Al final del día, la culpa es mía. Se prohíbe llorar, no sea que mis lágrimas hagan despertar en algo tu culpa. Si recrimino, no es más que la pataleta de un adulto que no maduró, y mis horas se han trasladado a un intento de no poner en la mesa un tema sensible que pueda causar que empaques tu maleta y te vayas antes de reconocer que sí estás fallando.
Esta generación reclama a gritos sinceridad y lealtad, pero la quieren para sí; darla a otros no es más que el idilio de los estúpidos que, por encima de nuestro bienestar, ponemos el de otros.
Dime, en este punto, ¿qué se debe hacer? No puedo ser alguien diferente. Esto de darlo todo por quien amas es mi estilo. Sin eso, ¿qué tengo?… ¿a ti?
Basta de decir mentiras. Algún día —no será hoy… jajajaja, a lo mejor mañana, en un par de semanas o años— sencillamente no estaré, y entre lágrimas extrañarás mi presencia… sí, esa misma que hoy ignoras, reprochas y detestas.
Mientras tanto, mentiré.
Mirando tus ojos:
“¡Tranquila, que nada pasa! Todo está en orden.”
Sonrisita, picada de ojo,
y de vuelta a la cama… a llorar.
Ni de eso te das cuenta.
By Dobile Ariza
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