Primer acto
Bebes perdidos
Cuando me asignan como enfermera ayudante del Dr. Elías, apenas llevaba un par de meses en el hospital de Talca. Todos me dicen que es un neurólogo brillante, un genio de renombre, pero también alguien extraño. “Tiene sus rarezas”, dicen algunos. “Es mejor no molestarlo” advierten otros.
No me importa. Estoy aquí para trabajar, no para hacer amigos. Pero desde el primer momento en que entro a su despacho, sé que algo no está bien.
Me mira con fastidio. Su expresión es fría, calculadora.
— No necesito una ayudante. —
Su voz es seca, sin emoción. Me lo repite dos veces antes de que el jefe del hospital lo interrumpa para recordarle que es una orden. Finalmente acepta, pero sé que no le agrada.
No pasa ni un día antes de que me haga notar cuanto le molesta mi presencia. Me asigna tareas insignificantes, evita hablar conmigo y parece irritarse cada vez que lo busco fuera de su despacho. Pero lo que más me incomoda es otra cosa: su manera de desaparecer.
A veces lo busco y no está. Su consultorio está vacío, su teléfono apagado. Luego, sin previo aviso, aparece horas después como si nunca se hubiera ido. Algo en su actitud me inquieta.
Paso una semana atrapada en papeleo Inútil. Formularios, registros, solicitudes. Nada que me haga sentir parte de la labor medica real.
Entonces, una mañana de domingo, las alarmas del hospital se encienden. Un recién nacido ha desaparecido de la unidad de neonatología. El tercero en lo que va del año.
La noticia se esparce rápido entre el personal, pero la administración se apresura en silenciarla. Desde el gran terremoto de Santiago, el país está en crisis, luchando por evitar escándalos que afecten su reputación. Prefieren encubrirlo.
Al día siguiente, intento usar el tema para acercarme un poco más al Dr. Elías. Pero su respuesta me deja helada.
— Karina, sé que es difícil cuando desaparecen bebés —dice, con su tono pausado y clínico —, pero quizá alguien les hizo un favor robándolos. ¿Quién sabe? Tal vez la madre era una pastera y lo habría vendido por droga de todos modos. Si fuera tan grave, el hospital no intentaría ocultarlo, ¿verdad? Negociarán con la madre, lo resolverán a su manera. Así que olvídalo… y mejor tráeme los resultados de la punción lumbar del paciente 233.—
Me toma un segundo procesar lo que acaba de decir. Su expresión sigue siendo impasible, como si habláramos del clima. No hay indignación, ni horror, ni siquiera una mínima preocupación.
Algo en mi interior se revuelve. Hasta ese momento, solo lo había considerado un hombre extraño y antisocial. Ahora empiezo a pensar que no es tan humano como parece.
Paso el siguiente mes prácticamente viviendo en el hospital.
Me obsesioné con los casos del Dr. Elías, revisando cada estudio que tenía a su cargo. Noté un patrón: pedía exámenes aparentemente innecesarios, pruebas neurológicas en pacientes sin razones claras. Punciones lumbares, resonancias, análisis de actividad cerebral. Pero no parecía un error o un exceso de precaución, sino algo metódico. Como si estuviera probando funciones específicas del cerebro, recolectando información para algo más.
Al mismo tiempo, me ofrecí como voluntaria en las guardias de neonatología. No estaba dispuesta a que otro bebé desapareciera sin dejar rastro.
Fue una noche de sábado cuando lo vi.
Caminaba por el pasillo en penumbras cuando noté una figura en una de las habitaciones. Me detuve en seco.
Era el Dr. Elías.
Estaba completamente a oscuras, de pie junto a la cuna de un bebé .
Sonreía.
Pero no era una sonrisa cualquiera. tenía los labios apenas entreabiertos, como si estuviera saboreando algo. Sus ojos fijos en el recién nacido, brillando con una mezcla de fascinación y….¿deleite?
El aire en la habitación se sentía pesado, cargado de algo que no podía describir.
Por un instante, me quedé congelada.
Luego, di un paso atrás, con el corazón martillando en mi pecho.
Algo dentro de mí me gritó que saliera de ahí . Pero otra parte, más fuerte, me decía que tenía que descubrir qué estaba haciendo ese hombre.
Y esta vez, no iba a quedarme de brazos cruzados.
En ese instante, lo entendí todo.
Las desapariciones. Los exámenes innecesarios. Los datos que recopilaba con obsesión.
El Dr. Elías no solo estaba robando a los bebés . Estaba experimentando con ellos.
El asco me golpeó en el estómago como un puñetazo.
Era un monstruo. Un ser sin alma.
Tenía que detenerlo.
Pero antes de que pudiera moverme, las luces del hospital parpadearon, y se apagaron por completo.
El silencio fue absoluto por un segundo. Luego, el sonido me heló la sangre.
Un llanto ahogado.
No un llanto normal. No el balbuceo de un bebé hambriento.
Un llanto ahogado. Como si estuvieran cubriéndole la boca con una sabana.
Los pasos apresurados se alejaban en la oscuridad. Se lo estaban llevando.
Corrí hacia la puerta, gritando para pedir ayuda, pero solo desperté a las madres con sus bebés. No había nadie más en el piso.
El hospital, de repente, estaba vacío.
Mi respiración era un torbellino de pánico. Luego, un sonido me congeló.
Un estruendo metálico.
Un golpe seco, un eco subterráneo.
volví a escuchar el llanto, más débil esta vez.
Miré a mi alrededor, con el pulso retumbando en mis oídos, y entonces la vi.
Una trampilla en el cuarto de ropa sucia.
Algo en mi interior me gritaba que no me acercara. Pero el sonido del bebé seguía ahí, sofocado, desesperado.
Di un paso adelante.
Y abrí la trampilla.
Bajé por unas escaleras de servicio que crujía bajo mis pies. Este lugar no estaba en ningún mapa del hospital.
El aire se volvía más pesado con cada peldaño que descendía.
Cuando llegué al final, me encontré con un pasillo largo, angosto y mal iluminado. Solo un tubo fluorescente parpadeaba sobre mi cabeza, lanzando destellos intermitentes de luz blanca.
Avancé con pasos cautelosos.
A los pocos metros, escuché un sonido seco al final del pasillo.
Una puerta cerrándose.
Y luego, la oscuridad total.
El tubo fluorescente chisporrotea y murió.
Me quedé petrificada.
Un sudor frío me recorrió la espalda al pensar en qué clase de horrores podían estar esperándome en esa negrura absoluta.
Mis propios pensamientos se convirtieron en mis peores enemigos. El tiempo dejó de existir.
Hasta que el llanto del bebé sonó de nuevo.
Esta vez, más fuerte.
Más desesperado.
Tragué saliva y avancé a tientas, siguiendo el eco de su llanto, hasta que vi una puerta con una pequeña ventanilla de vidrio.
Había luz del otro lado.
Alguien estaba ahí.
Me acerqué sin respirar, sin hacer ruido.
Y cuando me asomé por la ventanilla.
Lo que vi hizo que la realidad se quebrara en mil pedazos.
A través de la ventanilla, veo al Dr. Elías dentro de un laboratorio improvisado. Es un espacio estrecho, desordenado, con una mesa de acero inoxidable en el centro, la misma que se usa en la morgue para los cadáveres. Sobre ella, el bebé está inmovilizado con correas de tela apretadas alrededor de sus extremidades diminutas. Su piel rosada tiembla bajo la luz amarillenta de una lámpara quirúrgica.
Electrodos están adheridos a su cráneo con gel conductor, conectados a un electroencefalógrafo que emite un leve zumbido intermitente, registrando cada oscilación de su actividad cerebral. Pero lo peor no es la maquinaria…
El Dr. Elías sostiene en una mano una jeringa con una aguja de calibre grueso, diseñada para punciones lumbares en adultos, completamente desproporcionada para un recién nacido. Con una precisión aterradora, la clava en la planta del pie del bebé, que se arquea en un espasmo de puro de . Su llanto no es un simple sollozo; es un chillido desgarrador, un grito de sufrimiento absoluto que retumba en mis oídos como un alarido de agonía.
Pero él no se inmuta. Solo observa, anotando en un cuaderno. Midiendo. Registrando. Analizando.
Y yo… yo estoy paralizada. Mis manos tiemblan sobre el marco de la puerta. Sé que debo hacer algo. Sé que debo entrar. Pero el horror me clava los pies al suelo, mientras veo cómo hunde la aguja en el muslo del bebé y luego en su abdomen, probando respuestas, esperando reacciones, como si estuviera experimentando con un animal de laboratorio y no con un ser humano.
Por unos segundos, me quedo atrapada en esta escena infernal, incapaz de respirar, con el alma congelada.
Y la imagen de los dos bebés anteriores se abre en mi mente: las miradas vacías, los cuerpos inertes.. ¿Qué horrores les hizo este monstruo? Una ira incontrolable me invade, y en ese instante, todo mi ser clama por detenerlo.
Sin pensarlo, abro la puerta de golpe. En un reflejo instintivo, agarro una bandeja metálica de instrumental quirúrgicos, y se la lanzo con fuerza al Dr. Elías. La bandeja impacta su cabeza con un estruendo sordo, y él cae al suelo, tambaleándose.
Aprovechando el desconcierto, corro hacia la mesa donde está el bebé. Con manos temblorosas, libero al pequeño, lo envuelvo rápidamente en las mismas sábanas con las que fue arrebatado, y presiono con desesperación las heridas que se abren en su piel, intentando detener la hemorragia.
Apenas logro salir de la habitación, una voz gutural y helada me alcanza:
— Karina, vuelve acá con el bebé. —
Ese sonido, tan autoritario y desprovisto de humanidad, recorre mis venas, llenándome de una adrenalina primitiva. Corro por el pasillo oscuro, con el eco de los pasos del Dr. resonando tras de mí.
Diviso, en la penumbra, la trampilla que una vez me había guiado. Con determinación, corro hacia la única fuente de luz, y a lo lejos escucho las voces alarmadas del personal, gritando por el bebé desaparecido. Subo las escaleras casi a brincos, tratando de llegar al área principal del hospital.
Pero justo cuando creo haber escapado, al salir al cuarto de lavado el Dr. me alcanza y me tumba al suelo. Mi instinto solo me permite gritar:
—¡Ayuda!—
Mientras, con todas mis fuerzas, protejo al bebé. El Dr., furioso, comienza a golpearme brutalmente, gritándome que me calle. Siento mis fuerzas desvanecerse, mi cuerpo cediendo ante la violencia.
Sin embargo, mis gritos no caen en el vacío. Un grupo de enfermeras irrumpe en el cuarto de lavado. Al ver la escena, una sale disparada en busca de ayuda y las demás se abalanzan sobre mí. Al verse descubierto, el Dr. se apresura hacia la trampilla y la cierra tras él. Se escucha el sonido metálico de un cerrojo.
Mis compañeras me ayudan a levantar al bebé, mientras lo llevan a curar sus heridas. Yo, abrumada por el alivio y el agotamiento, siento cómo la conciencia se desvanece.. y caigo en un oscuro desmayo.
Despierto en un cuarto del hospital. La última imagen que tengo es la de la trampilla cerrándose, y ahora, la luz suave de la mañana me envuelve. A mi lado, una compañera de guardia me recibe con un abrazo cálido y un susurro de alivio: —¡Qué bueno que estás bien!—
Ella sale rápidamente a dar aviso. En menos de cinco minutos, la jefa de enfermeras, el jefe del hospital y un oficial de la PDI irrumpen en el cuarto. Con la voz entrecortada, relato todo lo sucedido, desde la oscura trampa subterránea hasta el horror inenarrable que presencié en el laboratorio improvisado.
Me informan que, milagrosamente, el bebé logró salvarse de la locura del Dr. Elías, pero que él, astuto y despiadado, ha conseguido escapar llevándose consigo la mayoría de los papeles y registros que tanto interés le producían. Esa noticia me hiela el alma: el monstruo sigue libre, y con evidencia que podría haberle quedado incriminado.
Sin embargo, hay un tenue consuelo en saber que el Dr. Elías ya no volverá a aparecer en público con facilidad por qué irían tras él, y que el hospital, al menos por ahora, queda libre de su perturbadora influencia.
Aquella noche, a pesar de los terrores vividos, duermo con una sensación de extraña tranquilidad, aferrándome a la esperanza de que, al amanecer, todo vuelva a la normalidad.
Acto 2: La Cacería
Las noticias matutinas llenaban el pequeño comedor con su acostumbrado tono alarmista. En la pantalla, una reportera hablaba sobre la pandemia, el colapso de los hospitales y la reciente controversia que sacudía Talca: la enfermera Karina Sáez había destapado una red de tráfico de menores y un médico seguía prófugo. El hospital enfrentaba llamados de cierre inmediato mientras la policía buscaba al responsable.
Pero a Tomás poco le importaban las noticias. Estaba cansado de escuchar sobre el virus, las restricciones y el miedo que se esparcía más rápido que la enfermedad. Solo quería entrenar. Sentía la urgencia de mejorar su resistencia, su velocidad, de seguir preparándose para su sueño olímpico.
Hoy sería un día de trote en los cerros. Allá, lejos de los controles policiales, podría entrenar sin interrupciones.
Tomas salió cauto desde su casa en San clemente mirando con cuidado en cada esquina hasta lograr salir de la civilización. Siguió un camino común de los cerros aledaños al pueblo pero a los pocos kilómetros vio a lo lejos en escuadrón de militares patrullando los caminos. Así qué decide cambiar su ruta y crear un camino entre las plantas y arboles del lugar.
Mientras se adentraba en la vegetación, la brisa transportaba el aroma de la tierra húmeda y las hojas en descomposición. Era un territorio inexplorado para él, pero sus piernas anhelaban moverse, su cuerpo exigía el esfuerzo. Si debía perderse un poco para evitar ser descubierto, que así fuera. Después de todo, el sacrificio era parte del entrenamiento. En este lugar salvaje, podría ser libre.
Desde la lejanía, oculto entre la maleza, el doctor Elías contemplaba la escena con una mezcla de fascinación y deleite. Sus ojos fríos y calculadores recorrían cada detalle del joven atleta con un hambre distinta a la del simple deseo de cazar. Esto no era solo una víctima más. Era un regalo de la vida, un espécimen extraordinario entregado directamente a sus manos.
El muchacho corría con una gracia natural, con la energía indomable de un depredador joven, inconsciente de que otro cazador lo acechaba desde las sombras. Cada músculo de su cuerpo era el resultado de años de disciplina, de entrenamiento, de una genética privilegiada afinada al máximo. Su corazón latía con fuerza, bombeando sangre pura, oxigenada, llena de vitalidad.
Elías entrecerró los ojos y se humedeció los labios.
—Perfecto…— murmuró para sí mismo.
Esta vez no tenía que buscar entre la escoria, entre los débiles e inútiles. No. Esta vez, la presa había llegado sola a su trampa. Un espécimen de élite, una oportunidad que no podía dejar pasar.
Esperó con paciencia, como un depredador que mide el momento exacto para lanzar su ataque. Cuando Tomas redujo la velocidad para sortear una zona rocosa, supo que era el instante perfecto.
Elías se deslizó entre los árboles con movimientos silenciosos y precisos. sacó la jeringa de su bolsillo con un cuidado que solo un medico tendría. Como un artista preparando su pincel, como un sacerdote sosteniendo una reliquia sagrada.
Un leve chasquido en la maleza alertó a Tomás, pero antes de que pudiera reaccionar, sintió el pinchazo helado en su cuello.
—¿Qué…? —alcanzó a murmurar, llevando la mano a la herida.
El doctor observó con deleite cómo su cuerpo reaccionaba al suero. La confusión en sus ojos, la pérdida de control en sus músculos. El vértigo que lo hacía tambalear.
Cuando su presa estuvo a punto de desplomarse, Elías lo atrapó, evitando que su valioso trofeo sufriera el más mínimo daño.
—Tranquilo, campeón — susurró con una sonrisa perversa. — Esto es solo el comienzo. —
Y mientras la conciencia de Tomás se desvanecía, el doctor lo sostuvo con firmeza, disfrutando cada segundo de su victoria.
Acto 3: gota
Cuando desperté, mi vista tardó en enfocar. Las sombras borrosas que me rodeaban se movieron como si aún estuviera soñando, pero pronto la imagen se volvió nítida: una habitación de hospital, sucia y descuidada, con las paredes amarillentas por el tiempo y el techo cubierto de manchas de humedad. El aire tenía un olor rancio, una mezcla de quimicos y algo metálico que no supe identificar.
Intenté moverme, pero mi cuerpo no respondió. Un escalofrío me recorrió la espalda. Quise llevarme una mano al rostro, pero mis brazos permanecieron inmóviles, pesados como rocas. El pánico se instaló en mi pecho.
”¿Qué mierda me pasa?”
Intenté respirar hondo para calmarme, pero la sensación de encierro dentro de mi propio cuerpo solo empeoró. Mi mente iba a mil por hora, buscando una explicación racional. ¿Me había desmayado por el esfuerzo? No tenía sentido, había comido bien, apenas estaba calentando… Entonces, un recuerdo irrumpió en mi mente como un rayo.
El crujido de una rama rompiéndose.
Un hombre abalanzándose sobre mí.
Su cara…
El golpe.
El miedo se convirtió en un nudo en mi garganta. Antes de que pudiera procesarlo por completo, la puerta de la habitación se abrió.
Él mismo hombre había llegado.
Su voz profunda y oscura retumbó en la habitación, impregnando el aire de una extraña sensación, como si ya hubiese dicho esas palabras muchas veces antes.
—¿Cómo estás, sujeto 13? ¿Cómo vas manejando las náuseas por el midazolam? —
Un escalofrío recorrió mi cuerpo… o al menos, lo habría hecho si pudiera moverme. Mi mente se quedo con ese número. ¿Sujeto 13? ¿Cuántas personas había secuestrado antes que yo? Me llamo Tomás, por la chucha, quise gritar, pero ni siquiera mi boca respondió.
El doctor sonrió, como si pudiera leer mi mente.
—No te molestes en intentar moverte —continuó, con una calma macabra—. Estás bajo los efectos de rocuronio, un bloqueador neuromuscular. Tu mente está despierta, pero tu cuerpo… bueno, digamos que por ahora es solo un muñeco de trapo —.
¿Qué quiere de mí? ¿Qué wea me va a hacer? ¿Por qué yo?
La incertidumbre era un veneno que me carcomía por dentro. Sin embargo, el terror real llegó cuando comenzó a empujar la camilla, con paso lento, casi de rutina. Entonces habló.
—Soy el doctor Elías Vázquez. Especialista en neurología. La élite me contrató por mis méritos en investigación… y mis métodos poco convencionales —.
Su voz era calmada, como si me estuviera explicando un procedimiento de rutina.
—¿Sabías que los líderes del mundo son extraterrestres? —soltó con una naturalidad aterradora—. Es fascinante, realmente. Somos su ganado, y como todo ganado, debemos ser controlados y reducidos… sin que nos rebelemos. Ahí es donde entro yo —.
¿Espera, qué…?
Mi mente se tambaleó con sus palabras. No tiene sentido. Pero él siguió hablando, sin esperar una respuesta. Como si no la necesitara.
El pasillo era largo y estrecho, lleno de habitaciones con puertas de acero. La camilla se deslizaba sobre el suelo frío, cada vibración amplificaba mi impotencia. Al final del corredor, un ascensor esperaba con sus puertas abiertas, como la boca de un lobo.
—Ahora estoy terminando de desarrollar un arma de inducción de pensamientos por señal inalámbrica. —Hizo una pausa breve, lo suficiente para que la locura de sus palabras se asentara en mi cerebro—. Se supone que será utilizada en Norteamérica… pero no te preocupes, sujeto 13. Tú no estarás aquí para ver el caos —.
Cada palabra era un golpe seco contra mi comprensión de la realidad. ¿Control mental? ¿Cómo era posible? ¿Y qué mierda tenía que ver yo en todo esto?
El ascensor descendía con una lentitud desesperante. Cada segundo se estiraba como si el tiempo mismo se resistiera a dejarme caer más profundo en este infierno. Pero el doctor no se callaba.
—Vengo de una familia distinguida de médicos. —Su tono orgulloso me molesta, como si estuviera dando una conferencia—. Y gracias a la fortuna que heredé, más la contribución de la élite, pude construir un mini hospital subterráneo. Así que no esperes que te encuentren —.
Sus palabras se clavaron en mi mente como agujas. ¿Bajo tierra? No. No era posible. Algo tan grande no puede construirse sin que alguien lo note.
Alguien tuvo que haberlo visto.
¿Un ingeniero? ¿Un trabajador? Alguien debió haberse hecho preguntas. ¿Y si lo reportaron? Sí, seguro que sí. En este mismo momento podría haber alguien buscándome, revisando cámaras, buscando pistas…
Pero entonces algo me golpeó como una bofetada helada.
Si alguien vio esto… ¿por qué mierda sigue funcionando?
El ascensor comenzó a descender junto con mi locura.
Y yo sentí cómo mis esperanzas comenzaban a morir.
El ascensor se detuvo con un sonido hueco, como un ataúd encajando en su sitio.
Las puertas se deslizaron con lentitud, revelando un pasillo iluminado por una luz blanca fluorescente. El doctor empujó la camilla con calma, como si me estuviera llevando a una consulta de rutina.
—La humanidad siempre ha sido creativa cuando se trata de hacer sufrir a otros. —Su voz sonaba casi emocionada —. Al principio, la tortura era simple: piedras, látigos, fuego. Pero con el tiempo… —hizo una pausa breve, como si saboreara la idea— …descubrimos que el dolor físico no era suficiente —.
Entramos a una sala amplia, más grande de lo que imaginé posible bajo tierra. Mi visión me mostró siluetas extrañas, estructuras de metal y madera, brillos de acero afilado. Pero cuando giramos en la camilla y vi todo con claridad, mi estómago se hundió en un vacío helado.
Un museo de horror humano.
Jaulas oxidadas, grilletes anclados a las paredes, dispositivos de sujeción con correas de cuero envejecido. Filas de mesas cubiertas con sierras, bisturíes y herramientas cuyo propósito no quería imaginar. En una esquina, un toro de bronce de tamaño real, como el de los relatos de la antigua Grecia. Más allá, una serie de picas con cráneos aún pegados a ellas, como si las víctimas hubieran sido abandonadas a la descomposición.
El doctor siguió hablando, ignorando mi respiración acelerada.
—Los persas tenían la tortura del bote. ¿Sabías? Metían a la víctima en dos canoas unidas y la alimentaban a la fuerza. Se cagaba sobre sí misma hasta que su piel se pudría y los insectos la devoraban viva. Dicen que el récord fue diecisiete días de agonía —.
Intenté gritar, pero mi garganta solo emitió un gemido rasposo.
—Oh, no te preocupes, sujeto 13 —dijo con una sonrisa—. Eso es demasiado primitivo para mis estándares actuales —.
Empujó la camilla hacia el centro de la sala, donde esperaba un dispositivo cubierto por una sábana blanca. Algo grande. Sentí el temblor de mis músculos intentando moverse, pero la parálisis me mantenía prisionero dentro de mi propio cuerpo.
El doctor se inclinó sobre mí y susurró:
—La verdadera tortura no está en la carne. Está en la mente —.
Con un solo movimiento, retiró la sábana.
Y lo que vi rompió algo dentro de mí.
Era una silla metálica, imponente, con un anillo rígido en la parte superior, claramente diseñado para sujetar una cabeza en su lugar. El doctor dejó escapar un suspiro de satisfacción y acarició el respaldo como si fuera una obra de arte.
—Esta silla se diseñó para cirugías a cráneo abierto —dijo con una calma metódica—, pero no te preocupes, sujeto 13. Aún no abriré tu preciosa cabeza. Primero, quiero ver qué tan fuerte es tu mente bajo presión —.
Intenté resistirme. O al menos eso quería. Mi cuerpo seguía siendo una cárcel. Mis músculos estaban desconectados de mi voluntad, reduciéndome a un espectador de mi propia película de terror.
Sin esfuerzo aparente, el doctor deslizó sus brazos bajo mi cuerpo y me levantó de la camilla. Era delgado, pero su fuerza era irreal, como si moviera a un simple muñeco. Me puso en la silla y comenzó a fijar correas sobre mi pecho, brazos y piernas. con la precisión de rutina.
—Ahora vamos a asegurarnos de que no te muevas ni un milímetro —susurró, ajustando los soportes del anillo metálico alrededor de mi cabeza.
El sonido del metal chirriando al apretar los tornillos se hundió en mi cabeza como un taladro invisible. No dolía, pero la presión crecía con cada giro de la llave. Era como si mi propio cráneo estuviera a punto de estallar desde dentro.
Mis pensamientos se agolpaban en una espiral de pánico.
¿Qué mierda quiere hacer conmigo?
¿Qué herramientas va a usar?
¿Va a doler?
El doctor sacó una máquina de afeitar y, sin ceremonia, comenzó a raparme la cabeza. Los mechones de cabello cayeron sobre mi pecho como hojas muertas, mientras mi piel quedaba expuesta al frío de la sala.
—Así nos aseguramos de que los electrodos hagan buen contacto —dijo con su tono ensayado de consulta.
Colocó pequeñas placas de metal sobre mi cabeza rapada y las fijó con adhesivo médico. Podía sentir su peso, su frialdad, como si fueran pinzas mecánicas aferrándose a mi piel.
Pero lo peor aún estaba por venir.
El doctor tomó una manguera de fina boquilla y la posicionó justo sobre mi frente. Con un movimiento casi ceremonial, abrió una llave minúscula.
Una gota cayó.
Toc.
El impacto fue insignificante. Un toque frío y húmedo sobre mi piel.
Toc.
Otra gota.
No dolía. Pero algo en la regularidad del sonido, en la perfección matemática del goteo, me puso en alerta.
Toc.
El doctor dio un paso atrás y sonrió.
El doctor me mira con esa sonrisa enfermiza y vuelve a hablar, como si esperara que yo le respondiera. Como si yo tuviera opción de hacerlo.
Toc.
— ¿Has oído hablar de la tortura de la gota china, sujeto 13? —
Su tono es burlón, casi didáctico, como si estuviera dándome una clase magistral en lugar de condenándome a un sufrir. Pero ¿la gota china? Me suena vagamente, quizás de algún documental viejo, pero la idea no termina de volver a mi mente.
Toc.
— La verdad, no importa si la conoces o no, porque estás a punto de experimentarla en su máximo esplendor —.
Su risa es lo último que escucho antes de que abandone la habitación. La puerta se cierra, dejándome a solas con este cuarto de pesadilla, esta silla que me sujeta como un ataúd abierto… y la gota.
Toc.
El primer impacto del agua sobre mi cráneo recién rapado me hace parpadear. O intentarlo, al menos. La sensación es extraña, tibia al principio, como si alguien me hubiera tocado con un dedo mojado.
Toc.
Otra gota. Esta vez más fría.
Toc.
Empiezo a notar el sonido con más intensidad que la propia sensación del agua. Un retumbar seco y preciso en mi cabeza. Como el segundero de un reloj. Como un martillazo suave, constante, implacable.
Toc.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Minutos? ¿Horas? No lo sé. Pero cada gota resuena con más fuerza, como si en lugar de agua cayera algo más denso, más pesado.
Toc.
¿Qué clase de estupidez es esta? ¿Realmente cree que un goteo podrá volverme loco? ¿No sabe lo que he aguantado?
Toc.
Pero… espera. ¿Qué es esta sensación? ¿Por qué empiezo a sentir ansiedad entre cada gota? ¿Por qué mi mente espera el siguiente impacto con una mezcla de miedo y desesperación?
Toc.
Esto es ridículo. No puede ser tan malo. No puede…
Toc.
No puede…
Toc.
Por la chucha.
Toc.
Cada gota es un golpe. Cada gota es más fuerte que la anterior.
Toc.
Siento que la piel de mi cabeza se pone mas sensible, que la presión crece. ¿O es solo mi imaginación? No. No puede ser solo mi imaginación.
Toc.
No sé cuánto tiempo ha pasado. No sé si es de día o de noche. No sé si el doctor me está observando desde alguna cámara, deleitándose con mi sufrimiento.
Toc.
Pero lo peor de todo es…
Toc.
…que espero la siguiente gota.
Toc.
…y otra.
Toc.
…y otra.
Toc.
Y sé que no va a parar.
ACTO 4: DATOS…
Registro clínico – Dr. Elías Vázquez
Fecha: 9-9-2022 hora: 11:02
Sujeto N°13
Edad aproximada: 20-24 años
Condición actual: Estable, con signos de estrés fisiológico moderado.
Observación – Hora 4:
Regreso a la sala para la primera recopilación de datos. Al ingresar, el sujeto establece contacto visual inmediato y verbaliza: “¿Por qué tardaste tanto? Podría haber muerto aquí, aparte me siento solo con la gotera.”
Interpretación preliminar:
• El efecto del rocuronio (agente bloqueador neuromuscular) comienza a disiparse, permitiendo cierto control parcial del habla. Aplicación de refuerzo necesaria.
• Inicio de síntomas compatibles con síndrome de Estocolmo en etapa temprana. La verbalización de “soledad” indica una incipiente búsqueda de interacción con el captor.
Medidas:
• Nueva dosis de rocuronio para prolongar la parálisis.
• Continuación del goteo a una frecuencia constante de una gota cada 3-5 segundos.
• Registro de parámetros vitales antes de la siguiente evaluación.
Observación – Hora 4.15:
Recopilación de datos de las máquinas de monitoreo. Los registros muestran actividad cerebral intensa, con picos en la corteza prefrontal y el sistema límbico. Se observa una respuesta exacerbada en la amígdala, lo que indica un incremento en los niveles de ansiedad y miedo.
Comparando estos datos con los obtenidos de los 12 sujetos anteriores, el mapa cerebral de la respuesta al estrés prolongado está casi completo. La evolución de la actividad neuronal es consistente con mis hipótesis, lo que sugiere que la siguiente fase, la inducción de emociones mediante estimulación dirigida, será viable en el corto plazo.
Medidas:
• No se realizarán intervenciones en este punto. Se mantendrá el goteo sin alteraciones.
• Se ampliará el intervalo de observación a 8 horas para evaluar la evolución de la angustia y la desesperación sin interferencias externas.
• Registro continuo de EEG para analizar posibles patrones de neurodegeneración o plasticidad adaptativa.
Nota:
Si la actividad sigue aumentando a este ritmo, la prueba de inducción podría adelantarse en las próximas 48 horas.
Registro clínico – Dr. Elías Vázquez
Fecha: 9-9-2022 hora: 19:05
Sujeto N°13
Edad aproximada: 20-24 años
Condición actual: Alto estrés fisiológico y neurológico.
Observación – Hora 12.05
Ingreso a la sala y observo que el sujeto presenta disartria severa, con incapacidad para articular palabras comprensibles. Apenas logra emitir sonidos balbuceantes, indicativo de una combinación de agotamiento extremo, hipervigilancia y deterioro cognitivo temprano.
Los datos de monitoreo revelan que el sujeto perdió la conciencia en tres ocasiones durante la tarde, con episodios de bradicardia y caída temporal de la presión arterial, seguidos de una activación repentina del sistema nervioso simpático al despertar.
El EEG muestra una actividad altamente errática en el lóbulo frontal, con ondas de alta frecuencia que sugieren un estado de hiperactividad neuronal, posiblemente producto de la privación sensorial y el estrés prolongado.
Medidas:
• Inducción de coma temporal mediante propofol 2 mg/kg en bolo, seguido de perfusión controlada para evitar colapso sistémico.
• Se cambia rocuronio por la administración de succinilcolina para evitar actividad motora involuntaria.
• El goteo continuará sin interrupciones para evaluar la respuesta del cerebro en estado de inconsciencia.
• Se programará una reevaluación y recolección de datos en 6 horas.
Nota:
El deterioro es más acelerado que en sujetos anteriores, lo que sugiere que el límite de resistencia podría alcanzarse en menos de 24 horas. Si esto se confirma, se iniciará la fase final del experimento antes de lo previsto.
Registro clínico – Dr. Elías Vázquez
Fecha: 10-9-2022 hora: 07:10
Sujeto N°13
Edad aproximada: 20-24 años
Condición actual: Deterioro sistémico progresivo
Observación – Hora 24.10 (12 horas post inducción de coma):
Al revisar los signos vitales antes de proceder con la reversión del coma inducido, observo un aumento en la bilirrubina sérica, evidenciado por ictericia subclínica en la esclerótica ocular y los pliegues cutáneos.
Este efecto adverso es consistente con la acumulación de los fármacos administrados, particularmente propofol y rocuronio, cuya metabolización hepática ha comenzado a ralentizarse debido a la disfunción hepática incipiente. La combinación con el estado de catabolismo extremo y la posible rabdomiólisis sugiere una carga tóxica significativa.
El sujeto sigue mostrando respuesta neuroeléctrica activa, con su mapa cerebral alcanzando un 98% de completitud, lo cual supera todas las proyecciones iniciales. Su resistencia neurológica a la tortura ha sido notablemente superior a la de los sujetos anteriores, confirmando su valor para la fase final del experimento.
Medidas:
• Diálisis de urgencia mediante hemodiálisis intermitente, para reducir la carga metabólica y evitar insuficiencia multiorgánica prematura.
• Corrección electrolítica con administración de bicarbonato de sodio IV para contrarrestar la acidosis metabólica.
• Mantener sedación controlada hasta que los valores hepáticos se estabilicen.
• Revisión de actividad cerebral en 4 horas, momento en el cual se evaluará si es viable restaurar la conciencia.
Nota:
Si bien la fisiología del sujeto ha demostrado una resiliencia excepcional, los signos de deterioro orgánico acelerado indican que el margen de tiempo es reducido. La prueba final deberá realizarse en un plazo no mayor a 12 horas.
Registro clínico – Dr. Elías Vázquez
Fecha: 10-10-2022 hora: 10:33
Sujeto N°13
Edad aproximada: 20-24 años
Condición actual: Inestabilidad hemodinámica severa
Evento crítico – Hora 27.47(3 horas y 33 minutos post-diálisis):
Las alarmas del monitoreo fisiológico se activaron debido a un colapso hemodinámico súbito. El sujeto presentó:
• Bradicardia extrema (frecuencia cardíaca descendiendo a 28 lpm)
• Hipotensión severa (PA 62/40 mmHg)
• Bradipnea crítica con riesgo de paro respiratorio
• Hipoxia tisular con desaturación por debajo del 80%
Intervención inmediata:
• Administración IV de epinefrina y atropina para revertir la bradicardia y estabilizar la presión arterial.
• Ventilación mecánica asistida para garantizar oxigenación cerebral.
• Reanimación cardiopulmonar manual durante 5 minutos, hasta restablecer un ritmo sinusal estable.
Observación post-reanimación:
Tras la estabilización, observé que el goteo continuo logró erosionar la tabla externa del cráneo, generando una microfractura ósea con extravasación sanguínea. Se reporta hemorragia leve en la zona parietal superior, sin signos de hipertensión intracraneal aguda.
Estado actual del experimento:
A pesar de no haber alcanzado las 4 horas completas, el análisis neuroeléctrico muestra que el mapa cerebral ha alcanzado un 100% de completitud, lo que permite la transición a la fase final de inducción emocional.
Decisiones clínicas:
• Suspensión inmediata del goteo para evitar mayor daño estructural.
• Administración de líquidos IV y agentes vasopresores para optimizar perfusión sistémica.
• Monitorización estricta por las próximas 6 horas para evaluar estabilidad neurofisiológica.
• Programación de la prueba final a las 16:00, momento en el cual el sujeto deberá estar en condiciones para la inducción.
Conclusión:
El sujeto no soportará otro ciclo prolongado de experimentación. Esta es la única ventana viable para ejecutar la prueba final antes de que el deterioro sistémico lo haga inviable.
Nota personal:
Mientras limpiaba la sangre de la herida, el sujeto abrió los ojos. Su mirada estaba vacía, ausente. No sé si sigue aferrándose a la vida o si su mente ya ha cruzado un umbral del que no podrá regresar. Murmuró algo ininteligible, quizás un ruego, quizás un insulto. No importa.
Lo observé un momento más, asegurándome de que su respiración se mantuviera estable. Luego, apagué las luces y dejé la habitación.
Hoy, en la tarde, el experimento concluirá. No hay margen de error.
Hora de demostrarle al mundo que la voluntad humana es moldeable… y quebrantable.
ACTO 5: EMOCIONES
El clic metálico de la jeringa perforó la calma de la habitación. 50 mg de flumazenil entraron lentamente en las venas de Tomás, arrancándolo del letargo inducido.
Un espasmo recorrió su pecho, como si sus pulmones olvidaran el acto de respirar. Tosió, jadeó, tragó aire desesperado, como un recién nacido abriéndose paso en el mundo. Pero Tomás no estaba renaciendo. Solo despertaba para morir.
Tomás despertó con una sensación extraña en el pecho. No era miedo. No era desesperación. Era… confusión.
¿La pesadilla había terminado?.
El cuarto en el que estaba no era el sótano oscuro y putrefacto que lo había atormentado durante días. Las paredes eran blancas, limpias. Un olor suave a desinfectante flotaba en el aire.
Por un instante, su mente quebrada intentó aferrarse a la esperanza vacía:
¿Todo fue un sueño? ¿Era posible que… que nada de eso fuera real?
Pero entonces intentó mover la cabeza.
El dolor fue inmediato. Agudo e intenso.
La presión en su cráneo lo golpeó como un mazo. El anillo de sujeción aún estaba ahí. Los tornillos seguían perforando su piel.
No. Nada era un sueño.
Tragó saliva con dificultad, sintiendo su propia respiración acelerarse.
—Bienvenido de vuelta —dijo una voz familiar.
El doctor.
Estaba ahí, sentado en una silla frente a él, mirándolo con calma. Con el mismo tono amable de siempre, como si fueran solo dos colegas hablando.
Tomás lo miró con odio, pero su voz salió rota.
—¿Qué… qué mierda es esto?—
El doctor hizo un gesto con la mano, abarcando la habitación.
—Este es mi laboratorio principal. No podía hacer la última fase del experimento en ese sótano inmundo. Esto… esto es especial.—
Tomás forzó una sonrisa amarga.
—Eres un enfermo de mierda.—
El doctor no se inmutó. Parecía incluso divertido con la reacción.
—Tienes razón, en parte. Pero lo importante ahora no es eso. Sé que tienes preguntas. Y como este es tu último día… quiero responderlas.—
Tomás sintió la sangre hervirle en las venas.
—¿Por qué yo?—
El doctor inclinó la cabeza, como si realmente no esperara esa pregunta. Luego sonrió.
—Azar.—
Tomás parpadeó.
—¿Qué…?—
—No te elegí por quién eras. Ni por lo que hacías. Yo solo necesitaba un espécimen en buen estado, alguien que resistiera lo suficiente para completar el mapa cerebral. Pensé en algún militar torpe que se separara de su grupo. Tú solo tuviste un día de mala suerte.—
La verdad era peor de lo que imaginaba. El destino se reía. Su propósito olímpico desaparecía al. Solo una moneda lanzada al aire… y él cayó del lado equivocado.
La rabia le dio fuerzas.
—No importa la wea que hagas —Gritó Tomás, con fuego en los ojos—. Van a venir por mí. No soy un don nadie. No dejarán de buscarme.—
El doctor sonrió con indulgencia. Como un padre escuchando a su hijo hablar de un sueño que considera imposible.
—Sujeto 13… nadie te está buscando.—
Sacó una tablet del bolsillo de su bata y la encendió. Distintas paginas de noticias llenaban la pantalla.
Tomás sintió como caía al vacío al leer cada noticia:
“Deportista muere quemado en extraño accidente en cerros de San Clemente”
—No…—
Su propia cara estaba ahí. Su nombre. Su historia.
Temblando, intentó negarlo.
—Es un montaje. No… esta wea no es real.—
El doctor se inclinó hacia él, con una expresión casi tierna.
—Te quité los dientes y se los puse a otro cadáver —susurró con suavidad—. Lo quemé en el cerro. La policía lo encontró. Llevas dos días muerto.—
Silencio.
Tomás sintió un latido sordo en los oídos. Todo se desmoronaba.
Era un fantasma atrapado. No había escapatoria. No había rescate.
El doctor bloqueó la tablet y se sentó en su silla.
—¿Te gustaría saber qué vamos a hacer ahora?—
Tomás no respondió. No había nada que decir. Solo quería morir.
El doctor presionó un botón en la consola y las luces se atenuaron.
—Perfecto. Empecemos.—
El doctor se levantó de la silla con tranquilidad y se dirigió a un pequeño lavabo de acero inoxidable en la esquina de la habitación. Se lavó las manos con calma, frotando entre sus dedos el jabón antiséptico. Cada movimiento era metódico, ensayado.
Tomás lo observó, respirando con dificultad. No podía moverse. No podía escapar.
El doctor se secó las manos con una toalla estéril y caminó hacia un armario metálico. Sacó un set quirúrgico sellado y lo abrió.
Luego, sin prisa, se colocó su bata de cirugía, los guantes de látex y la máscara.
Finalmente, subió a la plataforma metálica junto a la silla de Tomás, acomodándose a la altura exacta de su cabeza. Desde allí, podía ver con claridad la herida en su cráneo, la fina línea roja donde la piel se había abierto por el goteo constante.
Era el momento.
Sacó una jeringa con un líquido transparente. Un sedante.
—No quiero que mueras de dolor mientras te abro el cráneo —dijo con suavidad. Su voz sonaba casi compasiva.
Tomás sintió el pinchazo en la base del cuello. El sedante hizo rápidamente su efecto . No lo dormiría por completo, pero le haría sentir distante, desconectado de su propio cuerpo otra vez.
No evitó el terror. Ni la desesperación.
Entonces, el doctor encendió la sierra.
Un sonido eléctrico llenó la habitación.
Tomás vio el reflejo de la sierra giratoria en la luz del quirófano. La hoja circular comenzó a girar con un zumbido agudo.
Vrrrrrrrrrrrrrrr…
Tomás jadeó, su pecho subiendo y bajando frenéticamente.
—D-detente… por favor… —
El doctor no respondió.
El sonido de la sierra lo devoró todo.
Vrrrrrrrrrrr…
La hoja descendió.
El acero tocó la carne.
Y el mundo de Tomás se desmorono.
El primer contacto de la sierra fue como un trueno dentro de su cabeza. Un zumbido metálico, afilado, vibrante. Sintió la vibración recorrer su mandíbula. Y entonces vino el crujido, el sonido de su propio hueso abriéndose.
La presión en su cráneo era insoportable. Como si su cabeza estuviera siendo aplastada desde dentro. No era dolor exactamente, era algo peor: una conciencia absoluta de que lo estaban abriendo, de que algo estaba entrando en él.
La sierra se detuvo. Pero su tormento apenas comenzaba.
El doctor limpió con un paño la sangre que brotaba con lentitud, casi con ternura. Luego, con la precisión de un artesano, tomó los receptores de la mesa y los colocó uno por uno en distintas áreas del cerebro.
Cada vez que uno tocaba su destino, Tomás sentía un destello de algo en su mente. Una chispa. Una emoción descontextualizada. Un recuerdo que no le pertenecía.
Él solo quería que todo terminara.
Pero la voz del doctor interrumpió su súplica interna, esta vez más oscura que nunca.
— Ahora para terminar colocaremos a tu viejo amigo de las últimas horas…—
Tomás sintió el leve roce del gotero sobre su cuero cabelludo abierto. Y entonces cayó la primera gota.
TOC.
El impacto fue distinto. No como antes. Ahora el agua tocaba directamente su cerebro expuesto, sin el filtro de la piel y el hueso.
TOC.
Un espasmo recorrió su cuerpo. Sus manos se contrajeron involuntariamente, como si un rayo lo hubiera atravesado. Su visión titiló en negro y blanco por un segundo.
TOC.
Intentó hablar, pero lo único que salió de su boca fue un sollozo roto.
— T-tu experimento… fracasará… la gota no me vence…—
TOC.
El doctor sonrió. Una sonrisa paciente, casi paternal. Bajó de su plataforma y caminó hasta una esquina de la habitación, donde encendió una computadora.
— No me subestimes, Sujeto 13. No volverás a sentir la gota como antes. Ahora jugaré con las señales de tu cerebro. Haré que la sientas como ardor. Como frío. Como fuego. Como cuchillas perforando tu mente.—
Tomás sintió su estómago encogerse. El pánico real comenzaba ahora.
El doctor introdujo un comando en la computadora.
TOC.
Tomás gritó.
Su cerebro le dijo que la gota era fuego derretido entrando por su herida.
TOC.
Ahora era hielo, lacerante, un dolor helado que quemaba.
TOC.
Ahora era un bisturí que le partía la mente en dos.
TOC.
Ini El doctor lo observó con fascinación, con la devoción de un hombre viendo su obra maestra cobrar vida.
— Gota por gota… venceré a la mente humana.—
Tomás no pudo responder.
Su conciencia se retorcía entre el fuego, el hielo y el filo de un cuchillo invisible.
Y el agua seguía cayendo.
TOC.
Las punzadas de dolor se disiparon de golpe.
TOC.
Tomás respiró entrecortado, confundido. Algo había cambiado. Algo en su mente ya no encajaba.
El doctor observó con interés clínico la pantalla, introduciendo un nuevo comando en su computadora.
— Ahora veremos tus sentimientos hacia la gota — dijo con voz tranquila.
TOC.
El llanto de Tomás brotó sin aviso. Pero no era por desesperación. Era felicidad.
Sintió la gota deslizarse por la herida abierta en su cráneo y se estremeció de emoción. Era una caricia. Una caricia de su madre.
El calor de un abrazo, la seguridad de su infancia, la ternura de una mano en su cabello.
TOC.
Odio.
El cambio fue tan abrupto que su cuerpo se arqueó contra la silla.
Sus dientes rechinaron con furia. La gota era su enemigo. Su peor enemigo. Más que el doctor, más que el sufrimiento. Tenía que destruirla.
TOC.
No.
El odio se esfumó.
Ahora amaba la gota. Con un amor profundo, inquebrantable. Tenía que protegerla.
Su respiración se volvió frenética. Miró al doctor con ojos inyectados de locura.
— Si le haces daño, te mataré. —
TOC.
Rió. Una carcajada limpia, sincera, explosiva.
Como si la gota le hubiera contado el mejor chiste del mundo.
Su risa se mezcló con sollozos de alegría, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
TOC.
Y entonces, la realidad volvió como un martillazo en su mente.
Su rostro se desencajó. ¿Qué había pasado?
La confusión fue tan grande que por un momento sintió que su propia existencia se resquebrajaba.
El doctor sonrió.
— Al parecer… sí te ha vencido la gota. —
Se levantó de su asiento y se acercó a Tomás con paso lento, seguro.
Se inclinó hasta quedar cara a cara con él. Lo miró a los ojos.
Y con un tono suave, casi paternal, susurró:
— No sabes lo especial que eres para mí. —
Tomás sintió el contacto de los labios del doctor en su frente. Un beso lento. Cálido. Terrorífico.
— Gracias a ti… — susurró con devoción enfermiza — concluyeron años de investigación. Gracias. —
Se irguió de nuevo y volvió a su asiento con calma.
Tomás seguía inmóvil.
Sin saber si debía gritar.
O reír.
El doctor se acomodó en su asiento, observando a Tomás con una expresión de calma absoluta, casi aburrida.
— Ahora veremos cómo reaccionas a todas las emociones juntas. —
Silencio.
El doctor inclinó la cabeza, estudiando su rostro sin expresión.
— No tienes nada que decir, ¿eh? — murmuró, con un deje de decepción en la voz.
Hizo una pausa antes de preguntar con un tono más teatral:
— Tus últimas palabras. —
Tomás levantó la mirada. Su rostro, primero vacío, se transformó en una máscara de furia pura.
Su mandíbula se tensó, sus ojos se llenaron de un odio abrasador.
— Espero que ardas en el infierno. Eres la peor mierda de la humanidad. —
El doctor sonrió.
Click.
Presionó una tecla en su computadora.
— Háblame con más cariño — susurró.
Tomás sintió un tirón en su mente. Un choque. Como si algo arrancara sus pensamientos de raíz y los reemplazara con algo ajeno.
Su rostro cambió. Su expresión se suavizó.
Y entonces, con una voz que no le pertenecía, dijo:
— Te aprecio mucho, Elías. Gracias por dejarme ser tu sujeto de pruebas. —
Las palabras se sintieron veneno en su lengua. Un ultraje a su propia existencia.
Pero no pudo detenerlas.
El dolor en su cabeza era insoportable. Como si su cráneo estuviera siendo partido en dos.
El doctor se reclinó en su silla con satisfacción.
— Ahora programaré para que todas las emociones entren una a una.
Se acumularán. Se mezclarán. —tomo una breve pausa saboreando el momento.
— Mientras tanto, yo observaré de primera fila cómo tu cerebro se rompe. —
Con una tranquilidad monstruosa, se levantó y subió a su plataforma, acercándose con fascinación al cráneo expuesto de Tomás.
Toc.
El primer golpe fue inmediato. Ira.
Brutal, incontrolable, cegadora.
Tomás gruñó, sintiendo un fuego arder en su pecho. Su respiración se aceleró, sus manos se cerraron en puños.
Toc.
Amor.
Por el doctor.
La rabia y el amor chocaron en su mente como una tormenta de cuchillas. Quería matarlo. Quería abrazarlo.
Toc.
Alegría.
Una risa histérica brotó de su garganta.
No tenía sentido. Nada tenía sentido.
Toc.
Miedo.
Su risa se convirtió en un sollozo desesperado.
Sentía que algo lo devoraba desde adentro. Una presencia oscura, amorfa, infinita.
Toc.
Desesperación.
Gritó.
Pero su grito no tenía alma. Era solo aire escapando de un cuerpo roto.
— Aaaaaaahhhhhh… ¡Detente, por favor! —
Su cerebro comenzó a palpitar violentamente. Sus venas se hincharon, latiendo como si estuvieran a punto de estallar.
El doctor observó con un brillo maníaco en los ojos.
— Fascinante… — susurró.
Se inclinó más cerca, ansioso por ver el momento exacto en que su creación llegaba al clímax.
El cráneo de Tomás comenzó a agrietarse desde adentro.
Los electrodos chisporrotearon.
Las pulsaciones se intensificaron.
El doctor sintió un escalofrío de anticipación recorrer su espalda.
Y entonces, explotó.
Millones de neuronas, sangre y fragmentos de hueso se esparcieron como un fuego de artificio grotesco.
Elías sintió el calor húmedo de la materia cerebral golpeando su rostro.
Se quedó en silencio por un segundo.
Un ja escapó de sus labios.
Se quitó un trozo de seso de la mejilla con calma, sacudiendo su bata ensangrentada.
Sonrió.
Y con una risa que resonó en las paredes del hospital subterráneo, murmuró:
— Parece que lo sobrecargué de emociones. —
Su risa creció, fuerte, eufórica, triunfal.
Lo había conseguido.
El arma de control mental estaba lista.
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