En la estación de tren hay un teléfono público que casi nadie usa. Es un modelo antiguo, de esos de metal y con el auricular pesado. La mayoría de los viajeros pasa de largo, con sus móviles en la mano.
Pero un día, suena, sin embargo, la gente casi no lo nota. Es como si ese campanilleo del timbre no tuviera la fuerza suficiente para llamar la atención de los pasajeros. Las personas pasan cerca, arrastrando sus maletas, piensan, de forma inconsciente, que un encargado de la estación acudirá al llamado. Los zumbidos continúan, el riin, riin, se transforma en una gran mosca transparente que agita sus alas, gira alrededor del aparato, cada vez con más intensidad, pero nadie llega. El pitido de una locomotora apaga por completo el campanilleo del viejo aparato. La oleada de viento despeina a los pasajeros, una gorra rueda por el suelo y un hombre la recoge rápidamente. El aleteo de la mosca zumbona sigue sin cesar. El encargado no llega para atender lo que podría ser una urgencia o un comunicado importante.
Christian Andersen entra a la estación. Lleva la espalda encorvada, sus pasos son lentos. Un sombrero oculta gran parte de su rostro, su gabardina gris forma olas con el viento, el cinturón parece una serpiente de trapo agitada de vez en cuando por algún torrente. Él camina casi como un fantasma. Sabe que ha llegado el momento. No es la primera vez que pasa por esto, pero las ocasiones anteriores el llamado había sido solo algo premonitorio, una especie de alucinación o sueño. En esta ocasión sabe que sucederá y que no habrá salvación. Se había repetido mil veces la escena, pero nunca se había materializado, nunca se había visto arrastrado a la estación por ese impulso suicida. Un ligero temblor lo sacudía. No era el frío, sino más bien el miedo y la desolación de no poder realizar su amor. Había estado muy cerca de conquistar a Teresa Rey, pero ya era inútil pensar en ella.
Del otro lado del andén hay un hombre alto que avanza despacio. Por su forma de andar, parece que se guía por algún sonido. De pronto, percibe el aparato. Se para en seco, calcula la distancia. Lo separan unos quince metros. Algo raro pasa. Los pasajeros se desvanecen, se van borrando poco a poco. El riin, riin se escucha con más fuerza y el hombre ve a Christian. Se da cuenta de que se dirige al aparato. Abre los ojos y se dibuja una mueca en su cara. Calcula el tiempo que se tardará en llegar al aparato. Su instinto le dice que debe acercarse y salvarlo, pero sus pies no lo obedecen, sigue despacio, pero con firmeza. Sabe que llegará tarde y lo lamentará. El sonido se hace más intenso y frecuente. El riin, riin es una mosca enloquecida y desquiciada. Alguien la está azuzando de forma inmisericorde.
Christian levanta la vista del suelo. Primero, ve el rojo aparato descarapelado, castigado por la intemperie. Lo oye, piensa lo que debe decir, a pesar de que la frase lo ha seguido muchos años, ahora se hace confusa, pierde significado y se le escapa. Hace esfuerzos por recordarla, pero no la pronuncia, más bien la imagina. La ve en su cerebro como una hilera de letras. Se da cuenta de que alguien se le acerca. Es él—piensa nervioso y lo mira fijamente—. Es como lo imaginaba.
El hombre está a unos metros de distancia y se le nota la impotencia. Christian extiende la mano, aprieta la bocina y dice: “Estoy de acuerdo. Voy hacerlo ahora”. No hay respuesta, pero se escucha una respiración áspera y fibrosa. El hombre se le planta enfrente, lo coge por los hombros. “No lo hagas—le dice mirándolo con ojos intensos—, no estás obligado a hacerlo, ¡Recapacita! ¡lo que has oído no es un llamado! ¡Es solo una ilusión!!Una patraña!!La voz de una mente alterada!
Christian se acerca a las vías y ve que se acerca un tren. Cierra los ojos y respira profundamente. El ferrocarril entra a gran velocidad, no va a detenerse. El teléfono deja de sonar para siempre.
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