El reloj de arena de vidrio traslúcido se enpolvó. Se puede limpiar, sí; pero si se resbala entre los dedos se deshace en un suspiro de estrellas rotas —trozos de todos los tamaños, algunos tan diminutos que guardan ecos de tu nombre.
Mi querido reloj de cristal cayó vertical contra el suelo, y en el impacto, el aire se llenó de sílabas suspendidas: ¿por qué?, ¿cómo?, ¿nunca?
Lo pegaré… y restauraré su mecanismo interior con oro líquido que sangra de mis grietas.
Cada fragmento acepta el pegamento, pero rechaza el perdón.
No tendrá la forma que tenía (me repito), ni el tictac será un latido, sino un gemido de vidrio.
La lupa revela lo que no quiero ver: micro-espacios donde la arena escapa, hilos dorados que no son venas, sino cicatrices.
El reloj ahora es un mapa de mis derrumbes,y yo, un cartógrafo de lo que pudo ser.
Desearía que sus agujas dibujaran el ayer, pero solo marcan la hora del ahora: una eternidad entre antes y quizás.
Los que miran dicen: «Está roto».
Yo sé que las heridas son brújulas.
Cada grieta, un meridiano hacia otro yo.
Decidí arreglarlo, no para domar el tiempo, sino para aprender a caminar sobre esquirlas sin esperar que la sangre se convierta en oro.
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