatural inspiración.
¡Oh! El canto del bosque. El mágico silbar de la brisa suave y los arrullos de las fontanas cristalinas, corriendo sobre el césped de la cordillera de los Andes.
Categoría: Cuentos. De mi Padre
→ Leocadio Antonio Peña Nava
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