Nos pertenecimos como la noche pertenece al misterio, como la piel arde cuando el deseo la invoca. Fuimos esposo y esposa, aunque el deber nos impuso un vínculo que no debió ser. Y, sin embargo, nos tuvimos con la intensidad de aquellos que se encuentran demasiado tarde, cuando el tiempo ya ha escrito su propio destino.
Aquella noche, su vestido de seda cayó al suelo con la misma languidez con la que se deshojan las flores al final del verano. Me esperó de pie, apenas cubierta por la sombra del fuego que titilaba en el rincón. Su piel, perfumada de gardenias y deseo, se ofreció a mi tacto sin reservas.
Mis dedos trazaron su geografía como si descubrieran el cuerpo de una diosa. Deslicé mis labios por su cuello, descendí por la curvatura de sus clavículas, deslicé su vestido hasta despojarla de la tela y la sostuve contra mi pecho desnudo, buscando en su piel el refugio que el tiempo nos había negado.
La tomé como un hombre toma a una mujer en la desesperación de saberse prohibido. El aliento entrecortado, los gemidos ahogados en la penumbra, el ritmo de nuestros cuerpos fundiéndose en un vaivén que desdibujó la frontera entre el deber y el placer.
Aquella noche no nos pertenecía, pero nos aferramos a ella como si pudiéramos retener lo inevitable.
Y cuando la unión fue total, cuando el latido de su placer estalló contra mi pecho, supe que era mía, aunque el mundo dijera lo contrario.
Nos amamos en la clandestinidad de un matrimonio impuesto, en el ardor de una pasión que no preguntó si debía existir. Éramos cuerpos en un combate dulce y feroz, atrapados en un fuego que sabíamos, tarde o temprano, nos consumiría.
Cuando el deseo amainó y el peso de la madrugada se posó sobre nuestros cuerpos, la observé dormir, su cabello enredado en la almohada, su piel aún marcada con las sombras de mi boca. Me permití la mentira de pensar que podríamos ser algo más que un error vestido de ceremonia.
Porque la amé.
Y, a veces, amar no es suficiente.
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