Habana-La Palma

Me encanta ser gorda. Con 170 libras de peso en 140 centímetros, sigo una dieta especial para engordar. Disfruto cada desayuno, cada comida, pero lo que más gozo es saber que voy a aumentar. Echar sirope por encima de una panetela, comerme una pizza y cerrar con helado va creando en mí un estado de excitación permanente.

La gordura trae un sinfín de ventajas, pero de todas, lo mejor es el placer que garantiza.

Salgo por las mañanas y me subo al taxi-almendrón Habana-La Palma, ventanilla izquierda siempre, y a mi lado, invariablemente, un hombre.

Tienen que ser cuatro atrás, no importa cuánto pesen los pasajeros, y entonces no queda más remedio: hay que apretarse.

Un primer roce de hombros anuncia el comienzo. Su olor me acaricia, me invade, penetra despacio. Aspiro todos sus efluvios: los que emanan de su cuello, del torso, y sigo descendiendo, sin apuro, hasta recibir el golpe de aroma que me obliga a actuar. Hago ademán de arreglar mi saya con la única intención de rozarle el pantalón y percibir, a través de la tela, esa piel que tendrá que conmoverse. Me vuelvo a acomodar, y esta vez paseo todo mi seno por su brazo.

Me mira; seguro piensa que es imposible, no puede ser que esta gorda esté haciendo eso. Y yo lo ignoro, solo miro al chofer, que hace uso del retrovisor y me sonríe.

Al bajarse, el hombre vuelve la mirada, buscando una respuesta, alguna señal que le indique si sucedió o si fueron solo las masas que lo comprimieron y le hicieron sentir vulnerado. No lo consigue y se va con la sensación de haber pagado algo más que un viaje.

Así transcurre el día: más de veinte idas y vueltas, más de cuarenta hombres, para al final llegar a casa y oírle decir a mi marido que soy una gorda inmunda, que me encanta restregarme contra los desconocidos. Y yo que no, que no es verdad. Y él que sí, que lo vio todo. Y terminamos furiosos en la cama, donde juntamos el amor y la violencia, porque para algo peso 170 libras y él maneja el almendrón.