Los inviernos que nos pertenecieron

Los inviernos que nos pertenecieron

Jeff Hardy

14/03/2025

La eternidad es una palabra que los amantes pronuncian cuando aún creen en el tiempo. Yo lo creí. Creí en ella. Creí en nosotros. Pero el destino no es más que una farsa bien narrada, una historia que nos contamos a nosotros mismos cuando queremos justificar lo inevitable.

Nos reencontramos en marzo de 2016, después de años sin vernos. Las casualidades no existen, dicen algunos, pero lo nuestro nunca fue casualidad, fue una trampa. Una jugada del azar que disfrazamos de significado.

Hablamos como si los años no hubieran pasado, como si el pasado nunca nos hubiera hecho daño. Nos envolvimos en palabras y en recuerdos hasta que nos convencimos de que nuestra historia debía continuar.

Y en diciembre de 2016, tomamos la peor decisión de nuestras vidas.

Nos casamos.

No por amor, sino por miedo. Por presiones ajenas, por los susurros de una familia que nos miraba con ojos inquisidores, por una religión que nos prometía bendiciones a cambio de sacrificios. Nos vendieron la idea de que el matrimonio es la consagración del amor, pero lo único que consagramos fue nuestro propio engaño.

Nos entregamos en cuerpo y en promesas, creyendo que el simple acto de unirnos en nombre de Dios haría que todo funcionara. Pero la fe no repara lo que está roto. La fe no convierte la atracción en amor, ni la costumbre en felicidad. Y nosotros, sin darnos cuenta, construimos nuestro propio altar de frustraciones.

Diciembre de 2016 – La entrega de los cuerpos

La noche de bodas no fue un pacto de amor, sino una rendición.

Su vestido de seda cayó al suelo, arrastrando consigo la inocencia de nuestra decisión. Sus labios temblaban, pero no de deseo. Quizás de duda, quizás de resignación.

—¿Estás segura? —le pregunté.

No respondió. Solo se acercó, buscando en mi cuerpo la convicción que su alma no tenía.

Nos desnudamos con la urgencia de quienes necesitan aferrarse a algo, cualquier cosa, para no caer. Su piel tembló bajo mis caricias, su aliento se quebró en jadeos desesperados.

La amé con la devoción de un hombre que cree que el amor puede fabricarse con caricias y gemidos. Que el deseo es suficiente para llenar el vacío de una promesa impuesta.

Nos buscamos en la penumbra, una y otra vez, como dos cuerpos que intentan encajar en una historia que no les pertenece.

Pero la carne no miente. Y en la madrugada, cuando el silencio cayó sobre nosotros, comprendí que el fuego entre las sábanas no basta para sostener un matrimonio.

Febrero de 2018 – La sombra de otros hombres

El amor no muere de golpe, se desgasta en los detalles.

Noté su desconexión en su mirada perdida, en su manera de evadir mis preguntas. La vi deslizar sus dedos sobre la pantalla del teléfono, explorando los rastros de sus antiguas parejas en redes sociales. Observándolos, comparándome con ellos, recordando lo que nunca se permitió olvidar.

Encontré su cuaderno con contraseña. Un refugio donde guardaba lo que no se atrevía a decirme. Secretos que le pesaban, culpas que no eran mías, pero que ahora me pertenecían.

Aún nos amábamos en la cama, o al menos eso parecía.

Sus manos me buscaban con desesperación, sus labios pronunciaban mi nombre con una mezcla de deseo y mentira. Pero había algo ausente en ella, algo que se desmoronaba entre nuestros cuerpos entrelazados.

—Dime que esto es real —susurré contra su cuello.

Ella cerró los ojos. Y en ese silencio, en su incapacidad de responder, supe que ya no me pertenecía.

Nos hicimos el amor con la misma ternura con la que se entierra a los muertos.

Marzo de 2018 – El fin de los inviernos

Ella se fue sin lágrimas, sin reproches, sin un último intento de aferrarse a lo que éramos.

Quizás porque nunca fuimos lo que creíamos.

No fui su amor, fui su fuga. Fui el hombre que confundió su necesidad de escapar con un destino compartido.

El día que se marchó, la habitación se sintió más vacía, pero también más honesta.

Me quedé con el eco de sus palabras, con la certeza de que el matrimonio no salva a nadie, que el amor no se impone, y que la religión, por más promesas que haga, no transforma a dos desconocidos en compañeros de vida.

La vida real no es un cuento con final feliz. La vida real es lo que queda cuando la pasión se apaga, cuando los votos se vuelven palabras al aire. Diciembre/2016

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