Lo más grande del rock and roll es que alguien como yo pueda ser una estrella.- Elton John.
Yo toco, y mal por cierto, la guitarra. Hay un culpable de ello, sin duda. No de que toque mal, no, sino de haberme aficionado desde adolescente a dicho instrumento. Tuve un vecino que desde muy joven le daba a la guitarra eléctrica a todas horas. Y a mí me gustaba mucho cómo sonaba, por aquellos años impúberes. Nuestros cuartos daban pared con pared; nos oíamos toser, vaya. Siendo ambos adolescentes, ante mi interés, me pasó un libro donde se enseñaban acordes básicos utilizando canciones tradicionales. Y tiré para adelante con una guitarrilla que había en casa. Llegué a tocar el punteo de la cucaracha con una maestría nunca admitida por nadie. En sus mejores momentos, mi vecino me llegó a dejar una guitarra española, por un tiempo. Con lo de sus mejores momentos quiero reseñar que alcanzó, con una banda que formó, cierta fama local y, en menor medida, nacional, y por así decir, le sobraban instrumentos. Pero sus mejores momentos nunca se mantuvieron en el tiempo más allá de lo anecdótico; de hecho, en breve me pidió la guitarra prestada. Lo que nunca me pidió fue el libro de acordes sencillos que me pasó con 14 años, y que aún conservo, adquiriendo mucho valor simbólico con el paso de los años. En estos momentos que escribo, todavía no lo he encontrado en mis estanterías, pues mi intención era hacerle una foto y ponerla justo bajo este párrafo, abierto por la página de los acordes de la cucaracha.
Acabo de ver a mi vecino de juventud por las redes sociales, treinta años después de sus mejores momentos. Le sigue dando a la guitarra, a tenor de lo que he bicheado. Los que mantienen contacto con él a través de dichas redes son, muchos de ellos, gente del barrio, de nuestro barrio. No hay glamour musical a su alrededor. Conozco a la mayoría de las personas que comentan sus fotos y todo destila un sabor local propio de músico aficionado. Como si de mí mismo se tratara. No le ha ido muy bien, la verdad, tras su paso por algo que se pareció al éxito; se ha movido por USA y por varios países centroeuropeos, según presume en la secuencia de hechos biográficos que ha decidido plasmar en sus muros, tocando con gente anónima en bares nocturnos de mala muerte. Debe ser muy difícil ganarse la vida como guitarrista.
Recuerdo, en sus mejores momentos, las historias que me contaba de los conciertos, de los famosos con los que contactó, de las fiestas que montaban, de las mujeres que conocían, de las sustancias que tomaban. Supongo que ya no está para esos trotes, aunque viendo las imágenes que ha ido colgando en sus redes, no está muy claro que no se dé hoy día algún que otro homenaje. Todavía tiene pinta de rockero, hay que reconocerlo. Se parece al mudo de los hermanos Marx, pero conserva la pinta de rockero que adquirió nada más colgarse una guitarra eléctrica. Yo aún no lo he conseguido. A mí, tal como me aseguró una vecina, no me pegan ni los tatuajes.
Él y yo hemos sido, como nuestras propias familias, tan distintos como lo pueden ser las noches oscuras y lluviosas de noviembre de los días luminosos y deslumbrantes de junio. No teníamos nada en común, salvo lo puramente generacional y la contigüidad de nuestros cuartos. A mí me cautivaron sus sonidos eléctricos y su juventud seudoexitosa de rock, de chicas jóvenes efímeras y de eternas noches de juerga. Mi camino estaba siempre más sombreado por los rigores de los senderos ortodoxos y cuadriculados que afortunadamente recorrí; le he de agradecer que en las etapas de mayor umbría personal, emocional e interaccional, las escalas que repetía en el cuarto contiguo al mío, me permitieran soñar de manera fugaz con esa vida, rebajando el nivel de pragmatismo de mi biografía. A esas escalas, yo les añadía por mi cuenta y sin decirle nada, estampas de ventanales abiertos donde se dibujaban lunas bien definidas en el firmamento – azul enmascarado – de la madrugada, así como un sonar en bucle de pianos melancólicos, cuyas etéreas notas parecían perderse tras la impasible palmera del fondo. El resultado final conseguía aportar belleza e interés a mi cotidianidad, estimulándome a seguir en la brecha.
Yo he disfrutado también de mis mejores momentos, pero los míos eran de una naturaleza y de una hondura muy dispares a los de mi vecino; yo no supe encontrar un mínimo de personal que quisiera aplaudirme; nunca hubo nadie en las gradas buscando mi guitarrazo ni celebré fiestas tras mis actuaciones. Mis mejores momentos han sido más interiores y oscuros, más tradicionales y adaptados. Mis únicos desvaríos consistían en ubicarme en la mejor zona acústica casera posible, aporreando con rabia la guitarra y desgañitando mi garganta en pos de un sonido aceptable. Como digo, nunca llegué a tener conocimiento del significado que pueden tener unos aplausos dirigidos a ti; jamás formaron parte de mi existencia la calidez de los abrazos y los besos tras desenchufar la guitarra ni escuché alaridos ensordecedores ante el inicio de una canción. Pero no paré de actuar, para mí mismo. Y apenas me desorienté ante tanto fracaso mantenido, sirviéndome esa experiencia para mis actuales anhelos de escritor; el fracaso mantenido, qué extraordinario logro tan meritorio. Me mantuve estoicamente erguido dirigiéndome hacia páramos constructivos, aunque no lo pareciera. De soslayo, admiraba el recorrido que el vecino tomaba en sus mejores momentos, manteniendo mis ventanales abiertos de lunas primaverales y palmeras verdes estampadas sobre bóvedas celestiales estrelladas. De fondo, no dejó de sonar jamás el suave teclear del piano.

Hoy día, y solo en ocasiones – cada vez menos, ciertamente-, en los espacios breves de tiempo en los que cojo mi modesta guitarra eléctrica y consigo trasladar mis emociones hacia el mástil, genero sonidos ásperos que se mantienen en el aire con crudeza y vigor; esos sonidos, de tanto permanecer vibrando, se materializan en un constructo seudo imaginado y seudo real, que persiste suspendido frente a mí, deteniendo el tiempo. Alcanzo a aprehender ese acorde rudo en el espacio físico más inmediato; las ondas sonoras se han solidificado, rodeándome, dibujando una estampa sonoro-visual que me reconcilia, ahora en mi adultez, con mis sueños juveniles: ser una estrella de rock.

Dejo que esos acordes solidificados en el aire se encadenen unos a otros, dando como resultado una entelequia cadenciosa cargada de armonía estética tanto en lo visual como en lo acústico; lo analizo todo de manera hierática, solemne, fría, al mismo tiempo que intento añadir una pizca de impulsividad y emotividad. Bajo y subo el volumen, modulo los tonos que quiero alcanzar, consiento en que las ondas vibren indefinidamente, me rodeen, me seduzcan, me zarandeen, y finalmente, se marchen por la ventana para siempre. Hasta la próxima ocasión. Retengo estas sensaciones con cada una de mis actuaciones, y se las debo al vecino.
Así, transmitiendo una sostenida y pesada electricidad al guitarrón, alcanzo un estado de grandeza subjetivo y muy interiorizado, que me hace volver a soñar con querer ser ese rockero que siempre me consideré. Lo soy, en mi fuero interno, soy un hombre de rock que se pasea atribulado disimulando su mediocridad existencial. Sigo siendo ese hombre gris al que deslumbran los destellos de la cotidianidad. Soy tan gris que hasta me cito a mí mismo. Está claro que nadie percibe esta percepción tan mía, únicamente mía, la de ser un rockero sin tatuajes ni cabello largo.
Y al acabar mi actuación impostada e imaginada, ante ellos, ante nadie, siempre extáticos y ausentes, termino agradeciendo a mi vecino su apuesta por el rock, aunque le haya ido comme ci comme ca. Y se lo agradezco porque yo he vivido parte de su periplo musical como vecino atento a sus pasos. Sí, de alguna manera también lo he vivido, ante la lejana cercanía que me suponían sus historias, por hacerlas mías. Las he disfrutado y me han permitido vivenciar ilusoriamente sus narraciones, inspirándome en ellas en la búsqueda de mi santo grial espiritual.
Estoy seguro de que a él le está encantando su vida; estoy convencido de que considera que le ha merecido la pena vivir desde los 17 años a los veintipocos como un guitarrista de moda y de que los estertores de esa existencia pasada que arrastra ahora, no le impiden seguir disfrutando del rock, en su vertiente más alejada de la fama y del éxito.

Me gustaría un día reunirme con él, quedar para hablar y reconocerle todo lo que estoy contando. Incluso le diría que aún tengo en mi cabeza los punteos que practicaba en la adolescencia, como sonidos indelebles que permanecen en uno hasta el fin. Que sus guitarrazos siempre me inspiraron a ser un rockero, que es lo que soy aunque la gente no le sepa ver. Bajo mi imperturbable rostro voy canturreando e imaginando acordes rockeros y punteos imposibles, lanzando púas al público de abajo y agradeciendo su forma de apoyar mis canciones.

Me intentaría acercar a la verdad del cómo te ha ido, qué hay detrás del éxito fugaz, cómo se mantiene el ánimo en garitos oscuros con menos de veinte personas allí reunidas, qué supone itinerar por el mundo en pos de un nuevo golpe de suerte, mientras cumples años que se van para no volver. Sí, tu juventud se ha marchado a no sé dónde, con la mía, con la de todos los de nuestra generación. Pero qué más da el éxito si has logrado lanzar sonidos pesados al aire que nos rodeaba y has retenido y potenciado durante tus años de juventud la esencia de la misma: la libertad más auténtica, la presencia contundente de la noche – la magistral sapiencia de lo oscuro, que diría Pizarnik-, el desenfreno conductual, la conciencia de inmortalidad.
Si este encuentro acabara produciéndose, que no lo descarto, finalmente le rogaría que tocáramos juntos. Yo, los acordes de fondo, y él, que punteara. Sería algo que nunca hemos hecho a un mismo tiempo, tan diferentes fueron nuestros sinos y nuestras tendencias incluso musicales, aunque pudiera pensarse lo contrario. Quiero decir con ello que yo, con la guitarra, he preferido siempre apoyarme en acordes sencillos para cantar. Marcar la estructura de la canción, la que sostiene el ritmo y el compás. Y él, desde tiempos inmemoriales ha sido el que puntea en el grupo. Los que puntean siempre han sido los más valorados. A mí, sin embargo, de toda la vida me han llamado la atención los Izzy Stradlin o los Brian Jones, los que han estado a la sombra. Además de controlar el peso de una canción, me ha facilitado el proceso creativo. En fin, que sobre la base de lo que acabo de escribir, creo que mi exvecino y yo seríamos compatibles.

Quién sabe si, a lo mejor, de este potencial reencuentro surge la magia creativa y entre los dos logramos una atmósfera de trabajo y de complicidad razonable. Y por qué no, el éxito nos está esperando a medio plazo, a estas alturas de nuestras vidas, y nosotros sin saberlo. Tú, volverías a disfrutar de él, en una segunda experiencia. A mí me supondría una primera impresión y me tendría que acostumbrar, aún sin tatuajes y sin pinta de rockero. Pero me metería en el papel, te lo aseguro. Igual que hay gente que asegura que va a ser el rey de los piratas con solo colocarse un sombrero de paja y surcar océanos en una embarcación escuálida, yo puedo afirmar que un día seré el rey del rock con solo colgarme mi guitarra y enchufar el ampli, porque es lo que soy y siempre he sido, un rockero salvaje y peligroso que se oculta en la vida ordinaria con su aspecto de pringao.
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