La última vez que habíamos estado en una reunión similar, ambos éramos otras personas. Recuerdo que fuiste tú quien me pidió que fuera y, aunque no tenía ganas de hacerlo, terminé por aceptar. Eras—¿sigues siendo?—la única persona capaz de hacerme cambiar de opinión. Al final, la pasé bien. No por la gente ni por el alcohol. Ni siquiera por la música, aunque aún la escucho algunas noches antes de dormir. Disfruté aquella fiesta porque, en algún punto, te acercaste y comenzaste a hablarme de algo que daría todo por recordar ahora.
Mientras el resto de tus amigos y mis conocidos seguían disfrutando, nos escabullimos dentro de la casa. Nos sentamos en un cuarto tan oscuro que ni siquiera podíamos vernos. No importaba. Continuamos la conversación. Teníamos dieciséis años y lo poco que sabíamos de la vida no era nada, pero hablamos como si lo supiéramos todo. Y, de algún modo, así fue.
Conversamos de cosas que jamás volví, ni quise volver, a hablar con nadie. Para ese punto, mis sentimientos hacia ti eran claros y, por un instante, creí haber entendido los tuyos hacia mí. Luego me pediste que nos fuéramos. Pensé que el plan incluía a tus amigos y traté de llamarlos, pero me detuviste con una intensidad que quedó grabada en mi memoria. Ellos podían quedarse, dijiste, pero nosotros podíamos irnos.
No supe qué esperaba de esa noche, ya perfecta para mí. Caminamos por la calle, muy cerca los dos, hasta que llegamos a un punto en el que había que decidir quién sería el primero en decir adiós. Sentí miedo, porque algo me decía que esa sería la última vez. Aun así, estaba feliz.
Nos sentamos en un banco cualquiera, tratando de retrasar lo inevitable. Quise confesarte lo insignificante que me sentía a tu lado. Cómo la idea de que esto pudiera llevar a algo más me llenaba de una insoportable vergüenza. Tú, en cambio, te mantuviste cerca, como si supieras lo que pensaba, como si intentaras decirme que no importaba. Que, al final, ambos estábamos esperando una excusa para tomar lo que tanto queríamos. Me trataste como si fuéramos iguales.
Años más tarde, escribí sobre esto. Luego lo borré. No tuve el valor de publicarlo, porque para entonces los adolescentes que hablaron aquella noche ya habían muerto. Tú y yo éramos otras personas. Usurpadores.
Mucho tiempo después, tras incontables historias sin contar—historias que jamás han valido la pena, pues nunca me han inspirado a escribir nada—, aquellos que habíamos sido resucitaron por un instante cuando recibí tu mensaje. Me invitabas a una fiesta con la misma temática de aquella noche. No supe cómo negarme, así que acepté sin siquiera preguntar el día y el lugar.
Pero cuando mencionaste que podía invitar a quien quisiera—insinuando que probablemente ya estaba con alguien, cuando no era así—supe que todo sería diferente. Aun así, traté de creer que podía equivocarme.
Esa noche, cuando por fin nos vimos nuevamente, comprendí que lo único que teníamos en común con aquellos a quienes extrañaba eran los nombres. Todo lo demás era distinto. Por más que lo intenté, no pude acercarme a ti como antes. Sé que tú también intentaste acercarte a mí, pero esta vez no porque me buscaras, sino porque el alcohol ya hacía efecto en ti. Lo noté por tu mirada, por cómo tratabas de estar donde yo estaba.
Si hubiera sido otro tipo de persona, lo habría aceptado. Pero aprovecharse de alguien cuyo valor viene del alcohol es tan patético… incluso para mí.
De la primera fiesta recuerdo muy poco de lo que nos rodeaba, pues mi atención siempre estuvo en ti, como la tuya en mí. De la segunda, en cambio, recuerdo todo: los colores neón, la música atemporal, los gritos y las miradas furtivas, las manos extrañas y el contacto con otros cuerpos. Todo, sin embargo, me resultó tan insignificante como la gente que nos rodeaba. Extraños que insistían en hablarnos como si alguna vez hubiéramos sido cercanos.
Quisiera culparlos a ellos, pero la verdad es que no eran su presencia ni sus voces lo que nos mantenía en puntos opuestos. Era el tiempo.
Sin darme cuenta de cuándo, ambos dejamos de intentarlo. Tú comenzaste a fumar, y yo me mantuve bailando y bebiendo como si estuviera en otro lugar, con otras personas. Cedimos ante el irremediable hecho de que la noche acabaría y tú y yo no cruzaríamos palabra. Nos resignamos. ¿Por qué lo hicimos?
Sentí lástima por los muertos que cargábamos.
A las tres de la mañana, con demasiado alcohol en el cuerpo, decidí marcharme con la excusa de que tenía que trabajar. La verdad era otra: solo quería dormir, con la esperanza de que la resaca de la mañana siguiente me hiciera olvidar lo miserable que me sentía estando cerca de ti y no poder decirte lo mucho que te echaba de menos.
Me despedí de todos con un abrazo, buscando la excusa perfecta para llegar hasta ti. Quería abrazarte fuerte, con desesperación, de tal forma que tu olor a perfume, cigarro y cerveza se quedara conmigo hasta el último momento de mi vida.
Cuando al fin llegué a ti, algo desesperado porque alguien—no importa quién—no dejaba de insistir en que tenía que ir a su fiesta de cumpleaños, pronuncié tu nombre.
Esperé.
Por un instante, casi creí que ibas a mirarme, que ibas a decir algo, que ibas a levantarte.
Pero apenas si te volviste hacia mí. Ni siquiera te levantaste de tu silla.
Del abrazo que anhelaba, solo quedó un gesto rápido y desinteresado.
Hubiera dado lo que fuera porque, cuando dije tu nombre, me ignoraras del todo. Mi vida hubiera sido más fácil.
Pero tu indiferencia fue como dejar una puerta abierta.
Tal vez, unos años más tarde, tu reacción sería diferente.
O tal vez no.
En una noche como esa, conocí la felicidad.
Y en otra, la enterré.
OPINIONES Y COMENTARIOS