Por aquellos años cuando se libraba la “guerra sucia” contra la subversión. Donde dicho sea de paso nunca hubo un enfrentamiento abierto entre ambos bandos, que para el vencedor pudiera llamarse “la gran batalla” digna de pasar a las páginas de su propia historia por el valor de sus combatientes y el heroísmo de dos o tres intrépidos guerreros. Pero no, todo se redujo a cobardes emboscadas, al ajusticiamiento público, la desaparición forzada, el aniquilamiento selectivo de quienes se sospechaba eran de una u otra capilla, y debido a esa confusa y sucia contienda las comunidades fueron desplazando sus poblaciones a las capitales de las provincias o a otras partes del país buscando un refugio seguro.
Desde Lima y por órdenes del ministro de turno, se nos ordenaba movilizarnos por el departamento para realizar varias tareas que ellos consideraban que era urgente hacer para que de algún modo actuáramos a nombre del Estado. Eso nos molestaba mucho porque no éramos invisibles como para estar movilizándonos en medio de esa brutal matanza y sólo por el capricho de un político que deseaba hacerle saber a todo el mundo que en realidad no estaba pasando nada, y por eso “su gente” estaba trabajando como todos los días. Cuando preguntamos por qué y para qué, nos dijeron que ese era un psicosocial muy bien diseñado por los expertos de la capital.
Y si en ese trajín moría alguno de nosotros, solo nos esperaba un entierro muy concurrido, donde casi la mitad del pueblo tenía la obligación de asistir para que la otra mitad no sospeche que estaban a favor de la otra facción. Y así, sin pena ni gloria, acabaríamos en un nicho pagado por los compañeros del trabajo. Después de algunos meses vendría el pago de la bonificación de luto y sepelio y la miserable pensión que por viudez le correspondería a tu esposa y sanseacabó.
En ese afán, un día tuvimos que desplazarnos a la capital de una de las provincias altas para realizar una serie de trabajos diseñados en Lima. Cuando por fin acabamos esa tarea que a nuestro entender y en esos momentos no tenía ningún sentido. El jefe de la dependencia de esa provincia y los otros empleados nos invitaron a tomarnos unas “gaseositas”. “Pero ¿dónde y cómo?” Me pregunté porque debido al Estado de Emergencia Político-social en todos los pueblos estaba prohibido andar en grupos de más de tres individuos y por supuesto menos libar. Sin embargo, nos dejamos conducir hasta un grupo de quioscos que estaban al frente del improvisado cuartel que el comando político militar de esa zona de emergencia había instalado. “Solo nos dejan refrescarnos en este lugar y ante la vista de los soldados de ese fortín, porque solo así podían saber quiénes estaban reuniéndose”, me explicó alguien. Ese gesto del comando fue muy aplaudido por muchos de los vecinos de aquel pueblo.
Ya instalados en el lugar nuestros anfitriones pidieron unas cuantas cervezas y comenzamos a beber plácidamente, porque el sol de aquellas alturas quemaba a más no poder, y como se acostumbraba en esos tiempos el tema central de toda reunión era sobre las noticias, las historias ciertas o falsas y las desgracias que acarreaba todo el desmadre que venía sucediendo en varios lugares y que todo el tiempo ocupaba nuestras vidas, nuestros pensamientos y nuestros nervios.
De pronto uno de nuestros anfitriones abandonó la reunión para dirigirse a una casa de dos pisos con paredes de adobe y techo de calamina que estaba al frente del lugar donde estábamos libando. Abrió el candado de la puerta y al cabo de un rato regresó diciéndonos que había ido a traer algo de dinero, porque quería invitarnos un pollito a la brasa y cuando le dije, pero si aun todavía es el medio día, me respondió diciéndome que a esas horas ya no debe haber comida en ningún restaurante y que, debido al Estado de Emergencia, los pollos a la brasa se comen en el almuerzo, porque el toque de queda empezaba a las seis de la tarde. Y se fue.
De repente vimos que, por una pequeña ventana del segundo piso de aquella casa, asomó la figura de una muy bonita niña que supuse tendría unos 14 años o un poquito más. Que bien podría decirse que era una bella florcita de esos lugares. Una “sumac tikacha”.
En un principio supuse que se trataría de una hermanita suya o alguien que también vivía en esa casa y que por eso de la proximidad del cuartel la tenían bajo llave. Cuando indagué por ella a uno de los lugareños del grupo me dijo que esa preciosura andina era la mujer del jefe, que por esos tiempos tendría unos 30 años o más. Cuando le hice saber mi extrañeza por la corta edad de aquella chiquilla, me dijo. “Bueno jefe, así es en estos lugares”.
Y luego me hizo saber que probablemente su jefe se habría aparecido en la fiesta de su pueblo y entre toda la gente del lugar vio a esa chiquilla que estaba como en esos lugares se dice, una “jollahabascha” y se antojó, se enamoró o le dio la gana. De manera que seguramente se fue a hablar con sus padres anunciándoles que quería que la niña fuera su esposa y qué formalmente la estaba pidiendo en matrimonio y como el “pata” es profesional, hijo de una de las familias conocidas del distrito y dueña de terrenos de cultivos, pastos naturales y ganado a más de ser un conocido músico y torero del lugar.
Quizá sea por eso que sus padres no dudaron en entregársela y también porque de un momento a otro los “terrucos” podían llegar al pueblo y secuestrarla junto a otros niños y ahí sí que entre todos la “fusilarían bien rico”. Y que luego que hiciera todo lo que se acostumbra para esos fines en su comunidad, sin más trámites la trajo a vivir a ese pueblo.
Y ahí la tenía encerrada en esa casa como un pajarito enjaulado donde le trae lo que necesita para que desayune, almuerce y cene, porque era de su propiedad.
Y mientras yo estaba pensando que en otros lugares por ser menor de edad alguien lo denunciaría y lo meterían a la cárcel por violador, se apareció el amigo, trayendo un par de pollos a la brasa que la dueña del quiosco se encargó de pedacearlo y repartirnos en sendas servilletas de papel y las papas fritas en vasos de plástico.
-¿Por qué no invitas a tu esposa para que venga a servirse algo? -Le pregunté.
-¡Ya a almorzado! -Me respondió con molesto y cortante tono de voz. Como queriéndome decir porqué debía importarme o preocuparme su mujer. Inmediatamente y renegando cruzó la calle, abrió la puerta y la niña cerró la ventana.
Cuando volvió sin que se lo preguntara me dijo. “¡Así nos enamoramos aquí!” Y un poco más me mentaba a la madre o me lanzaba un puñetazo, solo porque me había fijado en su mujer.
Varios años después me lo encontré. Luego de saludarnos me contó que había trabajado como contratado en varios proyectos donde ganaba tres veces más que siendo nombrado y que por ahora estaba trabajando en esta ciudad. Sin entender por qué, le pregunté como estaba su esposa y cuántos hijos tenía, y otra vez el “patita” se enfureció y casi botando espuma de rabia me contestó. “¡La he botado por machorra!” Y sin suavizar su áspero tono, agregó. “¡No podía parir!”
Otro día de esa misma semana me lo encontré en el restaurante donde por esos días almorzaba. Estaba en otra mesa y acompañado. Cuando tomé asiento con el amigo que estaba conmigo y que junto a él fue mi anfitrión en aquella vez de los tiempos del terrorismo. Después de pedir lo que queríamos servirnos, le pregunté si ese “pata” aún seguía casado con esa bella niña que vimos aquella vez junto al cuartel del ejército, me respondió que hacía años que ya no era su mujer.
Que después se había metido con varias chibolitas de varios lugares de la provincia, pero con ninguna ha podido permanecer diciéndole a todo el mundo que las había botado por ser “machorras”, pero en realidad mucha de esas niñas que ese huevón se ha “challado”, han sabido reconstruir sus vidas y todas tienen hijos, incluso una de ellas ha terminado brillantemente su carrera profesional y enseña en la universidad de la otra provincia. “Jefe, lo que en realidad pasa es que ese cholo es chakilapiz” (1) .
(1) Lapicero seco o sin tinta. Infértil. Estéril.
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