El desierto son los ojos ajenos en los que se busca el agua sin fortuna o, a veces, la mirada propia, seca y herida, incapaz de ver sin trampas la superficie del espejo. El desierto es el hogar de las esfinges, igual que el mar es el abismo donde las sirenas tejen las redes de sus cantos: ni esfinges ni sirenas logran tener amantes, los hombres huyen de sus enigmas y de sus melodías como se huye del espejismo de la muerte o del vacío. Ni esfinges ni sirenas, las mujeres de arena poseen los ojos insumisos, la caricia afilada y la piel cubierta por insaciables llamas. Su lengua se divide dolorosamente entre sus labios y su afán de besar se convierte en veneno. Muchas tienen el cuerpo entristecido, marchito por la falta de caricias; mueren lentamente entre sus propias manos, que fingen ese roce de otra piel que no llega jamás… En sus sueños, las mujeres de arena creen ver semillas luminosas en cada grumo de arena del desierto y en cada poro de su piel: para ellas son fuegos sagrados y alquimias ocultas que habrá que despertar y nutrir cada mañana y cada noche mientras vivan. Cada grano de arena puede convertirse ante sus ojos en un refugio de cristal de roca y agua: fuente de cristal donde anida y se agazapa el manantial de la vida. Demasiado tarde se dan cuenta de que yacen sobre el lecho de sus propios huesos carcomidos por el deseo, fuego que arde sin llama y las convierte en ascuas que el viento desintegra. Un día amanecen transformadas en pequeños alacranes negros y rojos: carbones vivientes con patas y aguijones que devoran el alma que los engendra y las van dejando cada noche más vacías, hasta abandonarlas. Despojadas también de sus demonios, sin el acre ardor de sus venenos, la vejez arroja a las mujeres de arena contra las ventanas de sus propias miradas, que se quebraron contemplando el horizonte.
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