«Las huellas de Felipe»

«Las huellas de Felipe»

Marcelo Caputo

31/03/2025

«Las huellas de Felipe»

Las rejas del frente de la casa aún conservan las marcas de las manos de mi padre, Felipe, incluso sus huellas digitales. No se quería ir, en lo más profundo de su ser, durante el accidente cerebrovascular, intuía que no volvería. Tenía claro que esta no era una de sus salidas habituales a la madrugada, cuando iba a cobrar el sueldo o visitaba el supermercado chino para comprar su vino rosado, recibiendo un ticket que cambiaba por uno o dos cubitos de caldo.

Él ya casi no estaba aquí; iniciaba ese viaje del que no se regresa. Pero, a su pesar, era tan consciente que se aferró a los barrotes, dejando parte de su piel aunque ya no tenía fuerzas. Rechazaba irse, mucho menos así. La escalera que bajó tantas veces con aplomo y apego fue testigo triste de lo que intentó evitar hasta el final: su partida.

Se negaba a que los camilleros de la ambulancia lo bajaran a los tumbos, velozmente, sin su consentimiento. Todo eso pasaba en su mente, aunque, ahora que lo pienso, él había partido horas antes. Era tan obstinado que incluso en ese último descenso por la escalera de metal quería mantener el control. Quería hacerlo a su manera o, mejor dicho, resistirlo.

No deseaba abandonar su casa por última vez. En sus últimos impulsos nerviosos, en el temblor de sus dedos, estaban impregnadas sus energías particulares. Comprendía que este no era un viaje más. Ya no habría caminatas al trabajo ni visitas a la casa de mi hermana. El banco de esa plaza que tanto le gustaba quedaría vacío. Yo no lo esperaría en invierno para compartir la ruta, bizcochos en mano, como cuando me enseñó a caminar más despacio.

Se estaba yendo definitivamente. Ya no llegaría al amplio patio de mi hermana, donde plantaron un árbol de moras en honor a mi madre, fallecida más de un año atrás. La encargada de emergencias del hospital comunicó su muerte a mi hermana y a mí con un leve titubeo. Bajó la mirada mientras mi hermana sollozaba en silencio y yo apretaba los puños sin saber qué decir, aunque su tono llevaba la frialdad de quien está acostumbrado a despedir extraños. En el informe escribió que Felipe llegó sin vida al hospital. Él, que lo intentó todo hasta el último suspiro, no pudo evitar que lo arrancaran de su hogar.

Aún así, la huella de su mano queda grabada en los barrotes verdes del portón. Atrás dejó la ausencia de despedidas y abrazos. En el aire flotan los ecos de su voz suave y melancólica, esa que me decía «saca el pie del acelerador» o tarareaba una vieja zamba al atardecer, sonidos que llevaré conmigo toda la vida. He intentado borrar esa parte de la historia muchas veces, pero mis pensamientos terminan en lágrimas.

Las rejas del frente de la casa aún guardan las marcas de las manos de mi padre, esas que vivirán en mí para siempre, con su vino rosado y su zamba al atardecer. Porque de eso se trata la vida: de las huellas que dejamos en los otros.

Marcelo Caputo

Un homenaje a mi padre, que ya no está pero sigue conmigo.

20 de noviembre de 2021

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