Hay noches y noches. Hay noches que se deslizan sin disimulo hacia las madrugadas queriendo dejar mella en tu existencia, anhelando desmarcarse de lo trivial de cualquier rutina nocturna. Esas noches vuelven a uno muy de vez en cuando, en los momentos en los que el peso habitualmente liviano de las soledades acompañantes se torna una carga insoportable. Yo vuelvo a noches de abril de mi juventud, de mi primavera vital, de la inmortalidad perfilada en sus firmamentos nocturnos mediante diseños celestiales de lunas y estrellas que yo, en mi soledad magnificada y con el ventanal abierto, aspiraba por aquellos entonces. Hoy, no sé bien el motivo, esa noche, cualquier noche límpida de mis abriles juveniles, ha vuelto a mi memoria. Pero hoy no estuve solo.
Debían ser las tantas de la madrugada cuando algo me hizo abrir los ojos, liberándome de las garras de Morfeo. Tú estabas desnuda acodada sobre el alféizar interior de la ventana, en el cuarto de mi juventud, en una pose similar a la de Muchacha en la ventana de Dalí, pero en lugar de estar de pie, apoyabas las rodillas en la cama donde ambos estábamos. La majestuosa solemnidad de la noche de abril estaba presente gracias a la ventana abierta de par en par, puertaventanas incluida. Mirabas al exterior con ternura, extasiada en la quietud de una estampa que yo conocía bien: la verde palmera del fondo, el azul enmascarado de la bóveda celestial y el brillo de la luna que acariciaba hasta la última porción de tu infinita desnudez. Me quedé un buen rato contemplándote, todavía tumbado, en un confuso estado de conciencia entre el sueño y la vigilia, dudando de si la imagen que venía a mí pertenecía a uno de estos dos mundos o pertenecía a un tercero, al del espacio que sirve de frontera entre ambos, cuya presencia veraz empezaba a gestarse como hipótesis en mi cabeza. Consideraba incluso que este estado mental podría ser el mejor de los mundos posibles para vivir, para soñar, para morir, esta suerte de limbo existencial desde donde te contemplaba de perfil a mí, a medio metro de distancia. Posiblemente fuera el mejor lugar, físico o virtual, para amarte esta madrugada ya bien entrada. ¿Estábamos más próximos al alba o a la medianoche? (Qué más daba; en este recuerdo escrito, que me transporta a una situación atemporal por más que lo considere un recuerdo, el tiempo verbal del presente quiere anteponerse al del pasado, como si el presente poseyera una fuerza intrínseca que lo alejara, per se, de los ritmos circadianos. Y no es así, retorno al pasado a la hora de revivirlo, pues en mi mente está diseñado ya lo que sucedió, con lo que a la hora de plasmarlo aquí, el verbo irrumpe con autosuficiencia como tiempo pretérito, bloqueando toda posibilidad de volver a amarte en el presente.)
Me levanté y me coloqué justo detrás de tu cuerpo, dorso sensual que aparecía semioscurecido, como si fuera la cara oculta de la luna, luna que, precisamente, te enviaba sus halos ingrávidos hacia la zona frontal de tu anatomía, iluminándose lunáticamente tu rostro, tus senos y tu abdomen. Reparé entonces en la estampa visual con la que estabas extasiada; coincidía de pleno con la que yo había dado por supuesto mientras aún yacía en la cama, pues es la ventana biográfica de todos mis abriles, es el mirador al que me asomo en cada primavera, normalmente solo. Pero esa noche estabas tú en esa silenciosa e insomne contemplación, ignorando todo aquello que se apartara del infinito celeste oscurecido, de los astros fulgurantes y de los ramajes verdes. Estando los dos absortos en aprehender el máximo de nocturnidad posible que la perspectiva del ventanal pudiera ofrecernos, besé tu nuca, ensombrecida, tibia, salada.
Seguí besando tu cuello, ajustando mi cuerpo a la verticalidad curvada de tu espalda. Pensé con cierto asombro en que nunca te había amado estando ambos admirando la pintura primaveral dibujada en el exterior, en una noche de abril. ¿Pensabas tú lo mismo? Intuí que el suave balanceo de las ramas de la palmera, acariciando la espesura de la bóveda azulada, derivaba de los jadeos y resoplidos ocasionados por el movimiento compaginado de nuestros cuerpos. Naturalezas indómitas, infinitudes concretas y aleatorias, pasiones conjuntas y espiritualidades hechas carne confluyeron en el marco de una ventana de tal manera que no hubo necesidad de palabras. Me sentí viajando entre las estrellas que contemplaba, saltando de una a otra, sintiéndolas cercanas, mías; creí conquistar, a un mismo tiempo, la cara oculta de la luna y la cara oculta de tu cuerpo, mientras la luna y tú os reflejabais desde vuestra vertiente más pública; y yo, agazapado tras de ti, concentrado en mantener mi cuerpo erguido en paralelo al tuyo para que encajaran las piezas amatorias, disfrutaba de la sombra que tu cuerpo, al bloquear el brillo argéntico, dibujaba en el mío. Y tú te acoplabas gozosa a mi posición, a mi compás y a la creciente tangibilidad de mis atributos físicos sin dejar de exponerte -aún más arrobada- al inequívoco imperio sensorial del cuerpo celeste que pendía ahí arriba, justo encima de la palmera.
Yo te estaba amando desde una penumbra etérea; nuestras zonas erógenas en contacto se hallaban en la más poderosa umbría que esa noche podía ofrecernos, como si estuviéramos amándonos en la dimensión más escondida de la luna -la que nunca se aprecia-, dimensión que solo podía atestiguar desde la singularidad de mi estado mental, semidespierto y semidormido. Y este doble emplazamiento físico y espiritual, cargado de surrealismo y veracidad, resultaba confortable, acogedor, sabiendo como sabía que tú seguías recibiendo la luz del astro nocturno, y que además, tenías una suerte de interacción espiritual concupiscente con dicho astro. Reparé entonces en que se podía tratar de un menage a trois algo especial, por cuanto dos amantes eran seres vulgares terrenales y un tercero, el que te amaba frontalmente, era nada más y nada menos que la luna. De hecho, tú seguías embelesada y absorbida en esa contemplación lunática, dejando que sus haces lumínicos penetraran, con una plenitud cósmica, por los poros de tu piel desvestida. La luna te amaba, la luna admiraba la voluptuosidad de tu desnudez, estableciendo un contacto contigo que sobrepasaba lo incorpóreo, pues sin duda te estaba acariciando y penetrando merced a sus prolongaciones refulgentes; la luna emitía su brillo exclusivamente para amarte, focalizando su influjo hechicero sobre ti, y ello te permitía un deleite irracional del que yo fui testigo y, a un mismo tiempo, copartícipe. Y es que yo nunca salí de la zona sombreada, admirándome de lo que recibías por delante, y al mismo tiempo, concentrado en amarte desde las sombras generadas entre nuestros cuerpos. Fueron experiencias conjuntas excepcionales, tanto el hecho de recorrer los senderos sensuales que escondían tus regiones oscurecidas como el hecho de apreciar con asombro, la relación que mantenías con esa luna rutilante.
Todo lo que iba aconteciendo desembocó en al advenimiento de unos momentos álgidos de inmortalidad sensorial, momentos en los que creí ser el dueño y señor del universo, el creador de la noche y el propulsor de la eternidad interestelar. Los ramajes verdes se agitaban entonces con furia, simulando un modesto huracán generado desde nuestros jadeantes alientos, los cuales se dejaban escuchar en el silencio de la madrugada al tiempo que tú gemías sin dejar de mirar a tu otro amante, esa luna que te procuraba sensaciones etéreamente terrenales. Tus gemidos ascendían hacia los cielos con su volátil sonoridad, transformándose en luciérnagas acústicas con luz propia que ascendieron y ascendieron, sin abandonar su iridiscente musicalidad, a lo largo de todo su recorrido sideral; cuando finalmente encontraron cobijo en la superficie lunar, el paroxismo se apoderó de ti. Yo me fundía de manera integral con la globalidad de tu epidermis dorsal al rebosar fuera de mí toda la pasión contenida en cada una de las noches de abril en las que no estuve contigo. En esa fusión completa, en la que contacté con los confines de tus interioridades más prístinas, conformamos durante unos instantes un ser nuevo, único, híbrido, percibiendo además la notable influencia que la luna había desarrollado en este encuentro de pasiones.
Me sentí abrumado por un maremágnum de sensaciones; mientras te amaba desde las penumbras y percibía cómo la luna te amaba desde las claridades de la noche, entendía que también yo estaba amando a la noche de abril con todos sus componentes: la palmera verde con sus paralelos brazos verdes, la luna esquinada en nuestro particular recuadro contemplativo, las resplandecientes estrellas pintarrajeadas en la tibieza de un lienzo azul, y la brisa suave entrando y saliendo confiadamente por el ventanal de mi juventud. Había yacido con una noche de abril, gracias a ti.
Me volví a tumbar en la cama, agotado, exhausto; tú te quedaste en la misma posición con la que te divisé al desvelarme de madrugada y establecerme en ese estado de conciencia intermedio entre la vigilia y el sueño. De perfil a mí, desnuda, acodada en el alféizar interior, y con toda la inmensidad del brillo lunar sobre tu vertiente delantera, realzando el contraste con la oscuridad de tu anatomía posterior, donde yo había saboreado tu realidad como amante nocturna en compañía de otro amante, ahí delante de ti, con el que parecías no querer finalizar nunca el juego sicalíptico.
Regresé al reino de Morfeo desde ese estado crepuscular que la madrugada de abril me había permitido alcanzar. Desconozco el tiempo que pasé diluyéndome por las calles de dicho reino, perdido en las brumas de mi subconsciente. Cuando por fin abrí los ojos, ya no estabas ahí. Ni la sugerente madrugada, ni los inquebrantables cielos nocturnos, ni la brisa envolvente. Ni mi juventud atormentada. Todo se había ido para siempre.
Conseguí fijar esos momentos en un presente eterno de abril, un presente que nunca se marchará y que será por siempre presente, que estará siempre por delante de los otros presentes que estén aún pendientes de llegar. Un presente que jamás será pasado. Un presente que nunca perecerá, que nunca sabremos si sucedió y que quizás nunca sucederá, pero será eternamente un presente, nuestro presente común en las noches eternas de abril.

Vuelvo a despertarme en cualquier noche avanzada de abril, aún soy joven y la ventana sigue abierta. Siempre seré joven si esa ventana sigue abierta. Siento el viento acariciándome. No estás contemplando la escena, estoy solo, como usualmente cuando abril me sacude con sus vaivenes melodiosos y melancólicos. Me asomo a la noche, por tanto, solo. Y ahí permanecen suspendidas esas estrellas que sostuvieron mi juventud, en perfecta armonía estética con la frondosa palmera verde y con la cara no oculta de la luna. Yo amé física y espiritualmente a la magna noche de abril con todos sus personajes nocturnos, y ella me amó a mí. No sé en qué momento o en qué lugar sucedió, desconozco las coordenadas temporoespaciales, pero sucedió porque yo lo estoy escribiendo ahora, y le he dado un sentido performativo a mi evocación intencionada.
Llegará el día en que no podré o no querré abrir ese ventanal, y la juventud, aunque de manera metafórica, se habrá perdido para siempre. Y el mes de abril, en el ocaso mantenido de sus soleados días, perderá sus significados más íntimos.
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