El delirio de lo efímero

El delirio de lo efímero

Jeff Hardy

23/04/2025

Después de nosotros – 2018 KDPC

IV. La máscara del decoro

Tras el divorcio, ella siguió su camino con esa extraña mezcla de fragilidad y altivez que la había caracterizado siempre, una mujer que hablaba de principios mientras los desfiguraba en la penumbra. Se refugió en la tibieza de círculos conocidos, como quien busca redención a través de la repetición. Entró a trabajar en la empresa de una conocida de la iglesia, esa misma comunidad que la aplaudía los domingos y la ignoraba los lunes.

Pero el disfraz de escrúpulo le quedó corto.

Pronto, como una melodía que se repite hasta perder su encanto, volvió a aquello que le resultaba natural, buscar validación en los brazos ajenos. Uno, luego otro, y otro más… como si el amor pudiera obtenerse por acumulación. Cada rostro era un intento torpe de llenar el vacío que le devoraba desde dentro. No buscaba afecto, buscaba olvido. No intimidad, sino un anestésico contra su verdad.

Y un día, quedó embarazada.

No hubo boda, ni anillo, ni altar. Solo el murmullo amortiguado de una familia que ya no quiso seguir dándole eco a sus desvaríos emocionales. Abandonó la conversación honesta con ellos, como quien cierra un libro cuyas páginas ya no le interesan. De aquella religión que una vez portó como estandarte, solo quedó el barniz raído de una fe instrumental.

Se volvió madre. No por vocación, sino por consecuencia.

Pero ni siquiera la maternidad logró reordenar sus prioridades. Su cuerpo, antaño santuario de sus manipulaciones afectivas, se transformó en mercancía. Ingresó al mundo del exhibicionismo digital con la naturalidad de quien ya había vendido su pudor muchas veces antes, solo que ahora cobraba por ello. Las luces artificiales de una cámara suplantaron el tenue brillo de cualquier dignidad posible.

Y es entonces cuando uno comprende; el abismo no siempre se precipita, a veces se construye con actos leves, cotidianos, revestidos de libertad, pero guiados por una compulsión autodestructiva. Ya no era simplemente una mujer desorientada; se convirtió en una cualquiera disfrazada de moral, una apóstata del alma que usaba la excusa del empoderamiento para no afrontar su propio extravío.

V. La caída sin redención

Ahora camina por la vida con la indiferencia de quien ha decidido no sanar. Ya no intenta engañar con discursos. Ya no cita a Dios ni menciona el amor como algo sagrado. Ha abrazado la banalidad con la misma vehemencia con la que alguna vez pretendió ser virtuosa. Es madre, sí, pero también sigue siendo aquella mujer que cambia de piel y de amante como quien cambia de estación.

Y yo, que alguna vez la amé con fe ciega, ya no la reconozco. Porque su esencia no cambió: solo se quitó los ropajes con los que intentó simular una estatura moral que nunca tuvo.

No lamento su destino. Lamento mi ceguera. Lamento haber creído que bajo tanto artificio había algo genuino que valía la pena rescatar.

El pudor no se pierde de golpe. Se entrega en cuotas, hasta que un día uno se convierte en su propia sombra. Y ella, hoy, no es más que eso: una sombra errante, una parábola moral viviente de lo que ocurre cuando el alma renuncia a toda coherencia. 

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