En medio de una fiesta deslumbrante, con luces brillantes y risas resonantes, un hombre de porte elegante se erguía en el centro de la sala. Su nombre era Alejandro, y todos lo conocían como el alma de la celebración. Sin embargo, tras su sonrisa encantadora y su carisma desbordante, se ocultaba un abismo de soledad y dolor.

Desde la infancia, Alejandro había sido un niño que no conocía el amor incondicional. En su hogar, las expectativas eran tan altas que cada pequeño error se convertía, en un eco de desilusión. Su padre, un hombre de éxito, nunca le ofreció un abrazo, solo palabras de aliento, que sonaban más a órdenes: “Sé fuerte, no llores, debes ser el mejor”. Su madre, por otro lado, era una figura distante, siempre preocupada por las apariencias, que lo envolvía en una sobreprotección que le impedía explorar su propia identidad.

Así, en el corazón de aquel niño, se gestaba un dolor profundo, una inseguridad que lo acompañaría a lo largo de su vida. En lugar de ser abrazado en sus momentos de miedo, aprendió a ocultar su vulnerabilidad tras una coraza de perfección. La necesidad de aceptación se transformó en una máscara que debía llevar constantemente, mientras su verdadero ser se desvanecía en la penumbra de su interior.

La fiesta continuaba, y Alejandro brillaba como un sol, pero en su mente, la ansiedad y el vacío eran compañeros constantes. Cada risa que escuchaba, cada elogio que recibía, era solo un recordatorio de que nunca era suficiente. La búsqueda de admiración se había convertido en su única razón de ser, un ciclo interminable de autoengaño que lo mantenía atrapado en su propio infierno interior.

Mientras los invitados lo rodeaban, él sonreía, pero su mirada delataba una profunda tristeza. En su mente, resonaban las palabras de su padre: “Debes ser el mejor”. Y así, en su búsqueda de validación, se convirtió en un maestro de la manipulación, un ególatra que necesitaba ser el centro de atención, pero que, en el fondo, temía ser descubierto.

La música sonaba, y Alejandro se movía con gracia, pero su corazón latía con fuerza, como si intentara escapar de la prisión que él mismo había construido. En su interior, el niño asustado seguía gritando, anhelando un amor que nunca había sido genuino. La soledad lo envolvía, y aunque estaba rodeado de gente, se sentía más aislado que nunca.

En un rincón de la sala, una mujer lo observaba con curiosidad. Era Ana, una amiga de la infancia que había visto el verdadero Alejandro, el niño que había sido. Recordaba sus lágrimas ocultas y su risa forzada. Decidió acercarse, y al hacerlo, el mundo a su alrededor pareció desvanecerse.

—Alejandro —dijo con suavidad—, ¿estás bien?

Él, sorprendido, sintió que la máscara comenzaba a resquebrajarse. En su mirada, Ana vio el destello de un niño perdido, y por un momento, el eco de su dolor resonó en el aire.

—No sé si alguna vez estaré bien —respondió, su voz temblando—. Siempre he tenido que ser perfecto.

Clara, con empatía, le ofreció una mano. —No tienes que ser perfecto. Eres suficiente tal como eres.

En ese instante, Alejandro sintió que el peso de su coraza comenzaba a desvanecerse. La búsqueda de aprobación había sido su prisión, y por primera vez, se dio cuenta de que el amor no era un premio que debía ganar, sino un regalo que podía recibir.

La fiesta continuó, pero en el corazón de Alejandro, una chispa de esperanza había comenzado a brillar. Quizás, solo quizás, podría aprender a amarse a sí mismo, a dejar de lado la máscara y permitir que el niño asustado que había sido encontrara su camino de regreso a casa.

Autora: Naiz Francia Jiménez D’arthenay 

Fecha: Marzo 2025

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