El encuentro
Recibía clase de mecanografía en Sol, dos días por semana. Me aseguraron que en uno o dos meses aprendería a escribir con todos los dedos. Mecarapid se llamaba la academia, me matriculé pensando que con ese nombre fijaría más rápido mis conocimientos. Martes y jueves una hora por la tarde, por la mañana tenía clases en el instituto de Aluche, mi barrio.
Eran las seis, enero, día lluvioso, había anochecido en Madrid. Llevaba los vaqueros mojados hasta los tobillos, las Converse blancas empapadas y algo negruzcas, una coleta revuelta, mal hecha y la capucha de mi chaqueta impermeable amarilla, demasiado grande, sobre mi cabeza.
Todavía en la oscuridad del túnel, se oyó la frase que todos en el vagón estábamos esperando, pusimos cara a la persona que hizo la locución grabada y entonces se escuchó: ¡próxima parada, Sol! Salí del vagón, a duras penas, entre empujones y la mirada de un tipo que solo se fijaba en los bolsos de las guiris despistadas. No lograba ver los escalones cuando subía la escalera por culpa de mi capucha. Como siempre, averiadas las de subida, fui capaz de adivinar la sonrisa y la sorna de las personas que bajaban mientras esperaban a que las escaleras hicieran su trabajo.
No fue una buena mañana. Me había esforzado mucho en el examen de literatura, cual Marie Curie en su laboratorio de París, incluso sacrifiqué el botellón en Moncloa y, por fin, después de dos semanas de angustia y nerviosismo, el resultado fue un seis. ¡Joder!, me va a bajar la nota de selectividad. Era buena estudiante; me gustaba encerrarme en mi cuarto, estudiar, leer y escribir. Escribir lo que fuera: frases cortas, cuentos infantiles, historias eróticas, palabrotas de un dialecto inventado. Me encantaba buscar sinónimos de palabras sexuales; era muy divertido, aunque nada erótico.
Subí las escaleras, con la carpeta del instituto en mi pecho cogida mientras con la palma de mi mano izquierda, me sujeté al pasamanos por seguridad, ya que debía tener cuidado de no resbalarme con los escalones mojados. Fluían estrechos ríos de agua por todos los recovecos de la escalera, con afluentes incluidos; parecían cascadas arrastrando la erosión hacia el mar. La diferencia es que flotaban paquetes de tabaco arrugados, papeles; incluso vi una foto de Fotomatón, donde pude ver una pareja retratada sonriendo. La basura navegaba dando bandazos y con prisa, rebotando en cada uno de los escalones hacia el laberinto de túneles con la meta puesta en algún rincón de la galería.
Nerviosa por no llegar tarde a clase de mecanografía, subí las escaleras, jadeante, alcé la cabeza hacia arriba buscando la luz de la calle y así calcular cuántos escalones me quedaban cuando me vi.
Nos miramos de arriba abajo, aunque indiscutiblemente éramos las mismas; vestíamos diferente. No sabía qué decir, y ella, es decir, yo, tampoco a mí misma. Yo, mientras subía la escalera andando, me giré para seguir observándola; ella hizo lo propio mientras bajaba. Estábamos tan aturdidas mirándonos, que ella tropezó ya en el final de la escalera, propinando un pisotón muy ruidoso al suelo para evitar la caída. Se quedó allí, parada, mirándome, hasta que le hice un gesto para que se detuviera y empecé a bajar la escalera, en dirección a mí misma. Ella vestía con zapatos negros, chaqueta oscura, camisa blanca y un bolso negro cruzado a modo de bandolera, bien vestida pero desaliñada, con el pelo corto y mojado por la lluvia. Una vez abajo, nos analizamos sin pestañear, hasta que ella dijo:
– ¡Hola! -Tenía la misma voz que yo, pero rara, como cuando te grabas y escuchas después tu voz, la misma sensación.
– ¡Hola! -Le dije, sin dejar de analizarla.
– ¡Tengo que hablar contigo! echándose el flequillo para atrás con un gesto nervioso.
– ¡Tengo mucha prisa, pero deberíamos hablar! -Sacó un papel de su bolso negro, apuntó un teléfono y me lo dio.
—¡Llámame, por favor! —desapareció por el túnel del metro con una actitud pensativa y nerviosa.
Tras perderla de vista, comencé de nuevo a subir las escaleras, esta vez despacio, dando vueltas a lo que acababa de suceder: ¡soy yo misma, más mayor, con otra ropa, pelo más corto, pero yo misma! Ineludiblemente, llegué tarde a mi clase de mecanografía.
Manila
Pasaron dos días, me desperté destrozada y desorientada; no había dormido nada en esas dos noches. No tenía claro si el encuentro del martes había sido real o no. Me puse las zapatillas rosas de conejo, o lo que quedaba de ellas, me las trajeron los Reyes hace 5 años, lo habían dado todo. Fui directa a por mí carpeta, la abrí y, aún con las legañas pegadas y sin coordinar bien los movimientos de mis dedos, empecé a buscar el papel, y sí, era tan real como yo; efectivamente, mi yo me había dado un papel con un número de teléfono, ¡había pasado en realidad!
Ella me dijo que la llamara, que teníamos que hablar, pero ¿cómo iba a llamarla?, no la conocía de nada, ¿Ella sabía de mi existencia?, aunque ella tenía la misma cara de asombro que yo. Nada de esto podía estar pasando. Miré el papel, era beige, lo toqué, incluso lo olí; era un olor dulce, como a libro viejo, pero a la vez perfumado. Me senté en la silla de mi habitación pensando qué debía hacer, guardé el papel de nuevo en la carpeta, me vestí, abrí la nevera, bebí un par de tragos de leche del brick y me dispuse a coger el 17 en dirección al instituto.
Estuve todo el viaje dándole vueltas; me hacía una pregunta tras otra sobre ella o yo: ¿la debería llamar? Era todo muy confuso, pero a la vez intrigante. ¡Creo que me voy a olvidar del tema!, me dije una y otra vez ese día, en el autobús, en el baño del instituto, haciendo el test de Cooper en gimnasia, en la cafetería y en el metro. Empecé a subir las escaleras mecánicas hacia la salida de Sol. Esta vez ya funcionaban. No quería mirar para arriba por si me encontraba de nuevo a mí misma. Mejor mirar al suelo. Pero una fuerza despiadada y curiosa me obligaba a mirar. Cuando llegué al final de la escalera, ¡ella estaba allí! Como si llevara tiempo esperándome. Iba con vaqueros negros, botas tipo west, un jersey rojo y una boina blanca calada, dejando ver su flequillo. Estaba apoyada con la pierna doblada en una papelera; cuando me vio, se incorporó. Me miró tan asustada, nerviosa e intrigada como la miré yo a ella.
—¿Nos tomamos un café? —dijo, titubeante.
Yo asentí con la cabeza; aun sin conocerla de nada, no sentí miedo, quería saber qué pasaba y ella creo que sabía algo de nuestro parecido. Salimos del metro, estuvimos andando un buen rato por las calles sin hablar nada. Pasamos por la calle Arenal, subimos por San Martín, plaza de las Descalzas hasta Callao, cruzamos por el semáforo que había entre los cines y Jacometrezo. Allí estaban los carteristas de nuevo, en busca y captura de sus próximas víctimas. Nos paramos en frente de la cafetería Manila, delante del edificio Carrión, con sus dos palmeras en los vértices de las emes y una tercera haciendo de ele. Entramos y nos sentamos en frente del expositor de caramelos de gajos de naranja, limón y flores de lavanda, en una de las mesas que estaban pegadas a una gran ventana. Se podía ver la Gran Vía y el gran flujo de personas, parecía que iban todos con prisa. Había mucha gente entrando y saliendo por la puerta principal de cristal; era gigante, pero a la vez útil, siempre allí. No pasaba el tiempo para ella o tal vez sí.
Una vez sentadas en la mesa, nos miramos nerviosas y me preguntó sin más:
—Edurne, ¿verdad? —Ojiplática me quedé cuando pronunció mi nombre y mi pierna comenzó a moverse sin parar dando golpecitos nerviosos en el suelo.
—Sí —le contesté mientras servían el café americano y a mí el poleo.
—¡Me llamo Almudena, tengo cincuenta y cuatro años! —me dijo después de soplar y sorber un poco de café.
—¡Yo dieciséis! —le contesté con rapidez, aunque en realidad no me lo había preguntado; me sentí obligada a ello. La verdad es que Almudena parecía mayor, pero no la echaba cincuenta y cuatro, aparentaba mucho menos.
—¡No sé por qué motivo, pero obviamente somos iguales, tan iguales, que cuando te vi por primera vez bajando la escalera del metro, creí que estaba soñando y me tembló el cuerpo, Almudena! Necesito que me expliques. La exigí, sin tener claro si quería saberlo o no.
—Edurne, primero te pido disculpas, ¡lo siento!, pero el otro día no pude hablar contigo; lo he intentado varias veces, pero no he tenido el valor suficiente al tenerte cara a cara. Cuando me viste y cruzamos las miradas en el metro de Sol, me deshice y mi reacción fue darte mi teléfono, para poder hablar más tranquilamente contigo y no asustarte, pero era necesario que nos viéramos. Ayer volví a Sol a tu encuentro, estuve 4 horas en la escalera esperando por si pasabas de nuevo. Perdona el seguimiento, Edurne, pero tengo que decirte algo importante que no puedo aplazar más.
—¡Llevo dos días nerviosa y sin poder explicarme lo sucedido! ¡Dime, por favor!, ¡cuéntame!, ¿quién eres? ¿Qué está pasando? —le pregunté violentamente; necesitaba tener respuestas de la mujer que tenía delante y decía llamarse Almudena. Se colocó el flequillo, intentando ponérselo detrás de la oreja derecha, me miró intentando cogerme la mano, pero yo, asustada, la aparté dejándola sobre mi rodilla para intentar parar el movimiento nervioso de mi pierna y temblándole la barbilla dijo:
– ¡Soy tu madre!
Llegué a casa taquicárdica, cerré la puerta detrás de mí con un golpe violento. ¿Era de rabia? –saludé lanzando un “holaaa” al aire, esperando alguna respuesta, pero no la hubo. Crucé el pasillo de parquet; todavía resbalaba, lo habían acuchillado la semana pasada. Mi padre repetía una y otra vez que me descalzara en la entrada, pero pocas veces le hacía caso; además, con calcetines el suelo resbalaba mucho más. Lancé la carpeta sobre mi escritorio, cerré la puerta de mi habitación y me senté en la cama. Con un dolor insoportable de cabeza, después de respirar un poco e intentar relajarme, me levanté un poco mareada. Fui al escritorio y cogí la carpeta, la abrí y saqué la carta que Almudena me había dado en la cafetería. No tuve palabras, no dije nada, me quedé helada cuando ella sacó la carta del bolso negro y la dejó encima de la mesa, al lado de mi taza de poleo. Yo solo pude coger la carta; luego me fui. Fue la última vez que la vi y fue allí, en Manila; cuatro meses más tarde cerró la cafetería en 1996.
Papá
Tras cuarenta años, me dispongo a abrir la carta, la famosa carta que me ha acompañado desde mi adolescencia, entregada por aquella mujer. Nunca la abrí y sí, tenía miles de preguntas, pero decidí no abrirla antes por mi padre. Nunca le hablé ni de la mujer, ni de la carta. Me prometí no hacerlo hasta que mi padre se marchara. Sentada ahora en Upper Salthill Rd, Galway, Ireland, en el pub Oslo Bar. Dos pisos más arriba vivo, en el 2000 cuatro años más tarde del encuentro con Almudena. Cuando terminé la carrera, se me presentó una gran oportunidad de trabajo y no lo dudé. Conocí a James, me casé y tuvimos a Aileen. Mi niña irlandesita ya tiene 12 años, Ali, como me gusta a mí llamarla, aunque se enfade. Me gusta sentarme en la ventana de este bar, al lado de la chimenea. Veo llover, la gente pasar y el mar. Sirven el mejor fish and chips de la ciudad. Tras un vuelo horrible procedente de Madrid, me he despedido de mi padre en el cementerio del Calderón, en la Ermita del Santo. ¿por qué nunca le dije nada a mi padre? ¿no le hablé de aquella mujer? ¿ni de la carta escondida que tenía en un libro?
Ángel, mi padre, el nombre le hacía justicia. Mi madre, no la conocí o por lo menos no la recuerdo. La única persona que he tenido siempre a mi lado, ¡ese era mi padre!, tranquilo y bonachón; le gustaba comer conmigo y luego bajarse al bar “La Tacita de Plata” a echarse su partida de cartas al mus, debajo de casa en la C/Tembleque Aluche, un barrio humilde y obrero de Madrid. Era el conserje de una urbanización cerca de casa. Hablaba con todos los vecinos. Les hacía chapucillas a cambio de una caña y una conversación agradable. No pedía mucho, le encantaba ayudar a la comunidad, siempre me decía: “Edurne, las cosas se hacen desde dentro, no por dinero”. Nunca se puso un pantalón corto, siempre largo y camisa. Le acompañé muchas veces con sus amigos del barrio, de tapas, cañas, comidas. Me gustaba pasar tiempo con él. Hasta mi marcha a Irlanda. He ido a Madrid a visitarle cada vez que he podido. También le gustaba visitarnos y venir a Galway, aunque echaba mucho de menos las tapas, su vinito y las partidas al mus. No aguantaba mucho en la ciudad; decía que en Galway nunca paraba de llover, y razón no le faltaba. Mi papá. Ese era mi papá. Adoraba a mi padre. Todo se lo debía a él. Y ahora me había dejado.
De mi madre poco me contó; yo tampoco pregunté. Mi papá hacía de padre y madre. Desde pequeña, mi padre siempre me dijo que mi mamá un día se fue a trabajar y no volvió más. Yo la verdad que no la recuerdo, ni le pongo cara. (¡Ni le pongo cara! Qué expresión más rara). Ni se la quiero poner; crecí y viví sin ella.
Por eso no quería abrir esa carta; mi padre no merecía que ahora esa mujer viniera a alterar nuestras vidas. Éramos felices como estábamos, no necesitábamos a nadie. A lo mejor era una desquiciada del metro; no iba a hacer caso a esa mujer, por mucho que me dijera que era mi madre. Eso sí, éramos iguales; eso no lo podía negar nadie. Desde ese día he intentado olvidarme de esa mujer, he intentado romper la carta muchas veces, pero no he podido, así que me prometí a mí misma abrirla cuando mi padre ya no estuviera.
La carta
He cogido la carta; la tenía bien guardada entre las páginas de El mundo de Juan José Millás
de la biblioteca de casa, desde que Almudena me la diera en Madrid. Había pasado por varios libros en todos estos años. Creo que fue mi inconsciente meterlo en este libro, El Mundo, mi calle, mi infancia, como la veía Millás desde la ventana del sótano de la casa de su amigo el Vitaminas, un mundo diferente. Observo y miro la carta, como tantas veces lo he hecho en estos años. Sujeto la carta entre mis manos y rompo la solapa. Miro a través de la ventana del pub irlandés, noto el calor de la chimenea, respiro hondo y empiezo a leer, impaciente y a la vez nerviosa.
Querida Edurne,
Si lees esto es porque he tenido el valor de hablarte. No sé si voy a saber o tener la fuerza suficiente para explicarte. Me llamo Almudena. Me gusta verte por la calle, cuando coges el metro, el autobús,digiriéndote al instituto. ¡Cómo has crecido, Edurne! En alguna ocasión me pongo cerca de ti en el metro, solo para olerte y rozar tu mano en la barra del metro cuando estás distraída leyendo; sigues oliendo a bebé. Se me saltan las lágrimas por no poder hablarte, contarte, abrazarte como cuando eras pequeñita. Te llamo y cuelgo solo para oír tu voz. Soy mamá Edurne, tu madre.
No sé cuándo habré tenido el valor de darte esta carta, ya que la escribí hace años, preparada en mi bolso para dártela cuando tuviera las fuerzas suficientes. Ni siquiera tengo la confianza de que llegues a leerla; no te culpo. Pero necesito contarte o por lo menos expresarlo, ya que cuando leas esta carta ya me habré ido para siempre.
Mi única ilusión en la vida era ser madre. Te tuve por inseminación artificial, Edurne; sí, una locura yo sola, pero quería tener mi bebé y enfrentarme contigo al mundo, tú y yo solas, pero no salió como había planeado. No, no salió bien. Cuando me dijeron que estaba embarazada después de cinco intentos, imagínate la ilusión, no podía parar de llorar. Por fin te tenía, Edurne, aunque venías muy baja de peso, pero ya tenía a mi bebé.
Entonces fue cuando conocí a Ángel en el hospital, tras el parto. Te llevaba en mi pecho cuando se presentó con una sonrisa. —¡Hola, Almudena! —me dijo, quitó el freno de la camilla y se dispuso a llevarme a la habitación de la planta. Iba de blanco y su chapa en el pecho resaltaba en negro y cursiva la palabra celador.
Hizo las maniobras oportunas para meter la cama en el ascensor; allí estaba yo, sin dejar de mirarte cuando se cerraron las puertas del ascensor y también las puertas de mi alma. Por el espejo observé que la cara del celador cambiaba drásticamente; se le borró la sonrisa de su boca, paró el ascensor, me cogió del cuello por detrás, se sentó a nuestro lado y, con la vena hinchada en la frente y apretando cada vez más su mano en mi garganta, soltó: —¡Zorra, escúchame bien!, ¿no te acuerdas de mí?, ¿de mi mujer Bárbara? ¿Te confundiste con la medicación y me la arrebataste? Estaba embarazada, ¿te acuerdas, puta!?
Me quedé helada; efectivamente, hace dos años tuve un error con la administración de una medicación, Edurne, y falleció. Intentamos taparlo, entre médicos, enfermeras, etc. Le podía pasar a cualquiera: ¡mucho trabajo, mucha presión!, muchos pacientes. No trato de justificarlo, Edurne, por favor, entiéndeme. La medicación le provocó un infarto. Entre todos me ayudaron, hicimos voto de silencio y se le diagnosticó un infarto durante el parto de causas desconocidas, con el fallecimiento también del bebé. No entiendo cómo pudo enterarse.
El celador se quitó la ropa blanca y puede respirar un poco; debajo tenía ropa de calle. —¡Voy a coger a tu niña, Almudena! Sé tu nombre, dónde vives, quién eres; lo sé todo de ti, y me vas a devolver a mi hija. Te cogió de tu mantita como si fueras un fardo, le dio al botón del ascensor y, antes de llegar al cuarto piso, me dijo que, si le buscaba, te mataría Edurne. Y desapareció contigo debajo del brazo. Por supuesto que denuncié, y te buscaron muchos años, hasta que se archivó el caso. Yo intenté seguir mi vida hasta que un día te vi entrar en un portal de la Gran Vía; eres igual que yo, Edurne. Entonces esperé a que salieras. Te seguí durante mucho tiempo. También le vi a él, os vi a los dos, felices; os seguí muchos años hasta que entendí que yo ya no formaba parte de tu vida. No sé cómo ese hombre logró hacer los registros legales. Lo desconozco. Solo espero que hayas sido feliz, aunque ese hombre no fuera tu padre, pero creo que debías saberlo. Saber tu historia.
No he podido soportar la pena, tantos años, ni la culpa por ese tremendo error, y menos por taparlo. Lo siento, Edurne. No tuve valor. De alguna manera tenía que devolverle a ese hombre lo que le arrebaté. Cuando te encontré era tarde. Espero que algún día me puedas perdonar. Me voy feliz por encontrarte. Y por fin descansaré.
Por siempre. Mamá.
OPINIONES Y COMENTARIOS