La leyenda del hombre que no podía morir

La leyenda del hombre que no podía morir

Fernando Barbosa

04/05/2025

“La leyenda del hombre que no podía morir.”

Fernando Barbosa (seudónimo)

En las profundidades de la selva amazónica del Guaviare, la vida no era simplemente un transcurrir, sino una danza de sombras y luces, un espectáculo vibrante donde el verde intenso de la vegetación se entrelazaba con los destellos dorados del sol. Los árboles, altos y majestuosos, se erguían como gigantes de esmeralda, tejiendo un dosel denso que apenas dejaba pasar los rayos de luz; luces que, al filtrarse, creaban manchas de brillo en el suelo cubierto de hojas, como si la tierra misma se pintara de oro en esos momentos fugaces de claridad.

La vegetación era un cuento por escribir: exuberante y salvaje, con lianas serpenteantes que se abrazaban a los troncos y flores de colores vibrantes que estallaban en medio del verde, como risas perdidas en la inmensidad del bosque. El canto de las aves, un coral sinfónico de trinos y gritos, se elevaba entre los árboles, mezclándose con el murmullo de los ríos cristalinos, que corrían como serpientes plateadas en su ruta hacia lo desconocido. Era un paraíso terrenal, un lugar donde la naturaleza conversaba en un idioma antiguo, conocido únicamente por aquellos que sabían escuchar.

En medio de este paisaje vibrante de 1988, donde el tiempo parecía detenerse, en algún caserío que surgía en medio de la selva, entre muchos parajes de suelos robados al follaje, vivía un joven llamado Javier Montes Birria. Conocido en la región, no solo por su notable resistencia, sino también por la violenta aura que lo rodeaba, Javier era el hilo conductor de innumerables relatos. Era como un destino caprichoso, una historia que se contaba en susurros entre campesinos y cultivadores de coca.

“¡Mire a mi tía, exclamaba su hermano Martín, con ojos desorbitados de asombro y preocupación, al ver a Javier levantarse tras una pelea, aun con los moretones pulsando en su piel! “Ese muchacho está muy torcido, parece que no le pesan las balas”, continuaba Martín, como si el mismo universo conspirara para mostrar la singularidad de su hermano. En esas palabras había una mezcla de admiración y temor, un eco de la incredulidad que sentía al observar cómo Javier, desafiante como un colibrí que se mueve entre las tempestades, siempre encontraba la manera de levantarse, como si la vida misma le hubiera otorgado el don de renacer tras cada caída, a pesar de recibir innumerables heridas

La familia Montes Birria vivía en una finca cocalera, donde el cultivo de hojas de coca había florecido en medio de la guerra, por el dominio del territorio de un lado las autodefensas y del otro la guerrilla. El ambiente era tenso, y el sonido de las motos de los narcotraficantes se mezclaba con el canto de los pájaros. La madre de Javier, Doña Elena, siempre preocupada, decía: “Javier, mucho cuidado, que la vida no es un juego, hijito. A veces la suerte se acaba”. Pero Javier, con sus ojos llenos de fuego, respondía: “¡No se preocupe, ma! La suerte es mía, ¡soy como un gato de siete vidas!”.

Una tarde, mientras el sol se escondía tras los árboles, Javier se encontró en medio de una pelea con un grupo de sembradores que disputaban cual era el más grande cocalero. “¡Ay, Javier! ¡ud es muy salado!”, decía su hermano, mientras intentaba separarlo, de aquel lugar de violencia incentivada por el consumo de licores. Pero era tarde. Los gritos, los golpes y algunos disparos resonaron hasta la selva que los rodeaba. Javier, a pesar de recibir varios golpes, y un disparo sólo parecía hacerse más fuerte, como si la rabia y la adrenalina lo alimentaran.

“¡Tómalo con calma!” gritó uno de los rivales, “que aquí no estamos para jugar, de malas, si lo cascaron!”. Pero a Javier no le importaban las advertencias. Con un movimiento rápido, derribó a uno de ellos, gracias a un balazo en la frente. Era imposible entender cómo, a pesar de sus heridas, siempre se levantaba de nuevo, pero aquella pelea lo marco como un hombre muy peligroso, en una tierra de hombres bravos y luchadores, como no había ley en aquel lugar el prosiguió su vida normal, aunque sabía que en algún momento intentarían quitarlo de en medio.

Pero el episodio que origino la leyenda del hombre que no podía morir, sucedió una mañana, en una raspa, mientras recogía hojas de coca, Javier se encontró con una serpiente cuatro narices que, en un instante de distracción, lo mordió en la pierna. El veneno comenzó a subir por su cuerpo, pero en lugar de caer al suelo, gritó: “¡Esto no es nada! ¡Miren cómo baila el veneno!”. La familia, y los amigos; aterrados, lo vieron reír y moverse mientras el veneno al pasar más de una hora, se desvanecía inexplicablemente. “Este chico es un milagro, murmuró su padre, don Felipe no hay otra explicación”, “este hombre es un demonio, es de los hombres que no pueden morir, a continuación, les conto de una región aislada de los llanos, cerca a la frontera con Venezuela: “En un rincón olvidado de la tierra, donde los ríos susurran secretos y los vientos traen ecos de tiempos lejanos, existía un pequeño pueblo rodeado de montañas cubiertas de niebla. Los habitantes de este pueblo hablaban en voz baja de unos hombres singulares, a quienes llamaban los Inmortales. Se decía que estos hombres estaban bajo el hechizo de un misterioso brujo que vagaba por los bosques cercanos, un ser tan antiguo como el mismo tiempo.

Según este relato mítico estos hombres habían sido guerreros valientes, pero también habían cometido actos oscuros y egoístas, además del afán de hacerse más poderosos; buscaron un hechicero, que les otorgó un don inquietante: la inmunidad al daño físico. Desde aquel día, los Inmortales caminaron entre los vivos sin temor a las armas cortopunzantes, sin sentirse desgastados por el tiempo ni la enfermedad; podían recibir puñaladas, balazos, golpes y caídas, pero nunca sucumbían. Cada herida se cerraba instantáneamente, y cada golpe solo aumentaba su leyenda.

Sin embargo, la inmortalidad era un regalo con espinas. Los Inmortales no conocían la paz. Se convirtieron en parias, temidos y aislados, pues los aldeanos creían que su condición les otorgaba un alma oscura. A menudo, los veían vagar por las calles del pueblo, con ojos tristes y cansados, sus corazones atrapados en un ciclo de soledad, pues eran negados para el amor, las mujeres ante ellos sentían una inexplicable repulsión, condenados a una vida eterna y sin la esperanza de que la muerte les llegara esa desesperación se convirtió en su compañera interminable.

En algún tiempo, algunos aldeanos comenzaron a acercarse a ellos, buscando su sabiduría y fuerza, otros intentaron romper el maleficio del hechicero, pero todos fracasaron, hasta un cura estudio el caso, pero no hallo solución entre tanto rito, que sabia. Los Inmortales, atrapados en su propia existencia, no podían dejar atrás su historia, en algún momento desaparecieron, pero no fueron a la tumba, sino que fueron a otros parajes, donde no los conocieran con la esperanza de terminar allí su vida, pero su condición de inmunidad y el no envejecer, los obligaba a huir a otros lugares, mientras, generaciones tras generaciones, la historia de los Inmortales se trasmitió. como parte de la leyenda, Se decía que solo una bala de plomo, forjada con la esencia de un amor verdadero, podría romper el hechizo y liberar a los hombres de su carga eterna, pero esa teoría nunca fue comprobada. Alguna vez, algunos jóvenes se aventuraron al bosque, dispuestos a encontrar al hechicero y descubrir la manera de salvar a los Inmortales del sufrimiento que los envolvía, a pesar de los consejos de los ancianos del pueblo, que advertían a los jóvenes de los peligros que acechaban en la oscuridad de lo desconocido, pero los osados habían decidido dar a los inmortales la esperanza de la redención, fue inútil aquella aventura y cualesquier día retornaron con la certeza de que aquellos hombres, llevarían por siempre el estigma de saber , que nada les causaba la muerte, y que la búsqueda de un fin para su dolor, no existía” esta es la historia, que conto aquel hombre, esa noche , mientras el viento soplaba entre los árboles y las estrellas titilaban en el cielo, la historia de los Inmortales revelada, por aquel hombre, que a su vez dijo haberla escuchado muchos años atrás en su llano natal, de labios de un anciano que dijo haber conocido a varios inmortales en persona y guardo aquel recuerdo, de poder y tristeza entrelazados para siempre, ese es el destino de aquellos que desafían a la muerte.

Así la vida de los Montes, seguía su curso, en aquel paraje robado a la selva llena de ruidos, que en realidad son Los sonidos de la naturaleza en una eterna sinfonía caótica, mientras Javier siempre estaba dispuesto a bailar al ritmo de la locura. Cada pelea, cada herida, solo parecía intensificar su cuerpo inmortal, mientras sus padres que no lo eran de verdad, hacían su papel a sabiendas que aquel joven lo conocieron en ese mismo aspecto cuando ellos aun eran más jóvenes que él, al pasar el tiempo y envejecer decidieron contar esa historia incluso a sus hijos verdaderos que desde pequeños conocieron ese “hermano mayor”, que no cambiaba ni un poquito, en tanto los otrora niños crecieron y ya para la época de esta historia los dos hijos después de Javier parecían mayores que Este. Quien por su forma de comportarse y reñir con muchas personas hasta por motivos ridículos, parecía más un adolescente, además su fama de poderoso físicamente y busca ruidos ya estaba regada por toda la región y eran muchas las personas que no gustaban de el ya fuera por pleitos sostenidos o por las ansias de superarlo en la pelea.

Un día cualquiera, Javier presencio como un grupo de guerrilleros buscaban extorsionar a los campesinos y los siguió en silencio. La tensión se sentía en el aire; el sol brillaba intensamente, y el silencio previo a la tormenta se hacía palpable. “Esto va a ser muy torcido”, dijo Martín, el hermano con la voz temblorosa, el seguía a su hermano mayor pues lo conocía y sabía que no demoraría en rebelarse. Pero Javier, desafiante, respondió: “No me quiero perder esta acción. ¡De malas el que se mueva primero!”.

Después de un intercambio de gritos y puñetazos; La balacera comenzó como un tronar de tambores. Javier, en medio del fuego, se deslizaba entre los árboles, como un jaguar que conoce cada rincón de su selva. Sentía el silbido de las balas a su alrededor y una que otra en su cuerpo, para sorpresa de los guerrilleros, notaron que de alguna manera ese agresor, de alguna manera estaba protegido. “Si me muero, volveré como un ave”, les decía entre risas. mientras accionaba su pistola, haciendo daño a esa cuadrilla, con la diferencia de que a el las balas lo afectaban un momento, después las heridas se cerraban, como cosa de magia, pero del grupo de 5 guerrilleros solo quedaron 2 en pie, así que los supervivientes decidieron irse — toca volver con buenos refuerzos, ese hijo de mala madre ya aseguro su muerte., esta situación de aquella tarde ya era normal para él, escuchar, el eco de un disparo, sentir el quemonazo de la bala entrando en su cuerpo, caer mientras hacía alguna broma, levantarse, como si no hubiese pasado nada, lo más duro para él era tener que sacudirse el pantalón para quitar el mugre del piso, mientras la gente, que presenciaba esos episodios se santiguaba y se preparaba para los improperios si contaban a otros lo que habían visto con sus ojos, lo más suave que les decían era: “este marica ya fuma marihuana y se la fuma verde“. Pero con el pasar de los días ya eran demasiado los que contaban esas historias y las demás personas les creían. No paso mucho tiempo de estos casos hasta que la guerrilla decidió que era tiempo de dar de baja a ese fenómeno, pues según ellos, era un peligro para la comunidad y les estorbaba en sus acciones delictivas, el inmortal como muchos le decían, se estaba convirtiendo en un defensor de los cocaleros, fue así como decidieron organizar una acción para dar de baja a este sujeto, según ellos un enemigo del pueblo.

El día indicado por los guerrilleros de la zona para dar de baja al inmortal llego un grupo de mas de 10 guerrilleros a inmediaciones de la finca de los Montes Birria, bien escondidos vigilaban el rancho, como a las 6 de la mañana pasadas Javier apareció, tomo tinto, se despidió de su familia y se dispuso a ir al monte a revisar unas trampas para conejos que tenía. los guerrilleros decidieron dejar salir de la casa y asesinarlo más bien lejos de allí.

Emboscada al Amanecer

El sol comenzaba a asomarse en el horizonte, brillando con los primeros destellos dorados que iluminaban la espesa selva. A las siete de la mañana, un ambiente de quietud y expectativa envolvía el paraje, interrumpido solo por el canto lejano de aves y el murmullo del viento entre las hojas. Sin embargo, ese sosiego era solo una fachada; desde hacía unas horas, más de diez guerrilleros se escondían entre la maleza, esperando la llegada de Javier Montes Birria, un hombre cuya sombra se extendía por la región como un presagio de temor.

A medida que el día se despertaba, un guerrillero, con los músculos tensos y el corazón palpitante, susurró con voz firme: “¡Ya viene!” De inmediato, los hombres se prepararon, armados hasta los dientes, sus rostros delineados por la furia y el deseo de venganza. En un instante, la selva se transformó en un campo de batalla. Cuando Javier apareció entre los arbustos, confiado y seguro, los guerrilleros estallaron en gritos y balas. “¡Disparen, malditos!” rugió uno, y un torrente de disparos llenó el aire, reverberando en el entorno como un trueno en la mañana. Las balas silbaron cerca de él, zumbando con virulencia, pero, sorprendentemente, Javier se movía como un destello, danzando entre las balas que intentaban cazarlo.

“¡No te escaparás, hijo de perra!” gritó un guerrillero, mientras su compañero caía en el fuego cruzado, sucumbiendo a su propio ataque. Pero, por cada guerrillero que caía, había seis que continuaban persistentes, atrincherándose en su rabia e insistencia. El aire se llenó de un ajetreo frenético; el sonido de los disparos se acompañaba de gritos de desesperación y la crujiente reverberación de la selva que parecía sentir la violencia.

Javier, con movimientos ágiles, logró desarmar a uno de ellos, pero fue un breve respiro. En instantes, un guerrillero se lanzó sobre él con un cuchillo en la mano, el brillo del acero reflejando los primeros abrazos del sol. La lucha se tornó brutal: uno a uno, los guerrilleros se acercaban, atacándolo con furia. Cuchillos y machetes relucían en el aire, y por cada corte que intentaban asestarle, su piel se mantenía intacta, como si alguna magia latente lo protegiera

“¡Acábalo de una vez!” vociferó un guerrillero, mientras otro, sucumbiendo a la desesperación, gritaba insultos y maldiciones hacia Javier. “¡Te vamos a matar, monstruo! ¡Déjanos ver cómo sangras!” Pero Javier, erguido y desafiante en medio del caos, solo reía, una risa burlona que helaba la sangre de sus atacantes.

Después de una batalla feroz, cinco guerrilleros yacían caídos, sus cuerpos tendidos entre la hojarasca, mientras los restantes lograron finalmente acorralarlo. Con ojos llenos de odio, lo atraparon y lo ataron manos y pies, después lo amarraron como un fardo, con cuerdas resistentes. “¡Al fin, hijo de perra! ¡A la tumba con vos!” gritó uno mientras lo arrastraban. Pero Javier, con su piel intacta y sus músculos intactos, seguía luchando y sosteniendo la mirada, desafiándolos.

“¡Cavemos! ¡Aquí lo enterramos!” decidieron, ciegos por la rabia y la locura. Comenzaron a abrir un profundo agujero en la tierra, mientras gritaban entre sí, sumidos en su excitación. La selva, en su plenitud matutina, era testigo del acto de desesperación; la tierra se removía bajo sus manos, convirtiéndose en una tumba para el hombre que había sobrevivido a su ataque.

Los insultos y risas crueles resonaban en el aire mientras concentraban sus esfuerzos en llenar el hueco, sepultando al hombre inmortal, cuando las sombras comenzaban a alargarse bajo el sol incipiente. Terminaron el entierro y se despidieron de esa tumba mientras gritaban “¡Adiós, monstruo! ¡Que la tierra te trague!” finalizó uno, después se fueron, dejando solo silencio detrás, convencidos de que al fin habían cumplido su misión.

Pero la selva no juzgaba con la misma certeza. A medida que los guerrilleros se alejaban, el aire empezó a vibrar. Las primeras luces del día parpadeaban sobre el lugar donde habían enterrado a Javier. Pero Algo estaba sucediendo en la oscuridad del agujero que lo había apresado. Y que los guerrilleros le abrieron como tumba final.

La Leyenda del Hermano Inmortal.

En la penumbra de la noche, cuando la luna se alzaba perezosamente entre las nubes y las estrellas titilaban como ojos curiosos, los campesinos de la región compartían, entre murmullos y miradas cautelosas, la leyenda del hermano inmortal. Se decía que Javier Montes Birria, quien había desafiado la muerte, había sido sometido a un destino que trascendía la comprensión humana.

Ocho días habían pasado desde que la furia de los guerrilleros había intentado silenciar su existencia, y la vida en la aldea continúa su curso monótono, marcada por la tristeza de su ausencia. Sin embargo, en el corazón de su hermano Martín, una inquietud insaciable lo llevó a buscarlo. El eco de la leyenda resonaba en su mente como un canto de sirena, y decidió ir al lugar donde los guerrilleros lo habían enterrado.

Con cada paso que daba, la bruma se esperaba a su alrededor, convirtiendo el paisaje familiar en un laberinto de sombras. Al llegar al sitio indicado, Martín se arrodilló ante la tumba, sus manos temblando mientras comenzaba a excavar la tierra oscura que cubría el cuerpo de su hermano. El sudor goteaba de su frente, mientras su corazón latía con la esperanza y el miedo entrelazados como una serpiente enredada en su pecho. A medida que la tierra se deslizaba entre sus dedos, un rayo de luz lunar iluminó un destello bajo la superficie. Con la emoción desbordante, Martín despejó más tierra y, para su asombro, encontró a su hermano Javier, no descompuesto ni herido, sino en un profundo sueño de calma, como si los recuerdos de la violencia le hubieran sido arrebatados. Era un milagro, una visión que desafiaba la lógica, un eco de lo imposible.

Cuando dio con el cuerpo amarrado como un fardo, al tocar su piel, sintió un calor familiar que lo reconfortó. Y en ese instante, como si el universo mismo hubiera decidido actuar, los ojos de Javier se abrieron, resplandeciendo con la luz de aquellos que han conocido no solo la vida, sino la esencia misma de lo eterno. Con un movimiento sereno, se incorporó, como un rey que despierta de un largo sueño, y miró a su hermano con una sonrisa que mezclaba misterio y sabiduría, dicen que dijo “Aquí estoy, Martín”, dijo con voz profunda, resonando como un eco en el vasto silencio. “He regresado de la muerte, pero mi camino no termina aquí”. Con la claridad de un amanecer, se despidió de su familia, y, envolviéndose en un aura etérea, comenzó a alejarse hacia las brumas que se arrastraban como suavísimos fantasmas entre los árboles.

Los campesinos, aún murmuran alrededor de sus fogatas, cada noche como un susurro en la memoria colectiva, un relato que se entrelaza con las sombras del pasado, lo único que no está confirmado de la leyenda es si fue verdad que el hermano encontró la tumba y lo ayudo a escapar de allí, según las gentes. Javier, el inmortal, se había disuelto entre los misterios de la vida en estas regiones, dejando tras de sí un eco eterno, un hombre que, aunque fugaz, jamás sería olvidado por aquellos que conocieron su historia y la trasmitieron a sus hijos.

Así se conformó la leyenda, un ser de la selva que, al despuntar cada nuevo día, se decía que podía verse entre las nieblas, vagando libre, el guardián de lo que aún no se ha comprendido, el inmortal que desafió a la muerte y desapareció en las brumas del tiempo.

Autor: Fernando Barbosa(seudónimo)

Oscar Hernando Urazan Guevara

San José del Guaviare Colombia marzo 2025

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