El juez San Martín firmó la resolución sin vacilar: Oscorima no podía ampararse en la inmunidad de Boluarte. Los abogados del gobernador habían insistido en que su caso estaba ligado al de la presidenta, pero el tribunal desestimó el argumento. «No es aforado», sentenció el magistrado. Oscorima, pálido, salió del juzgado con una sonrisa forzada. Esa noche, en un restaurante de Lima, recibió un sobre anónimo. Dentro, una foto de los Rolex entregados a Boluarte, con una nota: «Ahora estás solo».
Al día siguiente, su asesor más cercano desapareció. Las cámaras lo captaron entrando a un edificio, pero nunca salió. Oscorima revisó frenéticamente sus archivos, buscando algo—o alguien—que lo protegiera. Encontró una carpeta olvidada: informes de transferencias sospechosas a cuentas offshore, todas vinculadas a proyectos en Ayacucho. No eran solo los relojes.
Una semana después, la Fiscalía allanó su domicilio. Mientras los agentes incautaban documentos, Oscorima miró su teléfono. Un mensaje anónimo: «Los héroes caen, los cómplices también». Al cerrar los ojos, recordó las palabras del juez. No había escudo posible. Solo quedaba esperar quién hablaría primero: él, o alguien que ya lo había condenado en silencio.
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