¡Estaba ahí! ¡Ahí debajo! ¡Flotando debajo! Una silueta deshecha. Parecía la germinación que la niña había traído del colegio. Se mecía con el movimiento del agua, y el baño se colmaba de dolor. Su dolor.

La imagen. La figura de aquel manojo deforme se empañó sobre el espejo y entonces los vio. Los azulejos. Los malditos azulejos transpiraban un hilo espeso de sangre que comenzó a correr por las juntas blanquecinas hasta gotear sobre la losa del lavatorio. Clap… clap… clap… Ella se había congelado en un calambre. Se paralizó. Agachó la cabeza buscando fuerzas. El aire. No encontraba el aire. Dolía. Quiso gritar. Patear las baldosas. Quiso dejar salir el gemido que venía reprimiendo. Ya no podía. Ya no. Clap… clap… clap…

Hacía casi un año que Ana había llegado a la casa y cuidado de las nenas.

“…La señora es muy amable, me trata muy bien…”

“¿Y las nenas?”

“La chiquita es muy buenita, siempre me hace caso. Me persigue por toda la casa para que juegue con ella, ¡es bien cariñosa la mocosita! La Sofi en cambio ¡es re brava!, ¡cuando se enoja se enteran todos los vecinos! – Ana reía. Exhalaba el cansancio de la semana. -pero, ya me la estoy ganando, aunque bien difícil me la pone, a veces.

La charla se diluía dentro de una cabina en el locutorio cercano a la estación. Los llamados de los viernes parecían acortar los kilómetros que ya la distaban de su madre.

Había dejado Paraguay meses atrás y después de horas interminables de viaje la recibió la terminal de Retiro. Con un bolso flaco colgado del hombro fue a alojarse en lo de su hermana Bety, la mayor. Bety limpiaba en unas oficinas del centro y así había podido conocer a la señora que, recién separada, necesitaba una chica para que cuidara de sus hijas.

Betty la esperaba en una terminal apenas salpicada de coches y gente a finales de marzo. Llevaba unos veintiséis solo en el documento.

Ana se relajó al encontrar los ojos de su hermana entre ese par de personas que rodeaban el micro. Con un abrazo la recibió Betty y la charla se enredaba entre los pasos ansiosos. Aná le traía todas las noticias de la familia que había quedado tan lejos mientras Bety le daba detalles del trabajo que había conseguido para ella.

-No me hagas quedar mal, nena. Mirá que es una señora muy buena y responsable.

Esa tarde Ana caminó las veredas de Villa del Parque. Llevaba la dirección anotada en un recorte de papel abollado dentro del puño. El sudor de las palmas había humedecido la tinta. Por fin se paró frente a la casa gris y recitó para sí “P.B. A”, leyendo aquel detalle innecesario y difuminado que, igualmente, llevaba en la memoria.

“La señora me dijo que se había separado hacía poco y como empezó a trabajar todo el día necesitaba alguien que cuide a las nenas. Dos nenas, me dijo que tenía…” Ana repasaba los pocos detalles que Bety le había soltado la tarde anterior

-¿Si…? –La voz repentina sacó a Ana de sus cavilaciones. El portero destilaba un ruido desprolijo.

-Hola… -dudó – Soy Ana. Mi hermana limpia en la oficina de su trabajo… ehh… habló con usted…

-¡Ah!, ¡sí, sí!, Ana. Voy enseguida.

El eco de unos tacos hizo tronar el pasillo hasta alcanzar la puerta de entrada en el PH de la calle Santo Tomé. Una señora se asomó invitando a Ana con un gesto.

-¡Hola Ana, pasá!. –Y la guió hasta la primera de las puertas.

Era una mujer amable y juvenil en sus casi cuarenta. Ana se relajó. Era el comienzo de la tarde, el sol bañaba la ventana entibiando la habitación.

– Es solo para retirarlas del colegio y prepararles la merienda. Yo llego a eso de las siete de la tarde, son algunas horas nomás…

La mitad del rostro de una niña asomó, como una luna creciente, desde el marco de la puerta de la habitación. Sus ojitos color miel brillaron y se clavaron en la joven sentada junto a la mesa.

-Ella es Caro. Vení –Dijo la madre.

La chiquita se volvió a meter en la pieza. Ana vio flamear el final de su delantal cuadrillé en la corrida. La señora sonrió.

–Es un poco tímida, pero ya va a entrar en confianza. Caro tiene cinco y Sofi ocho. Vení que te las presento.

Así comenzó el nuevo trabajo. Así conoció las nenas y a la casa gris. Esa casa que hoy se le venía encima, cuyas paredes del baño se doblaban y parecían querer devorarla para no dejar rastro de ella. Clap… clap… clap…

Ana iba todos los días al colegio a buscar a las niñas. Una y otra vez caminaban esas cinco cuadras en las que raramente faltaban los berrinches de Sofi o los llantos compungidos de Caro siendo torturada por la mayor. La muchacha se las venía arreglando bien para poder cumplir con todo sin que se arme algún escándalo, aunque por momentos se le hacía inevitable.

“…¡canas verdes te va a sacar esa criatura!” le decía Bety cuando intercambiaban anécdotas entre los mates de la tarde. Ese día Sofi había armado un escándalo infernal cuando Ana la fue a buscar después de una tarde de juegos en la casa de otra nena del colegio. La vuelta se hizo una proeza. Más de un “dame la mano” estuvo al borde de transformarse en un tironeo violento y las amenazas se hicieron presentes sin más recursos que agotar. A todo esto, la muchacha debía alzar y contener a Caro para que no hubiera un efecto dominó de la histeria. Ni bien cruzaron la puerta Ana se había desplomado en una silla. El esfuerzo y la tensión la tumbaron con el peso de aquella responsabilidad asfixiante.

-¡No me quiero ir! ¡Vos no sos mi mamá! ¡andate! –Y los gritos llegaban a todos los departamentos vecinos, hasta que la mamá de la otra nena había logrado calmarla. -La escena se repetía en la cabeza de Ana, en un eco que las paredes de la sala y las estanterías de ladrillo de la casa gris repetían constantes.

-¡Tenés que hablar con la madre! ¡Que le ponga un límite a la mocosita!

-Es chica… además extraña al papá y la casa en la que vivían antes…es normal que esté enojada, pobrecita.

-Bueno, pero no le consientas todo que después te van a pasar por encima y a la que te vas a poner en contra es a la señora. Acordate que yo te recomendé, ¡no me vas a hacer quedar mal, Ana! ¡Por favor!

-No, Bety, -La tranquilizaba. -Yo me las arreglo. Además con la otra no tengo problemas, la chiquita es muy obediente y cariñosa. Nos tiramos en el piso a jugar con las muñecas y entonces, a veces, la Sofi se tira con nosotras y se le pasan los caprichos. No es todo los días que se porta así, tampoco.

-¡Ana!. ¡Ana! –Le tiraba de la manga Caro todas las tardes mientras ella aún estaba terminando de lavar las tazas de la merienda.

-Vamos a dibujar. –

Todos los días las cuidaba. Se encargaba de la casa. Soñaba. deseaba… El deseo se diluía en ese cólico insoportable que le endurecía el vientre. Quiso gritar. Gritó y ahogó el grito como quien ya no tiene aliento. La casa gris la había atrapado. La casa gris y aquel baño sometido al clap, clap, clap… Tenía miedo, mucho miedo, como esa tarde días atrás.

Iban seguido al almacén cruzando la calle para comprar las galletitas de la merienda, la leche… pegado al almacén estaba el club, el “Pacífico”. Como una ironía, el nombre de aquel lugar podía leerse en el cartel añejo, sobre la entrada.

Los jóvenes y adolescentes del barrio habían fijado en él su punto de encuentro. Se los veía después de los partidos sentados sobre los canteros de la casa vecina. Los pibes, en un enjambre insoportable, compraban las cervezas en el almacén para pasar el rato. Por horas el barullo se extendía. En los días de calor las reuniones duraban hasta entrada la madrugada. El club también tenía en la entrada su propio buffet y café, y tenía también el único teléfono público de la manzana. Ana debía ir ahí ante cualquier emergencia, y la señora se encargaba de recordárselo a menudo señalando los cospeles que le dejaba en un estante de libros junto a la puerta.

Una vez, una nochecita, de principios de diciembre, la señora se cruzó al club para hacer un llamado llevando a Caro consigo. Como de costumbre el cantero al frente del club estaba salpicado de jóvenes escuchando música a todo volumen y hablando casi a gritos.

Eran figuras difíciles de identificar en la noche, pero la pequeña pudo ver con claridad la inconfundible cabellera repleta de rulos morenos de Ana. Hizo un esfuerzo con la vista y pudo delinear sus facciones. Era Ana, sin dudas. Ella reía divertida en el grupo de jóvenes.

El ir y venir del almacén para alguna compra llevaba cada vez más tiempo y aumentaba la frecuencia de los olvidos.

-No quedan suficientes galletitas, princesa. Voy a comprar porque sino no van a tener para el desayuno. ¿De cuáles querés?

Ana se cruzaba al almacén una y otra vez.

-Ya vengo, Caro. Quédate acá sentadita, dibujando que cruzo un segundo y vuelvo. – Decía.

-¡No!, ¡quedate!. ¡Quedate conmigo! -Rogaba Caro.

-Ya… ya vengo. Es un minutito nomás. – Caro miraba desde la ventana hasta que Ana se perdía de vista..

Ana estaba más animada que nunca. Se sentaba a dibujar con una sonrisa dulce, en el aire del verano que entraba por la ventana abierta de par en par. Canturreaba mientras lavaba las tazas. Mientras acomodaba los peluches de la habitación de las nenas.

Había llegado marzo. Ana no estaba bien.Se la veía cansada. Las ojeras la hacían ver mayor a pesar de sus diecinueve. Esa tarde pidió a la señora poder salir un rato antes para un turno médico.

Tomó el colectivo que le indicaron. El viaje fue largo. Se perdió en el telón verde de las copas de los árboles. Con la frente apoyada sobre el vidrio cerraba los ojos y volvía a abrirlos sin lograr serenarse. Las siluetas de la gente sobre las veredas se disolvía entre el movimiento del coche y su mirada empañada. Estaba aturdida. Un murmullo sordo había robado sus oídos y reprimía un demandante impulso de llevar sus manos y agarrarse la sien para menguar aquella punzada insoportable.

Por fin llegó el momento de bajar. Caminó algunas cuadras. Otra vez, otra tarde, otro papel abollado en el puño con otra dirección anotada a mano cuya tinta se deformaba por la humedad aún con más prisa. Pero este papel no se lo había dado su hermana. Su hermana había viajado a Paraguay por las dos semanas que tenía de vacaciones. La dirección se la dió una amiga a la que le tuvo que contar todo. Las manos le temblaban. Otra vez apretaba la hoja con fuerza, pero esta vez realmente tenía miedo. Mucho miedo. Miedo y ese puñado de ahorros que venía guardando más un adelanto que le pidió a la señora. Llegó pálida. Casi da la vuelta, pero no. Apretó los ojos y tocó el timbre. Pensó que por suerte su hermana había viajado, por suerte nunca se enterarían en la familia, por suerte…

La noche la encontró sola en el departamento. No hallaba fuerzas. Respiraba profundo tratando de distraer la cabeza con el barullo de la televisión. Las mismas series, los noticieros. Las caras felices, maquilladas. No podía hilar el argumento de aquella novela que veía con Bety todas las noches. Oscuridad y destellos de luz azul en el maldito departamento en un otoño moribundo que amenazaba… clap… clap… clap..

Rezaba porque todo pase pronto. En unos días todo volvería a ser igual, le había asegurado su amiga. Un cólico, un retorcijón y se daba vueltas en la cama. Ya le habían avisado. Tomó unos analgésicos que tenía en el botiquín. Las puntadas la despertaban una y otra y otra vez. La madrugada se hizo eterna.

Llegó la mañana. Al mediodía tenía que ir a buscar a las nenas al colegio. Tomó un gran vaso de agua antes de salir. “Mucha agua” le había dicho la enfermera. “mucha agua y tratá de moverte mucho. caminá, caminá todo lo que puedas”. No había tenido ganas de caminar, de moverse. Había pasado la noche en el sillón y parecía escuchar cada grito de su cuerpo.

Ana esperó a las niñas en la puerta del colegio. Ese día otras dos nenas se sumaban a la tarde. Dos amigas de las chicas del colegio. La señora se lo había avisado días antes pero ella no lo recordó hasta ese momento. Ana, se iba con cuatro niñas y un dolor que enmascaraba como podía. Ana les seguía el paso con esfuerzo. Las niñas hablaban, corrían, jugaban. Llegaron a la casa y Ana preparó la merienda como todas las tardes. Como todas las tardes, también, se sentó con ellas como una más. Preparaba los juegos y mediaba para que no hubiera peleas. Habían prendido, entonces, la televisión. Ana no se sentía bien, nada bien. Debía disimular, cerraba los ojos, alejaba el dolor con respiraciones profundas. De pronto algo la llevó a encerrarse en el baño.

La aguja delgada del reloj dió varias vueltas. Ana parecía haberse desvanecido ahí adentro. Estaba mareada, le dolía, se doblaba. Miró los azulejos, clap… clap… clap… la canilla del lavatorio clap… clap… clap… se le cortaba la respiración. En un esfuerzo pudo llegar al picaporte y abrir la puerta. Todavía sentada en el inodoro. Todavía con los pantalones bajos, el rostro enrojecido en una extraña mueca sin lograr que el grito despegue. La pequeña la vio y pensó que Ana se estaba riendo. No entendía, ¿Por qué Ana estaba sentada en el inodoro, con la puerta abierta de par en par y riendo? Entonces, el grito por fin emergió. Arrancó con todas sus fuerzas, como si le arrancara la garganta también en el impulso: “¡Llamá a tu mamá!, ¡llamá a tu mamá! Repetía en el llanto desconsolado, “¡llamá a tu mamá!” suplicaba a una pequeña paralizada, ¡llamá a tu mamá! cuando en verdad hubiera querido decir “llamá a mamá”.

La imagen confusa, el llanto y cuatro niñas que escasamente superaban el metro de estatura en un departamento sin teléfono, tenían que decidir qué hacer.

Las dos mayores corrieron al teléfono público del club, pero estaba descompuesto. Recorrieron las cuadras, agitadas y temblando. Dejaron a las pequeñas en la puerta de calle para poder ir a conseguir ayuda.

La espera se hacía eterna y las niñas no volvían. En algún momento todo terminó y las cuatro se reunieron de nuevo. Un vecino había visto el movimiento y les dijo que llamaría a la ayuda. Enseguida llegó la ambulancia y la señora.

Los días de hospital pasaban entre el olor a desinfectante y blancas figuras espectrales que caminaban los pasillos en silencio. Los médicos no le ocultaban los detalles. “Te salvamos la vida casi de milagro, tuvimos que sacarte todo, la infección era muy grande” Le había dicho una de las primeras Doctoras que la atendió. Las indicaciones de los cuidados se colaban entre sus ratos de vigilia y siestas de las que no deseaba despertar. clap… clap… clap… el goteo, el suero, la enfermera de la madrugada… clap… clap… clap… los calmantes.

Una tarde fueron a visitarla. Caro había insistido toda la semana y la señora también estaba preocupada.

Unas flores quedaron como recuerdo de la visita pudriéndose en algún cacharro de hospital que a nadie importaba. Ana comenzaba a no ser la de antes, a no ser la de siempre.

Para el invierno se había recuperado y regresó a la casa gris. Debía trabajar, la plata era necesaria y los recuerdos la torturaban proyectándose una y otra vez en el pequeño departamento.

Le comunicó al a señora que volvería a trabajar. “Ana, no sabés qué alegría me das. Las nenas te extrañan muchísimo y yo, la verdad, te necesito acá porque ¡me estoy volviendo loca!

Ana sin más comentarios se presentaba para recomenzar con su labor. Pero la tarea la había empezado a sofocarla. Cada vez aguantaba menos. Ya no lo soportaba. No soportaba la casa, la rutina ni a las niñas. Su mente estaba lejos, bien lejos. “Tenías una infección muy severa, peligraba tu vida. Tuvimos que sacar todo.” Escuchaba los dichos de la Doctora una y otra vez. Los escuchaba mientras lavaba los platos, mientras tendía las camas, mientras buscaba a las nenas del colegio. A esas malditas nenas que le recordaban una y otra vez las que ella jamás iba a poder tener. “Tuvimos que sacarte todo”, escuchaba con cada paso y cada eco dentro de esa condenada casa gris.

-¡Ana, Sofi no me deja lugar para dibujar en la mesa!

Ana ya no se metía, no miraba a las nenas, trataba de no mirarlas a la cara. Se peleaban, gritaban. Ana se metía en la cocina y lavaba el mismo plato y la misma taza una y otra y otra vez.

El lloriqueo se convirtió en una garúa sobre el cielo raso. Las niñas, la televisión, el bufido siniestro de la estufa en ese pasillito entre las puertas de la cocina y el baño. “Tuvimos que sacarte todo, ya no vas a poder tener hijos, tenías una infección…” Y el siniestro eco desde cada rincón de la casa, conspiraba. Todo se volvió una nota única. Cíclica. Los oídos y de nuevo… clap… clap… clap…

Iba y venía por la casa. Se perdía en los cacharros apretando la esponja bajo el chorro burbujeante que intentaba eclipsar los recuerdos. “No vas a poder tener hijos. Nunca más”, le repetía la Doctora, le repetía la casa, le repetían las nenas.

Esperaba que pase el día y terminar la tarea para volver al departamento y colgarse en la pantalla de la tele y que las horas pasen. Pero las horas de la tarde se hacían largas y más largas.

Ana volvía tratando de distraer la mente en cualquier otro recuerdo. Las voces de las nenas jugando la agobiaban. Cuando la señora llegaba del trabajo encontraba las persianas bajas en pleno día. No se filtraba ni una pizca de aire o luz. Las hendijas se presionaban unas con otras por el peso.

-Ana, ¿qué pasa que tenés tan encerrado acá?

-Es por estos pendejos del club que hacen tanto ruido, ¡son insoportables!… -Y esquivaba la mirada buscando algo que acomodar hasta al fin poder irse. Hablaba ya poco con la mujer con la que antes tenía una fluida relación. Se despedía rápido y corría a la parada del colectivo.

Una noche, para comienzos de julio, la señora tenía un compromiso. Le pidió a Ana cuidar a las nenas. Nadie en la familia podía y no encontró otra opción, había explicado la mujer días atrás. Ana aceptó. Necesitaba unos pesos más y, de todos modos, seguía trabajando ahí.

Eran cerca de las nueve. Despidió en la puerta a la dueña de casa. La vio tomar un taxi que aceleró hundiéndose en la oscuridad.

Ana sirvió a las niñas los platos de la cena y se refugió en la cocina. El golpeteo de la loza atenuaba las irritantes voces infantiles y las peleas cotidianas. Las niñas comían mirando algún programa. Después de la cena se metieron a jugar en la pieza. Caro levantó el bebote, caminó por el pasillo “bua, bua bua” la nena imitaba el llanto, imitaba a una mujer que acunaba un bebé. Ana escuchaba aterrada los pasitos suaves de la nena acercarse a la puerta de la cocina. Escuchaba su odioso “bua, bua, bua” las palmaditas en la cola plástica de un bebe brillante y tieso vestido con lana, de un bebe muerto,. Los pasos iban y venían. Se alejaban y Ana respiraba aliviada volviendo a los platos de la cena bajo el chorro de agua, se acercaba y la respiración se le cortaba una vez más. Ana sintió algo y se dio vuelta. Por primera vez en mucho tiempo Ana miraba la carita de la niña. Bajo el marco de la puerta la siniestra mocosa le había clavado la mirada sosteniendo a ese niño inmóbil contra el pecho.

Una risa áspera llegaba desde la estufa encendida. El silencio de Caro, que ahora solo la miraba fijamente, se transformó en el llanto que quedó apresado en las paredes que la rodeaban.

“A dormir” gritó Ana cuando ya no podía más.

“Pero es viernes, ¡un ratito más!” Sofi pedía insistente desde la pieza. No hubo respuesta por unos instantes.

“¡A dormir!” El grito volvió a salir cascado, lacerante.

el silencio absoluto inundó, al fin, la casa. Ana se sentó en la media luz de un velador de la sala rezando que ya nada volviera a atormentar su mente.

Pasaron algunas horas. Las nenas dormían profundo. Ana seguía sentada intentando no pensar en nada. Ya había limpiado el desorden y lavado los platos. La canilla de la cocina tenía una pequeña pérdida. La casa estaba silenciosa, muy silenciosa. Solo se escuchaba el derramar de aquella canilla. Clap, clap, clap… y las gotas repiqueteaban en la bacha metálica. Clap…clap….clap

Ana caminó errática por aquella sala. Quería calmarse, pero la casa la agobiaba. Cada pared, cada baldosa parecía susurrarle al oído, el mismo aire viciado y el silencio de la madrugada le susurraban “tuvimos que sacarte todo. “Ya no vas a poder tener hijos.” “Nunca más.” Lo escuchaba, se lo repetía, volvía a esa imagen. Una pequeña ratita flotando en el agua. Volvía a su cara desfigurada por las lágrimas reflejada en cada azulejo del baño. “No vas a poder tener hijos.” “Nunca más” Sintió una opresión en el pecho, le faltaba el aire. Fue hasta la cocina y se refregó la cara con agua. No encontraba la calma, no podía, volvía al momento. Otra vez la silueta deshecha que se hundía con cada hilo de sangre al caer. De pronto el rostro de Caro abrazando a su bebote “bua,y bua,y bua” y esa maldita mirada….

Temblorosa caminó hasta la habitación de las nenas. Se paró bajo el marco de la puerta y contempló la escena. Las niñas dormían inocentemente en sus camas gemelas. Las miraba.Quieta. Estática. La respiración acompasada levantaba y volvía a bajar las mantas. En el silencio, en medio de una habitación abarrotada de peluches, las niñas dormían plácidamente. Entonces el silencio y los recuerdos la aturdían de nuevo y era casi insoportable. La respiración de esas niñas era agobiante. La respiración en el silencio era el tic tac, la gota en el centro del cráneo. La gota que caía Clap…clap… clap… La respiración de las niñas y la maldita gota que no paraba, la gota, la sangre, el baño, clap, y clap, y clap…Ya no podía seguir, no aguantaba más, ya no… “ya no vas a poder tener hijos”, “nunca más” .

Se dio vuelta y fue hasta la cocina. Aún la respiración. Aún la gota. Los ojos de Caro y su bebote. Las niñas que dormían profundo, esas dos niñas…

Las ventanas del ómnibus le devolvieron un sol pálido en esa mañana de agosto. El micro avanzó y al poco tiempo abandonó la ciudad y el paisaje se volvió rural. Ana, una vez más apoyaba su cabeza en el vidrio de la ventana. No dormía. No podía. No se había dormido ni un solo minuto, su mente no la dejaba en paz. El ómnibus casi vacío llegó por fin a una terminal desierta. Ana bajó y un viento frío la devolvió a la realidad. Con su bolso de siempre y un temblor que no podía controlar. La helada se hacía patente en la escarcha sobre los kilómetros que rodeaban el pueblo. Caminó sin mirar las calles que conocía de memoria y enfrentó la puerta verde de chapa. Eran casi las diez de la mañana cuando tocó el timbre. Del otro lado los pasos arrastrados eran inconfundiblemente los de su madre que, al abrir la puerta y verla no pudo disimular la sorpresa. Ana no la dejó hablar, se cobijó en un abrazo y el llanto desconsolado que venía refrenando.

Los árboles junto a la casa gris lloraban hojas marchitas una vez más. Una muchacha apuraba el paso cruzando la calle. Observó la numeración y se irguió frente a la entrada. PB A, oprimió.

Tras la puerta pudo escuchar el taconeo acercarse a la entrada. Del otro lado de la puerta la voz de una niña preguntó.

-Mamá, ¿por qué se fue Ana?

Nadia Cecilia Bolchinsky

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