
Ya casi medio siglo a mis espaldas, apenas me queda algo más de un año. Cómo ha cambiado el mundo, cómo he cambiado yo y lo que me quedará por cambiar hasta que diga adiós. Recuerdo a mi bisabuela con un pañuelo cubriéndole la cabeza y caminando muy agachada. Recuerdo ir con mi abuelo a arar con sus vacas y después ir a recoger las patatas en un carro robusto, todo de madera. Recuerdo que le echaba grasa en las juntas para que no hiciera tanto ruido. A este ruido le llamaban «o chío dos carros» y cada uno tenía el suyo.
Tiempos aquellos en los que ir con las ovejas montado en la burra era lo más divertido que había. Llevábamos a Pastor, nuestro perro de trabajo, porque en aquellas no había mascotas en el pueblo. Él las juntaba rodeándolas varias veces y ladraba si venía algún vecino. Era una aventura buscar ranas, atrapar saltamontes o explotar «estraloques». Otras veces tocaba segar el trigo o ir a cortar leña. Tenía a mis abuelos en un vilo por si me cortaba con la hoz o con el hacha.
Así ibas aprendiéndolo todo sobre la vida y los trabajos del pueblo: dónde estaban los marcos de las fincas, cuándo y cómo se sembraban las patatas y cuándo y cómo se recogían. Cómo se afilaba la guadaña y cómo se segaba la hierba. Lo que comían las vacas, las ovejas, las gallinas y los conejos. Ir a recoger los huevos, las patatas, las zanahorias y las cebollas a la huerta, y también a matar y despellejar un conejo. Lo guisábamos después con todo lo que habíamos recogido. Después de cenar, tocaba hablar del presente y, sobre todo, del pasado: de sus vidas y de los problemas que tuvieron que afrontar.
La bisabuela no tardó en dejarnos y los abuelos se fueron jubilando y pasando el legado a sus hijos. La siguiente generación, la de mis padres, ya dejó atrás el trabajo bruto con los animales. Ya no se escuchaba el cantar de los carros en los caminos estrechos y llenos de piedras, y sí los motores de combustión a lo largo de las pistas. Todo cambió, aunque la esencia seguía con la misma salud que los mayores. Ahora el fin de semana era más relajado y ya había quien se iba de vacaciones.
Mientras los abuelos fueron capaces de vivir por sí solos la vida tranquila y sencilla del pueblo, o de la «aldea», como decimos por Galicia, se fue conservando. Todavía había vecinos viviendo en sus casas, animales en el campo y por las calles, y algunas fincas se sembraban. Las fiestas reunían a un gran número de personas tanto en la procesión del santo como en la verbena. Las bombas sonaban fuerte desde lo alto justo antes del comienzo de la procesión o del baile. Era el aviso que había: ese y el repicar de la campana, rápido y desesperado en caso de incendio.
Y así fueron pasando los años hasta que los nietos fueron padres, sus padres abuelos y los padres de los abuelos cada vez más necesitados de atención y cariño. Ya no podían vivir solas aquellas personas que un día lo podían todo, lo sabían todo y a su lado nada malo podía pasar. Ahora tocaba cuidar de ellos como ellos cuidaron de sus hijos y de sus nietos. Cada día su debilidad los iba haciendo más sencillos y más buenos. Es cierto que «una vez viejo, tres veces niño». También es cierto que, por muy mayor que sean, siempre los ves fuertes y dispuestos a ayudar.
Cuando la última de ellos nos dejó, algo se fue con ella. De vuelta del cementerio hacia el coche, me fijé en que se veían las calles sin gente, las casas en su mayoría vacías y el campo, casi al completo, sin trabajar. Una sensación de tristeza me llenó el alma; sabía que lo que un día fue nunca más se volverá a repetir. Nunca más segaría el trigo, ni montaría en burra, ni escucharía el chío del carro tirado por las vacas. ¡Qué fuerza tenían aquellos animales! Y a ellos nunca más los vería.
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