No pensaba que todo esto lo haría llorar.
Pero ahora le estaba pasando. Estaba lloriqueando como un nene.
Sabía que Marga no iba a volver. Cada hora que se iba consumiendo afirmaba su sentencia. Una culpa agonizante bullía dentro de él. Era él quien había dejado abierta la ventana de la terraza. Lo había hecho sin intención, olvidándose de cerrarla, pero de todos modos era el culpable. Marga se había escapado y se había ido para siempre.
Había sido su regalo de cumpleaños apenas al empezar la secundaria. Una gatita minúscula, temblorosa y maulladora que a los pocos meses se convirtió en una gata adulta, peluda, arrogante y mimosa. A pesar de vivir en una zona donde los vecinos solían dejar sueltas a sus mascotas a todas horas, él nunca quiso separarse de Marga. Quería tenerla encerrada en su casa (es decir, en casa de sus viejos), toda para él, como una faraona confinada de por vida a su palacio y a su esposo. Temía que le pasara algo en la calle, temía lo que al final él mismo terminó permitiendo como un tonto.
A sus viejos la noticia no les causó gran conmoción. Para ellos era como si se hubiera perdido un zapato o unos auriculares, o sea algo que ni siquiera tenía importancia.
-Mañana podemos ir a esa veterinaria de Martínez y te compramos otro- fue todo lo que le dijo su vieja ese día, con el ceño fruncido y la voz átona.
Estaban demasiado ocupados con sus problemas de adultos. Además, nunca habían tenido una mascota, no podían siquiera sentir lo que a él lo dejaría marcado para siempre. Él era el único que se ocupaba de Marga, gastaba toda su asignación en comprarle su comida, sus piedras y sus juguetes con regularidad. Sus viejos sólo lo habían llevado en auto una vez hasta la veterinaria, cuando él se ocupó de que castraran a Marga.
Y ahora Marga podía estar acurrucada debajo de otro auto, mirando a todas partes con ojos asustados y agrandados por la oscuridad, temblando a causa del frío, maullando por auxilio. O podía yacer en medio de la calle, atropellada.
Aquello era lo que lo estaba haciendo llorar. Aquel pensamiento seguía mortificándolo. Se había ido a la cama sin cenar, algo que sus viejos ni siquiera advirtieron. Ahora estaba tendido en la cama, intentando dormir, lo que al parecer sería imposible. Faltaba la presencia de Marga, que desde minina tenía el hábito de meterse en su pieza y acurrucarse con un ronroneo a los pies de la cama.
El ventanal junto a su cama daba a la terraza y a la calle. La terraza estaba delimitada por un cerco de tablas de madera horizontales. Con la cara medio hundida en la almohada y los ojos todavía acuosos, el chico veía por entre las tablas la casa de enfrente. Era una casa antigua y pobre, con la fachada cubierta de piedritas grises que parecían escamas de un viejo reptil. Él la llamaba para sí la enana blanca, porque de noche relucía con un brillo tenue y espectral a la luz blancuzca del alumbrado. Tenía una puerta pintada de blanco, con la pintura sucia como un diente sarroso. Aquella puerta había estado siempre cerrada a cal y canto, flanqueada por dos ventanas cuadradas y simétricas. Las ventanas ganaban apenas un poco más de altura, dispuestas tras unos alféizares como ojos en sus cuencas y con unas persianas eternamente bajadas.
Hasta donde él sabía, nadie había vivido ahí enfrente.
La casa le devolvía la mirada por entre el cerco de la terraza, como con unos ojos de párpados sellados. Un rostro de piedra, circunspecto, fantasmal, pero absolutamente irreal, animado sólo por la imaginación, por supuesto.
El chico se rodeó, le dio la espalda al ventanal y hundió el otro lado de su cara en la almohada. Dejó la mirada perdida en la oscuridad de un rincón, sintiendo los arroyuelos de lágrimas medio secas en sus mejillas. Se quedó despierto hasta muy tarde, largándose a llorar una y otra vez en medio de la noche, revolviéndose inquieto bajo las sábanas. Pero en un momento su mente, exhausta por el duelo constante, al fin le dio tregua, y él empezó a trasponerse. Entonces una tiniebla se lo llevó a otra parte.
Al día siguiente era domingo, el día que su vieja le había ofrecido para ir a comprar otro gato, como si se tratara de reponer un juguete. Hacía ya más de cuarenta y ocho horas que Marga se había ido.
Se desveló muy temprano, con un espasmo de agotamiento en los músculos y una huella de tristeza y mortificación en su memoria. Afuera todavía estaba oscuro, aunque el cielo empezaba a clarear y ya piaban los primeros pájaros. Oía los ronquidos de sus viejos, que seguían durmiendo. Se levantó y sintió el estómago todo vacío, pero ni pensó en desayunar. Tampoco tenía ganas de seguir durmiendo. Se sentó a su escritorio y prendió la computadora. Poco después, tenía abierto Word, y en la pantalla blanca se veía centrada una foto de Marga, la más nítida y reciente que él había subido a Instagram. Subía fotos de él y su gata cada dos por tres. Debajo de la imagen acababa de escribir:
MARGA SE PERDIÓ EL VIERNES PASADO
SOBRE LA CALLE JACARANDÁ AL 1500
EN EL BARRIO DE VILLA CRUZ
SI LA ENCONTRÁS PORFA LLAMÁ A ESTE NÚMERO
Tecleó su propio número y luego imprimió el documento. Tenía que elegir cuántas copias quería y cliqueó muchas veces, sin molestarse en contar, en el botón que las multiplicaba. Quería a Marga de vuelta.
Cuando ya tenía las hojas impresas y un rollo de cinta adhesiva para pegarlas, abrió el armario para sacar su campera y se abrigó con ella. Salió de su pieza, y poco después, de su casa. Acababa de amanecer, pero era un día gris y frío, por momentos lluvioso, y la aurora permanecía sofocada en una penumbra. La calle estaba desierta. Él debía ser el único despierto en toda la manzana.
No tenía idea de donde tenía permitido pegar su aviso. La sola idea de que alguien se lo arrancara lo enfureció. Caminó poco más de una cuadra hacia su izquierda hasta que vio una hoja como las que él llevaba, estaba estampada en el costado de un buzón eléctrico, junto al cordón de la vereda, y tenía la foto de otra mascota. Debajo se leía este mensaje:
¡¡¡SE PERDIÓ PANCHO!!!
LO VIERON POR ÚLTIMA VEZ
SOBRE LA CALLE JACARANDÁ AL 1500
EN VILLA CRUZ
La imagen era de un perro de raza boxer que el chico reconoció. Pertenecía a un anciano que vivía en un edificio de enfrente y que por las tardes solía salir a la calle para quedarse charlando con el portero. En esos ratos el boxer siempre estaba merodeando por la cuadra y nunca llevaba correa. Al chico no le sorprendía que se les perdiera de vista el perro, con lo senil que estaba el anciano y lo tonto que era el portero. También lo aliviaba un poco saber que no era el único desafortunado.
Rodeó la caja sacando la cinta adhesiva de un bolsillo, dispuesto a encomendar sus esperanzas a este sitio. Fue entonces cuando vio a todas las otras mascotas perdidas. La otra cara del buzón eléctrico estaba atiborrada de papeles con imágenes de perros y gatos. Él no los había visto porque estaban en la sombra, de espaldas al alumbrado. Todos los avisos tenían sus propios epígrafes, pero en todos había algo que permanecía invariable:
NO ENCONTRAMOS A MILO
ES UN GATO GRIS CON OJOS VERDES, LLEVA COLLAR
LO VIMOS POR ÚLTIMA VEZ SOBRE JACARANDÁ 1500
VILLA CRUZ
SOMBRA DESAPARECIÓ
PERRA MESTIZA, BLANCA Y NEGRA,
MUY MIEDOSA
FUE VISTA POR ÚLTIMA VEZ
SOBRE JACARANDÁ 1500
V. CRUZ
NUESTRA GATITA DAISY SE PERDIÓ
UN VECINO LA VIO POR JACARANDÁ 1500
AYUDANOS A ENCONTRARLA
SE LLEVARON A LEIA Y LEO
SU DUEÑA LOS SACÓ A PASEAR
EL MIÉRCOLES POR LA TARDE
Y SE PERDIERON DE VISTA
POR JACARANDÁ AL 1500
ESTAMOS EN VILLA CRUZ
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Todas las mascotas habían desaparecido en la cuadra de su casa. Reconocía a todos los perros y gatos de las fotos. Sus dueños los dejaban sueltos y él siempre se los cruzaba por la calle. Ahora que lo pensaba, hacía un tiempo que no se los encontraba por ahí. Los avisos tenían diferentes antigüedades, algunos ya estaban agrietados y descoloridos por el sol. El más reciente y mejor conservado era el de Leia y Leo. Eran una pareja de terriers que vivían con otra anciana a una cuadra de donde él estaba ahora. ¿Cómo los podían perder de vista? ¿Cómo podían desaparecer los dos perros juntos?
De la misma forma desconocida que había desaparecido su gata Marga.
Miró hacia su casa, a unos cien metros de ella, con la calle todavía desierta y en penumbras. Luego empezó a desandar el camino hecho, llevando todavía en una mano las hojas impresas.
Cuando llegó a la cuadra de casa, se quedó parado en una esquina, observando todo como si estuviera ante un sitio desconocido e inhóspito. Aquí pasaba algo extraño, algo que sucedía justo ante sus ojos, inadvertido a simple vista. Tantas mascotas no podían desaparecer en un mismo lugar.
Había algo, algo escondido, camuflado, que había estado siempre ahí, justo delante de él, y que lo conocía desde que él estaba en la cuna, siempre observándolo y ocultándole sus dientes. Pero ¿qué era?
Se cruzó a la vereda de enfrente y fue hasta la casa que él llamaba la enana blanca. Ya que la vivienda estaba abandonada, a ningún vecino le molestaría que la usase como afiche para su aviso. Al contrario, atraería más la atención.
Estaba de pie ante la fachada cubierta de piedritas como escamas, despegando la cinta con una uña, cuando oyó un ruido a sus espaldas. Volvió la cabeza hacia la calle. El ruido se repitió, indiscretamente. Era un gorgoteo acuoso, como el que podría proferir un desagüe tapado. El chico se dio vuelta, fue hasta el cordón despejado y bajó la vista al agua podrida que inundaba el empedrado.
Un torrente estaba saliendo de las dos bocas de un desagüe incrustadas en la piedra del cordón. El color gris opaco del agua estancada se iba tiñendo de otro tono que tiraba a tinto. El torrente, algo espeso y copioso, brotaba a chorros por los dos orificios, que parecían las fosas de una nariz. De pronto hubo una obstrucción. Algo empujado por la corriente se atascó contra la boca del desagüe y asomó. El chico sintió una especie de hormigueo bajo sus pies, como si algo hiciera fuerza tras las baldosas, y el desagüe se destapó de golpe, expulsando el esqueleto íntegro de un gato.
El chico nunca fue consciente de cómo su mano dejó caer las hojas y la cinta. Tampoco tuvo mucha consciencia de la hilera de huesos de animales que fue escupiendo la nariz de piedra. Fémures, cúbitos, fragmentos de cráneo, dientes caninos. Todos los restos salían limpiados del menor rastro de carne y navegaban por el charco de agua estancada que ahora tomaba un color rojo negruzco, como sangre mezclada con mugre. El olor fétido del agua se acentuaba y se convertía en el hedor de un eructo putrefacto. No, él casi no percibió nada de eso. Toda su atención se iba en lo que eran los restos de Marga, que flotaban ante sus ojos, girando lentamente, ofreciéndole un vivo retrato de la agonía final de su mascota.
Hubo otro ruido, más brusco y violento, y el chico pegó un salto y se volvió hacia la casa abandonada con la cara blanca como una tiza, los ojos llenos de agua y una expresión de terror. Sólo que ya no estaba ante a una casa, aquello era sólo un camuflaje. Lo que antes parecían unas persianas bajadas en las ventanas ahora eran unos párpados que se levantaban y dejaban al descubierto unos ojos enormes y protuberantes de color perla, cada uno con una mancha ocular negra que miraba fijamente. Eran unos ojos hipnóticos, que producían ilusiones, si no se los miraba directamente parecían estar mostrando el interior de la casa con luces prendidas. Pero las manchas oculares tenían vida, eran como las pupilas de una mantis. Se movieron y se fijaron en el chico, con una mirada extática, poderosa.
La mirada de un depredador.
Las piedritas de la fachada temblaron, se movieron. No parecían escamas, lo eran. Se arrugaron formando pliegos en torno a la puerta, tal como se podría replegar la piel de un lagarto en torno a su boca abierta.
Lo que antes semejaba una puerta blanca se abombó y se abrió en dos, como un pico, dejando entrever una oscuridad húmeda. El chico miró perplejo, hipnotizado, paralizado por el terror. Nunca terminó de comprender que estaba mirando el interior de una boca. Un tentáculo oscuro surgió de ahí adentro, se lanzó a ras del piso con una velocidad implacable, se enroscó en torno al tobillo del chico, apretó y tiró. Las manchas oculares siguieron el vuelo que dio su presa en el aire.
El grito que soltó el chico se ahogó de repente cuando la enana blanca lo engulló con la misma velocidad inescapable.
El pico se cerró deprisa, y sus comisuras se volvieron imperceptibles casi en el acto. Unos segundos después, se mostró llano como una puerta. Las escamas se alisaron y quedaron inmóviles, volviendo a semejar una fachada. Los insectiles ojos se pusieron en blanco a medida que bajaban los párpados, y en pocos segundos quedaron ocultos tras las membranas que aparentaban ser un par de persianas cerradas a cal y canto.
Un instante después, se produjo un último ruido proveniente de la casa. Un ruido extraño. No había nadie para escucharlo, pero aun si toda la cuadra lo hubiera oído, nadie habría sido capaz de imaginar una garganta que tragaba.
OPINIONES Y COMENTARIOS